futuro más que incierto, la última ilusión antes de la muerte? Ni siquiera yo era capaz de pronunciar una palabra delante de él. En una ocasión en que intenté introducir una observación, me interrumpió diciendo ya sé lo que usted quiere decir, y siguió hablando, mientras que yo permanecía en un estado de parálisis que se prolongó hasta que me marché. Yo era la pared contra la que chocaba. Su muro de las lamentaciones.
Había colocado una butaca justo delante de la puerta de su vivienda para, al escuchar mis pasos subiendo la escalera, poder arrastrarme inmediatamente a su pasillo, siempre intensamente iluminado, con el fin de susurrarme las últimas novedades sobre la familia Schreber. Yo no debía hablar del asunto con nadie, me advertía, solo así podría irrumpir en el mundo con el estrépito que se merecía su comentario, que entre tanto ya abultaba varios centenares de páginas, y que estaba destinado a hacer estallar toda la literatura psicoanalítica como si de un globo se tratara. A mi entender, nadie más, aparte del enfermo, se interesaba a estas alturas por el psicoanálisis, que en las últimas décadas del siglo XX, en tanto que explicación de la sociedad, había quedado arrinconado como un viejo maletín. Hasta daba miedo que alguien pudiera encontrarlo y devolverlo, e incluso pedir el dinero de la recompensa. Ahora que todos se han vuelto locos, me dijo una vez un psicoanalista amigo mío, ya no es posible llevar a cabo un psicoanálisis. Uno se compra un libro de bolsillo por diez euros, en el que se puede leer todo sobre el alma, el alma se ha vuelto tan fina que cabe en cien páginas. En cualquier caso, era imposible imaginarse un auténtico estrépito en el caso de que el comentario sobre Schreber hubiera llegado finalmente a publicarse. Pero eso me lo guardaba para mí. Era todo menos fácil tener que contemplar cómo ese vacío se iba agrandando, cada vez más y más rápidamente. Como si le hubieran quitado el tapón. Al principio no se nota que va bajando el nivel, luego de pronto se oye un ruido y se contempla como lo que quedaba de agua abandona la bañera en un torbellino.
En la casa del psicoanalista se había instalado un hedor espantoso. Aire malo, pesado, usado. Cuando yo le proponía abrir la ventana me miraba con los ojos muy abiertos, asustado, como si estuviera convencido de que los fantasmas de su vida fueran a apropiarse de su trabajo. Por amor de Dios, susurraba, deje usted las ventanas cerradas. Varias veces intenté educadamente sugerirle que se hiciera con un huertecillo de los que llevan —erróneamente— el nombre del padre de su héroe, pero eran penas por amor perdidas. Estaba convencido de que la larga mano de los miembros de la asociación psicoanalítica podía ‘abrasarle’, esa era la expresión que utilizaba, en su jardín Schreber. ¡Ya llevan mucho tiempo detrás de mí! Solo esperan la primera oportunidad para cerrarme la boca y sacarme de este mundo. Así que prefería quedarse sentado tras las persianas cerradas de su piso, y en lugar de cultivar dalias y caléndulas, cuidaba de sus ficheros. Pero estoy dispuesto a resignarme a lo peor, me susurró en mi última visita; pocos días después lo encontraron temblando en el cuarto subterráneo de la calefacción, donde intentaba esconderse de sus enemigos. Luego se dejó internar —o mejor dicho, dejó de oponerse a ser internado.
Murió en el ala de aislamiento. La última vez que quise visitarle se lo estaban llevando ya. Bajo la sábana, un cadáver de niño con las manos de un anciano. Nunca olvidaré esas manos con negras matas de vello espeso en las falanges superiores de los dedos, matas que bajo la mortaja parecían grandes arañas malignas. Era evidente que el cuidador, por muy curado de espanto que estuviera, también estaba aterrado por esa visión, pues observé cómo, sobre la marcha, intentaba en vano tapar con la sábana los curiosos animales.
En su testamento me había nombrado albacea de su legado, con todos los derechos y obligaciones que ello conllevaba. Los doscientos treinta y dos ficheros que había ordenado según su sistema paranoide, el cual hasta ahora no ha sido desentrañado, y existen muchas posibilidades que no lo sea nunca —y no solo por falta de interés—, se los regalé a la universidad que, la verdad sea dicha, no se mostró especialmente contenta con el obsequio, puesto que entre los psicólogos y psiquiatras del instituto no había ninguno qué tuviera la más mínima idea de quién era ese Schreber. ¿Schreber? La facultad había perdido su memoria. Quizás se puedan exponer los ficheros como espécimen en la colección histórica, para ilustrar cómo se trabajaba antiguamente, me dijo el director del instituto. Esa cantidad de datos se obtiene hoy con un clic sobre una pantalla, añadió alegremente, como corresponde a un investigador de la mente. Un único clic por el trabajo de toda una vida, pues sí que había merecido la pena. No encontré a nadie que quisiera hacerse cargo de la biblioteca completa, a pesar de que estaba compuesta de primeras ediciones, en muchos casos firmadas, así que los mejores ejemplares los empaqueté en cajas de plátanos que todavía hoy siguen almacenadas sin abrir en mi sótano, y el resto se los entregué a un anticuario que, provisto de mascarilla, se los llevó en cinco cargamentos. Arrojaba los libros en tres cajones distintos. Baratillo, un euro, oportunidad. Cientos de volúmenes de la editorial Insel de antes de la guerra fueron arrojados sin piedad en ese cajón de sastre, a mí mismo me entraban ganas de recomprarlos. Ya no hay necesidad de textos clásicos, dijo, y esos clásicos huelen fatal, a bestias, como si unos babuinos los hubieran estado leyendo. Yo había escogido del gran montón de la editorial Insel un pequeño volumen al azar, porque su cubierta, adornada con luminosas flores y estrellas, me gustó muchísimo; sobre el fondo de color ocre se había pegado la cartulina del título. Lo abrí para airearlo y quitarle el mal olor, pero al hacerlo leí una línea, y luego otra, y al final, y a pesar del hedor tan fuerte, me senté en una caja y leí una página entera, y si las circunstancias hubieran sido más propicias habría leído todo el libro entero de carrerilla:
«¿Acaso no debería la mujer, la solitaria, tener ese mismo refugio para vivir en él, en los círculos concéntricos de su ser, al que volver siempre indemne? En tanto en cuanto es naturaleza, quizás lo consiga ocasionalmente, pero luego volverá a vengarse en ella lo contradictorio de su composición, a causa de la cual se le exige aunar en sí misma la condición de naturaleza y de ser humano, increada y criatura al mismo tiempo. Y se agota, no por liberalidad, sino porque no le está permitido seguir y seguir caminando, porque la propia riqueza consagrada en su corazón, exageradamente acogedor, se convierte en un lastre, porque carece de la aspiración alegre en demasía por la que debería despertarse por las mañanas, y que debería también bastarle dormida, inefablemente, en su sueño cálido. Sí, allí está ella en el lugar de una naturaleza, en cuyo reino mineral las flores no quieren crecer ni alimentarse, una naturaleza de la que huyen saltando las jóvenes liebres y en la que los pájaros se precipitan sin volver a caer sobre los acogedores nidos».
Interesante, había escrito al margen el Doctor Baumann con lápiz de color azul, un comentario que a través de una única palabra ponía en evidencia toda su insensatez de manera inmisericorde. Quien se ocupa demasiado tiempo de la psicología, terminará perdiendo la razón.
Había intentado sin éxito hacer entender al anticuario, quien, por supuesto, no era un auténtico anticuario, que yo no era el habitante de aquella vivienda en la que le recibía, pues una y otra vez me preguntaba con ojos llorosos cómo es que yo había podido aguantar toda una vida ese hedor insoportable. Querrá usted decir, le dije, que cómo es que los libros han aguantado ese hedor, pero no me escuchaba, pues parecía que estaba meditando de qué manera se desharía de los libros. Al encontrar algunos ejemplares singulares se levantaba la mascarilla hasta la frente y los olfateaba, antes de arrojarlos a una de las cajas. Solo podría almacenarlos en su garaje y venderlos a través de internet, pues si los expusiera en las estanterías de su tienda infectarían a los libros sanos y espantarían a los clientes, así que al final se los acabé regalando con tal de que se los llevara.
Parecía alegrarse furtivamente al imaginarse a un cliente de internet que extrajera del montón la primera edición de Estadios sexuales intermedios. La mujer masculina y el varón femenino de Hirschfeld, y que luego no fuera capaz siquiera de hojear el libro, impedido por su aliento apestoso. Es agradable no tener que ver más la cara de los clientes, dijo, se ve en enseguida de quién es hijo espiritual cada uno, y muchas veces ni siquiera tienen espíritu. Con la mayor parte de los clientes me admiro incluso de que compren libros, pues cada libro supera con creces su capacidad de asimilación y su facultad imaginativa. Ya no les queda fondo. Engullen un libro, y este cae, y cae, y cae, si entiende usted lo que quiero decir, cae ¡y no termina nunca de llegar al fondo! Cuando se diseccionan los cadáveres