decir algo más; lo vi gordo, viejo, hinchado de bronca. Fue entonces que empecé a reírme. José estaba paralizado, él furioso. Yo no paraba de reír. Se acercó y me tomó de la solapa. «¡En esta casa no se ríe!», me dijo mientras me sacudía. José trató de separarnos. Se ve que los años habían minado sus fuerzas porque terminó soltándome sobre la silla. Tambaleé y casi me caigo al piso, José me atajó. «Andate», me dijo Rivera antes de salir de la cocina. Sus pasos en la escalera se alejaron sin estridencia. José se puso delante de mí y me abrazó. Temblaba. Yo también lo abracé. Nos quedamos así un rato.
Tomé el micro de las once para Buenos Aires. Esta vez no quise que José me acompañara hasta la terminal. Me pregunté si aún conservaría aquel caleidoscopio. Por la ventanilla vi cómo quedaban atrás las luces del pueblo.
Gabriela Cabezón Cámara
La garita
Aparecido en Golpes. Relatos y memorias de la dictadura, Seix Barral, Buenos Aires, 2016.
Llueve. Todo el día llovió. Está sentado con el termo y el mate en la garita. Es lo que se ve: la silueta de un hombre grande, un poco encorvado. La cara iluminada por el reflejo azul y frío de una pantalla. A algunos metros de la garita hay tres perros. Están mojados, pero soportan la lluvia con estoicismo animal. Se le apaga la cara al tipo, se habrá quedado sin batería. Se endereza un poco, mira. Los perros. La casa vacía. La lluvia, que adentro de la garita debe ser atronadora y afuera es grave, atravesada de viento y de ramas que crujen. El mar está atrás de los médanos, pero se funde con la lluvia y es como si no estuviera. Lo que está es el tipo en la garita y los perros mojados y la casa enorme atrás. Se prende una luz azul cerca del termo, será el teléfono. El vigilante lo mira y se para. Empieza ponerse un piloto de nylon. Termina afuera, adentro no puede. Camina. Los perros se paran torpes, ha de pesarles el pelo empapado, y se alejan un poco más. Se baja la bragueta frente al tronco de un árbol. Sube vapor del chorro largo y lento. Uno de los perros se le acerca. Lo patea. Se cae el perro. Le pega otra vez. El animal gime agudo y vuelve rengo junto a los otros. Prende la lamparita, apoya una bolsa de nylon cerca de la ventana, la abre y saca un tupper. Come pálido, a la luz del teléfono. Dos de los perros se acercan a la garita. Se sientan en la puerta. El vigilante gira la cabeza hacia ellos y vuelve a la pantalla. Pasa una hora o pasan dos. Casi no se mueve hasta que estira un brazo. La mano queda afuera y tira los restos. Los animales comen y, ahora sí, van a guarecerse con el rengo abajo de unos arbustos. El teléfono se apaga. No juega más, si es que estaba jugando. Parece dormido, quieto en la silla de plástico blanca, con una frazada tapándole el pecho. Le cae un hilo de baba de la boca abierta: el teléfono se enciende y la ilumina. Duerme tranquilo. Tal vez confía en los perros. Pero le fallan, no ladran: se arrojan sobre la carne que les cae como la lluvia y lamen las manos de la mujer que obró el milagro. Sabe, ella, cómo sigue la rutina del tipo. Poco después del amanecer llega su reemplazo y se va. Los perros festejan el cambio de personal con saltitos. Camina tres kilómetros hasta su casa. Vive solo, con un televisor, dos sillas, una mesa, un catre, algunas armas y varias botellas vacías. Whisky toma. Lo sabe, la mujer, porque recuerda el aliento del tipo en la nuca. La visitaba en llamas, después de sus horas de parrilla, la desataba un rato, se le tiraba encima y le contaba sus proezas. Era un bocón, decían sus compañeros, y supo que por eso mismo le soltaron la mano hace poco. Cuando llega al rancho, más o menos a las ocho de la mañana, toma algunos tragos del pico y después se acuesta. Se levanta a la tarde. Come algo, se toma el primer whisky. Pasa por el bar. En el pueblo le conocen otro nombre. Y otra historia: que su mujer y su hijo murieron en un accidente y él tuvo problemas con el alcohol. Algunos suman y concluyen que manejaba el tipo, creen entender su mutismo y lo dejan en paz. Después del café, express, bien cargado, camina de vuelta a la garita. Cuando lo ven, los perros bajan las orejas, meten la cola entre las patas y tratan de irse atrás del otro vigilante, que los ahuyenta.
Hoy ya pasó todo eso. Este es el momento del desmayo. Ronca el tipo, se lo escucha aun bajo la lluvia. Ella se acerca. Tiene un arma en la mano. Lo empuja con el caño. El tipo se cae, queda desparramado en la garita. El termo se rompe y lo baña de whisky y vidrio finito y plateado. Se está mojando ella, lo mira un rato desde afuera y desde arriba. Se va. Y deja que los perros la sigan.
Kike Ferrari
La interferencia
Ella era una máquina lógica conectada a una interface equivocada.
Ricardo Piglia
Ella, Ángela, lo llama el crackle. Su discurso es enloquecido y paranoide. Debe ser eso, escribió en uno de los últimos mensajes que intercambiamos. El crackle. Mi gobierno trata de ocultarlo, pero las filtraciones son cada vez más frecuentes. ¿Qué?, respondí. Acá ya hubo uno, escribió ella, muy grande, en 1949, pero lograron esconderlo. Un momento fuera de quicio, escribió. Entonces supe que hablaba de lo que con Juan habíamos empezado a llamar, no del todo en serio, la Interferencia.
Las filtraciones son cada vez más frecuentes, escribió, y todas indican lo mismo: algo se está rompiendo. Un velo rasgado. Acá, decía el mensaje, lo llamamos el crackle.
Después supimos que hay quienes le dicen la brecha. El szünet. La grieta. Es llamativo —pensaré mucho después, ya durante el Aislamiento— que todos lo nombráramos en singular pese a que no se tratara de un solo evento. Son múltiples las interferencias: rupturas, porosidades, superposiciones, espirales y exudaciones temporales y espaciales.
Una serie de pliegues imprevistos, escribió Ángela.
Por ejemplo, las semanas en que nos estuvimos transmitiendo estática, los rayos —a pleno día y al sol— que subían en vez de bajar, los sonidos guturales y profundos en el cielo que los cristianos de los últimos días llamaron la Trompeta de Dios y los meteorólogos explicaron o intentaron explicar como un hecho aislado. Los cielomotos, dijeron, provocados por los movimientos de la atmósfera a gran altura son similares a los que ocurren en la tierra durante un terremoto, con el choque de placas solo que se producen cuando chocan masas de aire frío y caliente que provocan vibraciones y zumbidos de baja frecuencia.
Fueran lo que fueran —insistía Ángela, su voz desconocida latiendo en la pantalla de mi celular, en uno de los mensajes, cuando finalmente la pude leer— esos sonidos en el cielo coincidieron con las irregularidades en el agua. Y más: las nubes rojas, los rugidos animales surgidos de la tierra, los círculos concéntricos de ruido blanco en determinados puntos geográficos. Ahora esto: tu personaje y mi biografiado. La imposibilidad de localizarnos. Tu ciudad y la mía.
La ciudad y la ciudad, bromeé.
Y la ciudad.
Y la ciudad.
Y la ciudad.
Esa curva, respondió.
Ella lo llama el crackle. Nosotros, la interferencia. Otros la brecha, el szünet, la grieta.
Acá ya hubo uno muy grande allá por 1949, escribió Ángela, pero lograron esconderlo; yo lo investigué. Una serie de pliegues imprevistos, escribió también, en la tela recién planchada de la realidad.
En una noche cualquiera de un tiempo que visto desde ahora parece otra vida —cuando todo era más broma que sospecha, una de las tantas formas que habíamos encontrado con Juan de pensar los límites del realismo— yo volví de México con una valija cargada de libros. Había ido a presentar mi última novela.
(Ahora, mientras escribo esto, pienso que en cualquier otro momento podría haber dicho hace tantos meses, o en tal mes del año pasado pero que en esta temporalidad rota que estamos habitando el paso de los días dejó su lugar al paso de los eventos).
Entonces, entre esa noche en la que volví de México cargado de una resaca mediocre, una decisión que no hace a esta historia y una valija llena de libros hasta hoy, ya no median horas, días, semanas, meses sino la decisión transformada en hecho; la lectura; algunos mensajes con amigos distantes;