Francisco González López

¡A esta santa Bárbara jamás me encomendé!


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amables y su hospitalidad afectuosa. A Lorena Franco, historiadora del arte, por compartir su visión de la mística barroca. Al personal de la Biblioteca Nacional de Colombia, en Bogotá, por su gran disposición en la búsqueda de los catálogos y publicaciones correspondientes.

      Gracias a Junot Barroso, de Patrimônio Cultural y Jussiane Silvestre Souza de la Casa Museu da Misericórdia de Bahía, Brasil. A Richard Sieber, del Museo de Arte de Filadelfia. A Saija Kainulainen, asistente de las colecciones pictóricas de la Agencia de Patrimonio Finlandés, Museo Nacional de Finlandia.

      A Tanja Gehring y Lisa Handel del Departamento de Manuscritos y Grabados Antiguos de la Universidad de Würzburg, Alemania. A Francisco de Assis Portugal Guimaráes, director del Sistema Universitario de Museos de la Universidad Federal de Bahía en Brasil.

      A Gloria, por el apoyo permanente, por sus revisiones, transcripciones y comentarios. Por los tiempos cedidos.

       El modo originario de inserción de la obra de arte en el sistema de la tradición encontró su expresión en el culto. Las obras de arte más antiguas surgieron, como sabemos, al servicio de un ritual que primero fue mágico y después fue religioso. Ahora bien, es de importancia decisiva el hecho de que esta existencia aurática de la obra de arte no llega nunca a separarse de la función ritual. En otras palabras: el valor único e insustituible de la obra de arte auténtica tiene siempre su fundamento en el valor ritual.

      Walter Benjamin (2003)

      ¿Qué motivación particular inspiró al artista neogranadino Gaspar de Figueroa en la segunda mitad del siglo XVII a pintar una de las primeras versiones del martirio de santa Bárbara en tierras americanas sin el protagonismo de la torre, la espada y el cáliz? ¿Qué hecho singular se dio en los talleres de arte de la actual región cundiboyacense para que las versiones locales de esa imagen constituyeran una singularidad en el contexto religioso de la Colonia? Y ¿por qué en ninguna otra de las posesiones coloniales españolas o portuguesas la imagen con la herida en el seno fue reproducida consistentemente? A casi cuatro siglos de su creación, esos interrogantes continúan sin respuesta y tal vez por ello se deba recurrir al campo de las hipótesis para delinear una aproximación convincente de los giros del culto de santa Bárbara en la Nueva Granada.

      Denominada por los historiadores del arte como santa Bárbara barroca, la imagen se constituyó en un verdadero modelo iconográfico inaugurado a partir de una serie de pinturas, realizadas principalmente en Santafé y Tunja, que la representaron en el instante del suplicio. Sea que los artistas hubieran dispuesto de estampas grabadas, imágenes sueltas o impresas en libros religiosos o de pinturas originales de la santa, lo cierto es que del taller de los Figueroa emergió por vez primera, entre los años 1630 y 1660, una pequeña obra en óleo sobre lienzo de 0,48 × 0,37, con la imagen de la mártir, de rodillas, a punto de ser decapitada por el verdugo y con un corte en el seno derecho (figura 1); posteriormente fue recreada en numerosas versiones, tanto en pintura como en escultura, siendo la más célebre la del escultor sevillano —jesuita por demás— Pedro Laboria, en 1740, con destino a la parroquia de Santa Bárbara, en la capital neogranadina. Una tradición continuada por numerosos artistas anónimos hasta despuntar el siglo XIX, la cual brindaría un prototipo de martirologio para la evangelización de los indígenas en las capillas doctrineras de los territorios coloniales hispanos y que aún hoy mantiene vivas las tradiciones procesionales y de veneración.

      La iconografía cristiana ha privilegiado durante siglos una constante en los atributos característicos de los personajes objeto de devoción; así fue como, a partir del siglo XIV, la mayoría de los santos se representaron bajo el canon de un signo propio. Para la muestra, las llaves del reino de los cielos que distingue a la figura de san Pedro, el león que acompaña a Marcos el evangelista y, de forma genérica, la palma del martirio y los instrumentos de suplicio: algunos llevan la cruz en la que habían sido colgados; otros, la lanza o la espada que les habían atravesado o el cuchillo con que les habían desollado (Mále, 2001, p. 316). Para los cristianos devotos, primero, y para los investigadores del arte, después, resulta familiar la imagen de un hombre atado al tronco de un árbol herido por flechas que identifica a san Sebastián, la parrilla a san Lorenzo, el cuchillo a san Bartolomé, la rueda con garfios a Catalina de Alejandría y la torre a santa Bárbara, para citar los más figurados. En otras circunstancias, la parte del cuerpo o el órgano afectados se han tornado en el distintivo particular del santo; así, los ojos de Lucía, los dientes de Apolonia y los senos de Águeda, entre muchos otros (figura 2):

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       Figura 1. Martirio de santa Bárbara. Óleo sobre lienzo. Gaspar de Figueroa, 1630-1660. Colección particular, Bogotá

      Fuente: fotografía de Francisco González López, 2020.

      El santo patrono y su emblema se habían convertido en signos jeroglíficos en los que no se debía cambiar nada. A finales de la Edad Media, los atributos de los santos se ven por doquier […] El culto de los santos patronos, pueril y conmovedor, tenía, como se ve, raíces muy profundas en el alma del pueblo. Al multiplicar la imagen de sus protectores, no dejaron de influir en el arte. Algunos de los atributos que se ven en las manos de los santos no se justifican por ningún paso de su vida, sino simplemente por ser patronos. (Mále, 2001, pp. 323-324)

      Ante esas anotaciones surgen nuevas preguntas: ¿existieron intercambios o apropiaciones de signos de las imágenes de santa Bárbara en el curso de la evangelización neogranadina? ¿Una forma de estigma que evocara la herida del costado de Cristo? ¿Tales cambios obedecieron a gustos locales o formaron parte de un mandato canónico? Estas incógnitas pueden despejarse mediante opiniones de expertos, como la adaptación o asimilación de grabados flamencos e italianos y la selección errada, consciente o inconsciente, de imágenes de otras santas con veneraciones similares adquiridas en los talleres de Sevilla y Cádiz antes del viaje a las Indias. Y acerca de la apariencia varonil de algunas imágenes de bulto halladas en templos de la otrora Nueva Granada, las hipótesis apuntan a la visión teológica medieval que atribuía caracteres masculinos a las representaciones de las mártires por la forma de aguantar los suplicios a las que eran sometidas. Una alusión para no perder de vista es el martirio de san Sebastián.

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       Figura 2. Santas Apolonia, Bárbara y Águeda, témpera en tabla, c. 1475/1500. Máster Alejo (¿Alejo Andía?)

      Fuente: Institute Art of Chicago. Referencia 1954.307.

      El largo camino del exvoto a la hagiografía

      En curso de sus pensamientos más primarios, los seres humanos han asumido diversas perspectivas hacia la enfermedad que los aflige; desde la concepción de espíritus que se apoderaban de los individuos hasta la contravención de un tabú, el criterio mágico interpretó de muchas maneras el origen de los males que abatían a los miembros de la sociedad primigenia. Con el paso del tiempo, esas creencias moldearon los fundamentos de los cultos religiosos basados en el vínculo entre el individuo y la divinidad, forjado mediante promesas y súplicas a cambio o en agradecimiento de un favor celestial: una relación “por voto” o “por promesa”. Relaciones de protección, de sanación y aun de certezas ante la cita ineludible con la muerte. A cambio de esos dones, se sacralizaron lugares y se erigieron templos para resguardar la memoria de los pactos sobrenaturales, lo que dio lugar a la aparición del exvoto o elemento votivo.

      Resulta difícil establecer con exactitud las fechas de origen de esa costumbre, así se disponga de innumerables restos arqueológicos provenientes