a la misma como una categoría política, en tanto se encuentra supeditada al marco de desarrollo e institucionalización de los Estados nacionales y al concepto liberal-demócrata de ciudadanía. Los jóvenes, en tanto sujetos de derecho según su edad, participarían de instituciones diseñadas para su segregación y diferenciación en su proceso de preparación psíquica, física y social a la adultez. Con ello, la noción de edad no agota su densidad en el referente biológico, adquiriendo valoraciones diferentes entre sociedades e, incluso, dentro de la misma (Reguillo, 2012). Por otra parte, las estructuras de las transiciones desde lo juvenil hacia lo adulto varían históricamente (Dávila y Ghiardo, 2005), generando tensiones entre aquellos discursos hegemónicos que hablan de una debida linealidad del proceso (primero estudiar, después trabajar, después el matrimonio, etc.), y las variadas y emergentes formas de hacerse adulto dentro de una misma generación.
La juventud, de esta manera, quedaría limitada por una idea un tanto rígida respecto de cómo los jóvenes son y deberían ser en función de sus roles latentes y aceptados. En dicho proceso, instituciones sociales como las iglesias han tomado durante la historia el rol de vigilar lo que consideran como desarrollo moral correcto de los individuos. Su presencia constante en instituciones formativas desde hace cientos de años, explica la centralidad que ha adquirido la religión en la concepción de lo juvenil en términos de valores, creencias, aptitudes y comportamientos. De ahí que no sea extraño que la emergencia de los jóvenes, en tanto actor que viene irrumpiendo con fuerza en la vida social desde las últimas décadas, haya tenido un correlato dentro del mundo religioso cristiano por medio de la creación de diferentes organismos adecuados a sus características particulares (pastorales juveniles, comunidades religiosas de jóvenes, grupos de estudio bíblico juveniles, etc.).
De igual forma, dentro del escenario de transformaciones aceleradas propias de la sociedad moderna, la religión se ve constantemente interpelada en torno a su relación con aquellos jóvenes que tendrán por misión la supervivencia de la religión del futuro. Esto es claramente perceptible dentro de aquellas instituciones religiosas tradicionales que perciben, en las transformaciones socioculturales recientes, un peligro en su propia reproducción. El mensaje del Concilio Vaticano II a los jóvenes es ejemplo patente de esto:
Porque sois vosotros los que vais a recibir la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia. Sois vosotros los que, recogiendo lo mejor del ejemplo y de las enseñanzas de vuestros padres y de vuestros maestros vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella.
En el caso de los jóvenes chilenos, estos se ven afectados de igual manera por los procesos de transformación sociocultural antes descritos. En tanto grupos sociales diferenciados que expresan múltiples y variadas significaciones en su manera de ser, las diversas juventudes experimentan de forma particular los procesos de individuación e individualización, así como las nuevas formas de articulación colectiva y participación política. Las instituciones religiosas, tradicionales o novedosas, interpretan dicha situación como un desafío y/o oportunidad, que obliga a renovar estrategias para fortalecer los vínculos con determinados segmentos de la juventud, que se asumen como reacios en materias de espiritualidad y fe. La distancia creciente que se percibe entre el mundo juvenil y el adulto posee un correlato en las diferencias que separan a los propios jóvenes de las instituciones y organizaciones sociales de antaño, las cuales han demostrado poseer dificultades a la hora de interpretar sus necesidades, anhelos y demandas. Lo anterior genera tensión entre los hombres y mujeres jóvenes que requieren configurar sus proyectos de vida a base de instituciones sociales, e iglesias y autoridades religiosas que necesitan con urgencia reformular y readecuarse a ellos ofreciendo lógicas de integración y de sentido eficientes (Silva, Romero y Peters, 2010).
No obstante, estas dificultades, que podrían ser interpretadas como síntomas de un proceso acelerado de disminución de la religión en las nuevas generaciones –una especie de evidencia de la teoría de la secularización en sus vertientes más tradicionales (Cantón, 2007)–, deben ser contextualizadas a la luz de algunos datos elaborados en nuestro país en las últimas décadas. En primer lugar, de acuerdo con cifras del Injuv (2012, 2015), si bien se ha producido un descenso en la identificación religiosa de los jóvenes desde la década del 90, desde un 91 % en 1997 hasta decrecer el año 2015 a un 51,6 % (Injuv, 2015), la mayor parte de los jóvenes continúa afirmándose como religioso. No obstante, la caída es más fuerte entre los jóvenes católicos que exhiben una disminución de 22 % en el mismo periodo de tiempo, alcanzando un 47 % en 2012 (Injuv, 2012). De igual modo, de acuerdo con el mismo indicador, el aumento de la no identificación religiosa entre 1997 y 2015 ha subido de un 8,3 % a un 48,3 % (Injuv, 2012, 2015). Por otra parte, es interesante destacar que, comparativamente, la identificación religiosa de los jóvenes tiende a ser más intensa entre los sectores de menos recursos (estratos socioeconómicos D y E alcanzan un 66,6 % y 69,5 % respectivamente), así como menor entre quienes poseen mayores niveles de educación (el 60,1 % de los jóvenes en educación superior se identifica con una religión, en comparación con el 67,2 % de los jóvenes con educación secundaria e inferior) (Injuv, 2012). Finalmente, es importante destacar que la concentración de jóvenes adherentes tiende a ser levemente más alta en el segmento más joven (un 70 % entre aquellos entre 15 y 19 años) y considerablemente más alta entre mujeres (71 % contra un 58 % de los hombres).
La adhesión religiosa de los jóvenes ha disminuido en las últimas décadas a la vez que ha crecido la opción de aquellos que se consideran ateos o que no creen en ninguna –aumento del 19 % al 32 % en jóvenes entre 18-24 años desde 2006 a 2018 (Encuesta Bicentenario, 2014, 2018)–. Sin embargo, más allá de estas grandes tendencias, las diferencias pueden ser considerables si tomamos en cuenta el estrato socioeconómico, la etapa formativa o el tipo de establecimiento escolar a que nos refiramos. Romero (2010), por ejemplo, menciona que, a partir de un estudio realizado por Cisoc-Bellarmino con alumnos secundarios en 2006, se logró establecer que el 46,6 % de los estudiantes de colegios laicos adhería al catolicismo, mientras que un 70,6 % de sus pares lo hacía en colegios católicos. Estos últimos, aunque considerables, mostraron a su vez una disminución de 11,6 % en un periodo de 15 años.
Lo anterior reafirma la complejidad y heterogeneidad que poseen los mundos juveniles al momento de analizar la vinculación de estos con la religión. Esto queda en evidencia cuando se intenta ir más allá de las adhesiones formales e institucionales y se entra al universo de las creencias. En un estudio realizado por Parker (2008), sobre creencias de jóvenes estudiantes universitarios de pregrado entre 17 y 26 años de universidades adscritas al Consejo de Rectores, logró enumerar casi 30 tipos de creencias de las cuales la mitad posee preferencias en más del 50 % de la muestra trabajada. Entre ellos destaca: Jesucristo (86 %), Dios (85 %), otra vida (77,4 %), Espíritu Santo (73,7 %), Biblia (73,4 %), extraterrestres (69,5 %), la Virgen María (69,4 %), el yoga (68,1), el Paraíso (64,8 %), las hierbas (64,4 %), los santos (64,2 %), los espíritus (64,1 %), el Diablo (57,2 %), la reencarnación (51,2 %), o la astrología (50,4 %). La diversidad aumenta en los porcentajes menores al punto de incluir nociones teológicas cristianas tradicionales como la idea del Purgatorio, formas de religiosidad popular como las animitas, o mecanismos de adivinación como el Tarot, el horóscopo o la quiromancia. Esta realidad es confirmada por el estudio realizado por Mide UC (2007), que logró establecer que cerca del 80 % de los estudiantes de primer año de la Pontificia Universidad Católica de Chile se declaraban creyentes religiosos. Estos alumnos/as, al igual que aquellos que participaron del estudio liderado por Parker (2008), pertenecen a aquella pequeña élite que comienza su periodo formativo en las instituciones de educación superior de mayor calidad en el país, interactuando con formas de pensamiento y participación que fomentan el espíritu crítico individual de los jóvenes. Sin embargo, la alta adhesión a las creencias se explica también por el carácter heterogéneo y flexible que poseen: si bien la mayoría son católicos (54,4 % de los encuestados), la diversidad de católicos presente (52,5 % son practicante, 37,2 % son observante y 10,4 % son nominales), hay que considerar la presencia de evangélicos y aquellos que son creyentes, pero sin una adhesión institucional clara (uno de cada cinco estudiantes se define en esta dimensión). El dato se vuelve más específico si se pregunta por la identificación respecto de algún tipo de espiritualidad (ignaciana, schoensttatiana, marista, marianista, salesiana,