del techo, estrellitas al lado de la puerta, una familia de patos en un rincón, al lado de donde tienen pensado colocar el armarito con la ropa que vas a llevar.
A ti ni se te pasa por la cabeza intervenir en la conversación. Tampoco podrías, nadie te ha enseñado a hablar, ni siquiera sabes que en el futuro podrás hacerlo. Todavía no sabes lo que es una palabra, no sabes lo que es una frase ni lo que es una conversación. Además, si por azar fueras capaz de emitir algún sonido desde el lugar en el que estás, nadie lo oiría. Te limitas a seguir allí dentro de tu madre, flotando en ese líquido cálido y agradable, con el sonido de su corazón de fondo, ajeno a todos esos planes que preparan para ti.
Tu padre tiene un folleto de una tienda de artículos infantiles en las manos. Lo abre y se acerca a tu madre para que puedan verlo juntos. Pasan las páginas y poco a poco van eligiendo todo para ti: chupetes, pijamas, zapatos, mochilas, biberones, baberos, juguetes… Tienen planes para ti. Decenas de planes, cientos de planes, miles de planes, millones de planes, miles de millones de planes…
* * *
Seguro que no recuerdas todo aquello, eras demasiado pequeño, indefenso y dependiente de tus padres como para tomar tus propias decisiones. Fueron momentos decisivos, una fase de tu vida que, a pesar de que no la recuerdes, ha condicionado muchísimo quién eres, cómo te comportas, qué te gusta, cómo hablas, cómo sientes. Tus padres hicieron muchísimos planes para tu vida sin contar contigo, mucho antes de que tú vinieras a este mundo y pasaran los años y pudieras empezar a pensar por ti mismo. Ellos ya sabían lo que iban a hacer contigo incluso mucho antes de que tú vinieras a este planeta, cuando hablaban de que querían tener un hijo, cuando te buscaron un nombre, cuando compraron aquella casa que tenía una habitación más para que tú pudieras crecer en ella.
Hay personas que ya se han preocupado de orientar nuestra vida antes de que nosotros estemos aquí, mucho más de lo que pensamos. A veces nos lleva algo de tiempo darnos cuenta de esto. A veces tienen que pasar años y años para que podamos reflexionar sobre ello, como lo estamos haciendo ahora, pero es importante que seamos capaces de regresar a ese momento en el que las cosas empezaron a funcionar y comenzamos a ser lo que ahora somos. Solamente así sabremos dónde estamos, quién ha tomado las decisiones en nuestras vidas, quiénes somos de verdad, quiénes queremos ser.
Seguro que si ponemos en común nuestras vidas y la de las personas que nos rodean, podemos compartir vivencias e ir encontrando claves.
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En una ocasión estaba en un restaurante con amigos. Habíamos terminado la cena y los camareros recogían los platos de nuestra mesa. Unos pedían cafés, otros apuraban su postre. Había quien tomaba un licor o pedía una copa. Y empezamos a arreglar un poco el mundo. Entre risas y tazas de café, hablamos de nuestros destinos, de nuestra evolución personal, de nuestros retos y nuestros logros; medio en broma, medio en serio. La conversación dio varios giros y, empujados por la complicidad que nos daba el conocernos desde hace muchos años, acabamos hablando sobre nuestra libertad para elegir lo que había sido nuestra vida. Me sorprendió comprobar que todos afirmaban que eran libres, que decidían por sí mismos, que a ellos nunca nadie les había dicho lo que tenían y lo que no tenían que hacer. En definitiva: todos eran dueños de sus propias vidas y decisiones. Les pregunté si no habían sentido nunca que su vida, sin que ellos se dieran cuenta, seguía una especie de mapa vital, algo así como una especie de plan preconcebido para ellos, una ruta predeterminada para sus biografías. Todos respondieron vehementemente que no. Entonces me dirigí a uno de mis amigos, farmacéutico de profesión, casado, y le pregunté si era feliz. Sin dudarlo un solo segundo, me dijo que sí, que era muy feliz, que todo en su vida marchaba perfectamente bien, que no se podía quejar de nada y que no se arrepentía de ninguna de las decisiones que había tomado en su vida. Mientras decía todo esto, miraba de reojo a su pareja, que lo observaba con aire vigilante. Volvimos a cambiar de tema y la velada transcurrió entre chascarrillos, chistes y anécdotas.
Meses más tarde coincidí con esta misma persona en una populosa calle de Madrid. Nos pusimos al día de las últimas noticias familiares, laborales y de algún que otro cotilleo amoroso. Antes de despedirnos, cuando se suponía que la conversación tocaba a su fin, me soltó como un cañonazo: «¿Cómo se te ocurrió preguntarme si soy feliz delante de mi pareja?». Le contesté le había hecho esa pregunta porque me había chocado la suficiencia con la que había afirmado tan taxativamente que no tenía ningún mapa vital, que todas las decisiones las había tomado él, que no había ningún mapa vital preconcebido, que su destino era suyo.
Al poco rato de estar charlando sobre el tema, acabó confesándome que parte de su vida no era tal y como él la había deseado y que, en muchas ocasiones, se sentía como en una barca sin remos, yendo a la deriva llevado por la corriente. Me contó que un buen día, por las buenas y sin saber cómo, se miró al espejo y no reconoció a la persona que vio. Solo vio a alguien que no era él, una caricatura de lo que quería ser años atrás, una versión deformada de lo que quiso para sí mismo. Si alguien le preguntaba si era feliz, él siempre decía que sí, que era feliz, que todo iba bien, como cuando hablamos en aquel restaurante, rodeados de amigos. Afirmaba que su vida era como él quería que fuera, pero en realidad no se lo terminaba de creer. A la mañana siguiente, se volvía a mirar al espejo y seguía sin encontrarse.
Lo único bueno de todo aquello era que, por lo menos, había empezado a hacerse preguntas y a dudar de lo que se había repetido una y mil veces a sí mismo, esa falsa seguridad en uno mismo que le decía: «Yo soy el dueño de mi destino, yo soy el dueño de mi destino, yo soy el dueño de mi destino…». Se había repetido mil veces esa frase, pero llegó un momento en el que dejó de creérselo. Por mucho que quisiera decírselo a sí mismo, la verdad seguía allí, en el espejo, un espejo que no le devolvía la imagen de lo que él quería ser. Entonces, la idea de que hubiera un plan para su vida, un mapa vital, una ruta preconcebida para su biografía, ya no era una idea tan descabellada. No se reconocía en el espejo, pero por lo menos había empezado a cuestionarse y ahora ya tenía una intuición y un rumbo que seguir para intentar cambiar su vida.
Me habló de su familia, de su trabajo, de todo lo que poco a poco se había convertido en la corriente que lo empujaba sin saber por qué. Me confesó incluso que nunca quiso ser farmacéutico, pero que había elegido esa carrera por recomendación de sus padres. En su fuero interno, él sabía que no era feliz. Durante sus casi cuarenta años de vida, había seguido un mapa vital que otros habían diseñado para él. Había estado haciendo lo que se esperaba que hiciese, pero no lo que él realmente quería hacer.
* * *
Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. Tú todavía estás muy lejos de darte cuenta de todas estas cosas. Sigues en el vientre de tu madre con todas esas personas a tu alrededor que ya planean cómo va a ser tu aterrizaje en la vida. Han pasado casi nueve meses y hace tiempo que ya casi no tienes espacio para moverte. Poco a poco tu cuerpo ha crecido tanto y ya eres tan grande que te resulta difícil estar cómodo. Han quedado atrás esos momentos felices en los que flotabas en el confortable interior de tu madre, esa paz que sentías cuando su latido te mecía y podías moverte a tus anchas, protegido y feliz, seguro y tranquilo. Ahora tu cuerpo apenas tiene espacio para moverse, estás retorcido sobre ti mismo y tienes los pies contra la barriga, los brazos buscan sitio a duras penas en el poco espacio que queda entre tus piernas, y las manos están detrás de la cabeza, hechas un ovillo, apretadas. Ya casi ni puedes respirar.
De pronto sientes una convulsión y algo te empuja. Unas contracciones nerviosas y repentinas aplastan tu cuerpo por los costados. Sabes que algo va a pasar. No sabes el qué, pero algo va a pasar. El latido de tu madre se ha convertido en una respiración entrecortada y palpitante que parece decirte «sal de ahí, sal de ahí, sal de ahí», y entonces retuerces tu cuerpo como puedes, intentando encontrar un camino que buscas instintivamente, empujado por los movimientos de los músculos de tu madre. Deseas que todo acabe cuanto antes. Sigues esforzándote en encontrar una salida, empujas hacia adelante, con los pies, con los codos, con las manos, con las rodillas, quieres que el sufrimiento acabe lo antes posible, salir de ahí, encontrar una salida, escapar, pero no terminas de conseguirlo. Tú no lo sabes, pero tu madre lo desea tanto como tú. Estáis empujando en la misma dirección, sois los músculos