Millie Adams

Íntimo paraíso


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la miró con sorna.

      –Cara, olvidas que soy católico. No me divorciaré de ti.

      Capítulo 3

      DURANTE las dos semanas siguientes, Minerva no dejó de pensar en la súbita devoción católica de Dante. No podía hablar en serio. Su matrimonio debía tener fecha de caducidad, aunque solo fuera porque la idea de atarse a él hasta el final de sus días le parecía absurda. Al fin y al cabo, Dante jamás se habría casado con ella en otras circunstancias y, en cuanto a ella, querría estar con un hombre que la quisiera en algún momento.

      Sin embargo, era verdad que no se arrepentía de haberse inventado una historia tan enrevesada. Podría haber llamado a la policía cuando supo lo de Katie. Podría haber dejado a la niña en manos de las autoridades. Podría haber regresado a los Estados Unidos y haber seguido con su vida, lejos del peligroso Carlo. Pero se había acostumbrado a Isabella, y la quería tanto como si fuera suya.

      ¿Quién iba a pensar que Robert y el propio Dante se empeñarían en formalizar la situación, obligándola a casarse?

      De todas formas, el catolicismo de Dante dejó de preocuparle cuando se dio cuenta de que había una solución para su problema: que el matrimonio se declarara nulo. Por supuesto, eso implicaba que no se llegara a consumar, pero estaba convencida de que ninguno de los dos corría el peligro de dejarse caer en la tentación.

      Cuando llegó el día de la fiesta oficial de su compromiso, estaba casi triunfante. Su familia tenía la impresión de que iba a ser una boda de verdad y, como el novio era Dante Fiori, se lo habían tomado como si fuera todo un acontecimiento; pero Minerva sabía que no era ninguna de las dos cosas, así que se lo tomó con tranquilidad y quedó con su hermana para arreglarse el pelo, maquillarse y vestirse.

      –Necesitas dorado –dijo Violet con firmeza–. Sombra de ojos dorada, maquillaje dorado y un vestido dorado.

      –Pareceré la estatuilla de los Oscar –protestó Minerva.

      –Justo lo que debes parecer –comentó su hermana–. A fin de cuentas, eres el premio que Dante ha ganado.

      –¿Por qué dices eso, si crees que he sido yo quien se ha llevado el premio? Desde tu punto de vista, el premio es Dante.

      –Sí, reconozco que estuve encaprichada de él, pero ya lo he superado.

      –¿Te encaprichaste de él? –preguntó, sorprendida–. Vaya, no lo sabía.

      –Y tú también, según dice mamá.

      Min suspiró.

      –Está visto que las noticias vuelan en esta familia.

      –Dice que te ha gustado siempre…

      –Sí, es cierto –confesó Minerva–. Por eso lo seguía a todas partes.

      A decir verdad, Min no habría sabido definir lo que sentía por Dante. Siempre había tenido la necesidad de estar cerca de él y de mirarlo, como si fuera un león encerrado en una jaula. Quizá, porque era emocionante y salvaje, es decir, lo que ella no era. Quizá, porque tenía el aire de un dragón escapado de un cuento de hadas. Quizá, porque despertaba la naturaleza romántica de su corazón.

      Sin embargo, su romanticismo no tenía nada que ver con él y, desde luego, tampoco significaba que estuviera enamorada.

      –Bueno, eso ya no importa –replicó Violet–. Hace tiempo que dejé de estar encaprichada de Dante. Pero es muy guapo, ¿verdad?

      Minerva se ruborizó. De repente, se sentía culpable por casarse con un hombre que le gustaba a su hermana y, por si eso fuera poco, por casarse sin que le gustara de verdad.

      –Qué cosas digo… –continuó Violet–. Tú lo sabrás mejor que nadie, porque es obvio que lo habrás visto desnudo.

      El rubor de Minerva se volvió más intenso. No, nunca lo había visto desnudo, y no tenía ninguna intención de verlo.

      –En fin, vamos a prepararte para la boda.

      Violet se puso manos a la obra, y arregló a su hermana rápidamente.

      Cuando Minerva se miró en el espejo, le sorprendió que le hubiera dejado el pelo suelto por la parte atrás, cayendo en ondas sobre su espalda. Pero el estilo parcialmente informal era todo un acierto; en parte, porque le había echado algo que daba más brillo a su cabello castaño y, en parte, porque le había puesto una diadema dorada que daba un aspecto intencionado al conjunto, evitando la impresión de que lo llevaba así porque no sabía qué hacer con su pelo.

      En cuanto al vestido, no podía estar más contenta. Enfatizaba sus curvas al máximo y, como ella tenía poco pecho, el pronunciado escote resultaba de lo más elegante.

      –Me encanta –dijo, llevándose una mano al pelo.

      Violet alcanzó su mano, examinó sus dedos y declaró:

      –Espero que Dante te regale un anillo.

      –Oh. No lo había pensado.

      Su hermana entrecerró los ojos.

      –¿Quieres casarte con él, verdad?

      –Necesito casarme con él. Lo necesito desesperadamente.

      –Excelente.

      Momentos después, Violet le dio el calzado que había elegido para ella. Y Min se alegró de que no fueran zapatos de tacón de aguja, sino unas sandalias tan cómodas como bonitas, que la hacían sentirse extrañamente grácil.

      Concluidos los preparativos, dejó a su hermana con intención de bajar a la fiesta y, cuando ya había llegado a la escalera, se encontró con su madre.

      –Vaya, me dirigía a tu habitación en este mismo momento…

      Elizabeth King era una mujer extraordinariamente bella, aunque se parecía más a Violet y a Maximus que a Minerva. Por supuesto, nadie habría podido negar que eran de la misma familia, pero sus padres y sus hermanos tenían rasgos más clásicos que los suyos, y siempre se había sentido maltratada por la genética.

      Por ejemplo, su nariz era como la de su madre, pero más larga. Y donde los demás tenían pómulos que parecían esculpidos en piedra, ella los tenía redondeados que le daban cierto aire rollizo a pesar de su complexión delgada y de que no le sobraba ni un gramo de grasa en todo el cuerpo.

      –Pues estoy aquí –replicó Minerva.

      –Y estás preciosa –dijo su madre–. ¿Preparada?

      –Sí ¿Es que no lo parezco? –preguntó, sintiéndose horrorosamente insegura.

      –Por supuesto que sí. No pretendía insinuar lo contrario… ¿Estás bien, Minerva? ¿Seguro que te quieres casar? Porque, si no quieres, hablaré con tu padre y suspenderemos la boda. Sé que se enfadará e insistirá en que Dante haga lo que considera correcto, pero no debes casarte si no estás enamorada de él.

      Minerva sonrió para sus adentros, consciente de que su madre solo quería lo mejor para ella. Pero también fue consciente de que su felicidad era lo que menos importaba.

      Siempre había sido así, y estaba tan acostumbrada que ya ni le dolía.

      Su madre era una antigua modelo de pasarela; Violet se había convertido en una magnate de los negocios y Maximus había multiplicado la fortuna de su padre, uno de los empresarios más famosos del mundo. Todos brillaban con luz propia. Todos eran un diamante pulido. ¿Y qué era ella? Una privilegiada que disfrutaba de la vida con el dinero de su familia, una niña rica de quien nadie esperaba nada.

      Sin embargo, Isabella y Carlo habían cambiado la opinión que tenía de sí misma. Gracias a ellos, había descubierto que era capaz de luchar cuando las cosas se ponían mal. Había aprendido que tenía el carácter necesario para afrontar los problemas.

      –No te preocupes por mí –dijo a su madre–. Sé lo que estoy haciendo.