maternidades, y del otro, la recomendación de sus antiguos socios:
Es ya costumbre que se ha arraigado mucho, y muy observada en miles y miles de casos, que muchos profesionales aconsejen al público de la clase media y buena internarse en los hospitales, recomendando muchísimas personas que estarían dispuestas a tener en su hogar una competente partera; pero tras el consejo del facultativo de confianza, desisten de esa idea y se internan en un sanatorio o en una maternidad, privándose así de la asistencia domiciliaria y de la consiguiente intervención de ellos mismos en caso necesario, privándonos de muchos partos. Es necesario que el médico sea nuestro amigo, nuestro protector y nos ayude a conquistar la confianza del público y no a alejarnos, como lo están haciendo (de Cenícola, 1939, p. 15).
Insistir en replantear la relación con sus antiguos socios era una estrategia que permite más de una lectura. Por un lado, era producto residual de un vínculo tradicional que médicos y parteras habían sostenido por varias décadas y que tuvo momentos de beneficio mutuo. Por otro lado, resultaba de las posibilidades concretas y efectivas de las parteras, que tenían a los médicos como los interlocutores más cercanos. En la ciudad de Buenos Aires el escenario de la atención de la salud se había ampliado: existían instituciones de diferente tipo de nivel y gestión y algunas formas de prestación de la salud de tipo privado o empresarial. Los interlocutores para el gremio de parteras tendían a ampliarse y se ampliarían aún más en los años siguientes, y la capacidad de reacción de los organismos de representación no siempre era rápida. Además, en el diálogo con el Estado los resultados no habían sido favorables; a pesar de la continuidad de los reclamos, las parteras mantenían cierto nivel de inestabilidad laboral, no tenían puestos asegurados en los espacios estatales de atención y la relación contractual con las instituciones no era clara ni uniforme.
Otras razones de orden específico alentaron a las parteras a insistir en recuperar los espacios que tradicionalmente habían ocupado. En primer lugar, las parteras seguían observando un nicho disponible en la ciudad que les permitía especular con recuperar su lugar como las parteras de las clases medias y acomodadas, que preferían parir en la privacidad del hogar. En ese sector resistente al hospital pretendieron instalarse con la mayor exclusividad posible, apelando a su tradicional rol de haber sido las primeras agentes de confianza de la mujer encinta, aunque ahora con la intermediación del médico obstetra. En segundo lugar, las parteras agremiadas continuaban considerándose, por sobre todo, profesionales liberales capaces de ofrecer su trabajo de manera libre.
Sin embargo, en la década del 40, el perfil de la partera independiente ya no podía ser el horizonte de la mayoría de ellas, y dentro del gremio se desarrolló una percepción crítica del cambio en varias dimensiones, que decantó en nuevas expresiones asociativas con un perfil gremial definido. Con más claridad que en los momentos previos a los reclamos por el mejoramiento de las condiciones de trabajo, se sumaron las reivindicaciones del oficio y de su jerarquización. Esto era factible sobre todo en la ciudad de Buenos Aires pues, como las propias parteras reconocían, allí el desarrollo de las maternidades había sido sostenido y se convertía en la fuente de trabajo principal para muchas de ellas. Por otra parte, era donde se verificaban de manera palpable los cambios en la organización del trabajo para atender el parto, ya que en las instituciones el rol de las parteras tal como había sido previsto por la obstetricia, subordinado a las directivas médicas, era una realidad cotidiana.
Las demandas específicas por las condiciones de trabajo que las parteras de las maternidades municipales sufrían, se multiplicaron. Los reclamos puntuales se centraron en el problema de las ad honorem y del exceso de horas de trabajo, y en las guardias demasiado extensas (Svetliza, 1940, pp. 19-20). El intendente porteño, el Concejo Deliberante e incluso el Congreso de la Nación fueron los interlocutores elegidos por las parteras. Existían regulaciones muy laxas respecto de los horarios de trabajo y de las guardias, que podían ser de más de 24 horas. Esto comprometía el trabajo externo al hospital que las trabajadoras pudieran ofrecer y, por primera vez, las parteras se compararon con otras mujeres a la hora de exigir mejores condiciones para su labor; se afirmaron mediante la invocación de los derechos que las obreras tenían: jornadas de trabajo limitadas, sábado inglés, feriados y fines de semana (Ibíd., p. 20).
Por otro lado, el perfil de las parteras se había diversificado y despuntaba una nueva generación, integrada por mujeres jóvenes recientemente graduadas que ocupaban lugares en los hospitales y maternidades, y que no estaban igualmente interesadas o no habían tenido las mismas posibilidades que sus antecesoras en la atención privada. Las parteras más tradicionales mantenían una mirada suspicaz sobre estas jóvenes que ocupaban lugares en los hospitales como agregadas o ad honorem. Finalmente, se generó una situación de enfrentamiento y las parteras de los hospitales pusieron en cuestión la capacidad de sus colegas, adjudicaron a los partos provenientes de “la ciudad”, es decir, a los iniciados y/o atendidos fuera del hospital, los principales índices de distocias (Casas, 1942, p. 2). Se trató de una cuestión que no alcanzó mayores dimensiones y fue resuelta rápidamente por la dirigencia del gremio, pero fue un signo notable de la diversificación de intereses entre las obstétricas. Nuevas maneras de ejercer la profesión tendían a imponerse y cualquier organización que pretendiera unificar la representación de las parteras debía tener en cuenta una variedad de situaciones que no estaban instaladas entre las tradicionales reivindicaciones del colectivo.
En la década del 40 surgieron cuestiones nuevas. Al trabajo en los hospitales municipales se agregó el que clínicas y sanatorios de gestión privada o filantrópica podían ofrecer. Esto representaba un escenario diferente donde “una moda” se imponía y habilitaba a que enfermeras y ayudantes no diplomadas ni habilitadas participaran de los nacimientos como colaboradoras de los médicos. En algunos casos, esto no era del todo nuevo: las instituciones altamente jerarquizadas tenían esta práctica, pero conforme la presión por la atención de los partos en instituciones aumentó y la diversidad de la gestión creció, esto resultaba más frecuente. Esa situación se agravaba en tanto las autoridades del área de salud no fijaban honorarios ni aranceles, algo frecuente hasta mediados de la década de 1940 para varios gremios de la salud. Por otro lado, resultaba cada vez más evidente que ya no era el Estado porteño el único interlocutor con el cual terciar para obtener mejores condiciones de trabajo, y eso exigía nuevas estrategias, entre ellas sumarse a otras organizaciones profesionales que disputaban medidas similares, como las asociaciones de médicos que lideraban esos reclamos y negociaciones (Ibíd., p. 2).
Una percepción diferente del trabajo de partear con raigambre en las condiciones laborales desmejoradas, en nuevos escenarios y frente a modos de parir y de asistir los diferentes partos, logró amalgamarse dentro de las organizaciones representativas de las obstétricas, que finalmente consiguieron establecer una serie de objetivos y reivindicaciones capaces de contener al universo ampliado de la profesión. Al promediar la década del 40, las parteras presentaron a la Secretaría de Trabajo y Previsión un petitorio extendido de sus reivindicaciones, donde lograron unificar las demandas laborales y las relativas al reconocimiento del oficio. Los diez puntos presentados pueden agruparse en tres dimensiones: la primera se refería al reconocimiento de la partería como una actividad más dentro de las artes del curar con incumbencias propias y exclusivas; la segunda tenía por asunto principal la regulación de la relación entre parteras y otros oficios, y la tercera, el mejoramiento de las condiciones laborales.
El primer aspecto era muy preciso y recuperaba una demanda más o menos explícita entre las parteras profesionales desde al menos principios del siglo XX. Las parteras solicitaban ser reconocidas en las mismas condiciones que otras tareas universitarias, es decir, mantener la autonomía de su actividad con independencia de otras profesiones y de este modo alcanzar las mismas prerrogativas que otras ocupaciones liberales. Esto significaba atender partos y a embarazadas sin la necesidad de derivación ni recomendación intermedia; poder ejercer medidas terapéuticas y de diagnóstico, y llevar adelante el ciclo completo del embarazo y el parto. En esas condiciones, las obstétricas se reservaban para sí la totalidad de los partos normales y de aquellos que pudieran producirse en el sector público y de manera privada. Para las maternidades debía reservarse la atención de las mujeres más pobres.
En la segunda dimensión o aspecto, más que en otros momentos, las obstétricas explicitaban el problema no formalizado, pero evidente