Serguéi Dovlátov

La maleta


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la maleta. Las bolitas de naftalina rodaron deslizándose por su interior. Mis co­sas se amontonaban sobre la mesa de la cocina. Era todo lo que había ­conseguido reunir al cabo de treinta y seis años. Al cabo de toda una vida en mi patria. Me pregunté: ¿de verdad? ¿Es esto todo? Y me respondí: sí, esto es todo.

      En aquel momento, como suele decirse, me asaltaron los recuerdos. Segura­mente se hallaban agazapados entre los pliegues de aquellos trapos miserables. Y ahora se habían dado a la fuga. Recuerdos que deberían llevar por título «Entre Marx y Brodski». O, digamos, «Mis posesiones». O quizá, simplemente, «La maleta»…

      A todo esto, una vez más, el prólogo se ha alargado en exceso.

      Calcetines finlandeses de crespón

      La historia sucedió hace dieciocho años. En aquella época yo era estudiante en la Univer­sidad de Leningrado.

      Los edificios de la universidad se hallan en la parte vieja de la ciudad. La combinación de agua y piedra otorga a esa zona cierta atmósfera de grandeza, la convierte en algo singular. No es fácil ser un holgazán en semejante ambiente, pero yo lo conseguía.

      Existen en el mundo ciencias exactas. Y también, como es lógico, otras poco o nada exactas. Siempre he creído que, entre las poco o nada exactas, la filología ocupa una posición privilegiada. Así que me matriculé en la Facultad de Filología.

      Una semana después, se enamoró de mí una chica esbelta que llevaba zapa­tos de importación. Se llamaba Asya.

      Asya me presentó a sus amigos. Todos eran mayores que nosotros: ingenie­ros, periodistas, operadores de cámara. Entre ellos había incluso un director de almacén de abastos. Aquellos individuos vestían bien. Les gustaban los restaurantes, los viajes. Algunos hasta tenían coche propio.

      Por aquel entonces, casi todos se me antojaban enigmáticos, poderosos y seductores. Yo aspiraba a ser un miembro más de aquel grupo.

      Más tarde, muchos de ellos emigraron. Ahora, ancianos ya, son judíos normales y corrientes.

      Nuestro estilo de vida exigía grandes gastos. Lo más normal era que los amigos de Asya corrieran con ellos. Aquello me llenaba de vergüenza.

      Recuerdo al doctor Logovinski depositando subrepticiamente cuatro ru­blos en mi mano mientras Asya pedía un taxi por teléfono…

      Se puede clasificar a la gente en dos categorías: unos preguntan, otros responden. Los unos formulan preguntas. Y los otros fruncen el ceño, irritados, como respuesta.

      Los amigos de Asya no hacían preguntas. Y yo, lo único que hacía era pregun­tar.

      —¿Dónde has estado? ¿Quién era ese al que has saludado en el metro? ¿De dónde has sacado ese perfume francés?

      La mayor parte de la gente considera irresolubles todos aquellos problemas cuya solución no es de su gusto. Y hace preguntas a todas horas, aunque en forma alguna esté dispuesta a escuchar respuestas sinceras…

      En pocas palabras, que me comportaba como un cretino, sin venir a cuento.

      Comencé a tener deudas, que se incrementaron en progresión geométrica. En torno a noviembre, debía ochenta rublos, una cantidad disparatada por aquel enton­ces.

      Supe por fin lo que era una casa de empeños, con sus recibos, sus colas, su atmós­fera de desesperación y de miseria.

      Mientras Asya permanecía a mi lado, conseguía no pensar en el asunto. Pero tan pronto nos despedíamos, los pensamientos acerca de mis deudas rondaban a mi alrededor como negros nubarrones.

      Me despertaba con la convicción de ser un desgraciado. Durante horas me sentía incapaz de vestirme. Planeé muy seriamente asaltar una joyería.

      Saqué en conclusión que lo único que se le pasa por la cabeza a un enamorado indigente son proyectos criminales.

      En esa época, mi rendimiento académico se resintió de manera notoria. Asya siempre había sido mala estudiante. En el decanato comenzaron a poner en cuestión la moralidad de nuestros principios.

      Pude entender entonces que, cuando un hombre está enamorado y tiene deudas, siem­pre se ponen en cuestión sus principios morales.

      En pocas palabras: que la situación era horrible.

      En una ocasión, vagabundeaba yo por la ciudad a la caza de seis rublos. Tenía que sacar mi abrigo de invierno de la casa de empeños. Y allí me encontré con Fred Kolésnikov.

      Fred fumaba con los codos apoyados sobre el pasamanos de latón de la tienda Yeliséyevski. Yo sabía que era estraperlista, porque Asya nos había presen­tado ya.

      Era un joven alto, de unos veintitrés años, con la piel de un color poco saludable. Mientras hablaba, se alisaba nerviosamente el pelo.

      Sin pensármelo mucho, me le acerqué.

      —¿Podría usted prestarme seis rublos hasta mañana?

      Cuando pedía dinero prestado, empleaba siempre un tono más o menos incidental, para que a la gente le resultara más fácil decirme que no.

      —Eso está hecho —dijo Fred, mientras sacaba una carterita cuadrada.

      Sentí no haberle pedido más.

      —Si necesita más… —dijo.

      Entonces dije que no, como un idiota.

      Fred me miró con curiosidad.

      —Vayamos a comer. Me gustaría invitarle.

      Se comportaba de manera sencilla, natural. Siempre he sentido envidia por los que consiguen hacerlo.

      Caminamos tres manzanas hasta el restaurante La Gaviota. El salón estaba desierto. Los camareros fumaban sentados en torno a una mesita, en un lateral.

      Las ventanas estaban abiertas de par en par. El viento agitaba los visillos.

      Elegimos un rincón apartado. De camino a él, un jovenzuelo con una chaqueta plateada de poliéster detuvo a Fred. Mantuvieron una críptica conversación.

      —Saludos.

      —Mis respetos —respondió Fred.

      —¿Cómo va el asunto?

      —Nada, de momento.

      El jovenzuelo, contrariado, levantó las cejas.

      —¿Nada de nada?

      —Nada en absoluto.

      —Se lo he pedido por favor.

      —Créame que lo lamento.

      —Pero ¿puedo contar con ello?

      —Sin duda.

      —Esta semana me vendría de perlas.

      —Lo intentaré.

      —¿Me lo garantiza?

      —No puedo darle garantía alguna. Pero lo intentaré.

      —Producción extranjera, supongo.

      —Por supuesto.

      —Llámeme cuando lo tenga.

      —Sin falta.

      —¿Recuerda mi número de teléfono?

      —Lamentablemente, no.

      —Anótelo, por favor.

      —Con mucho gusto.

      —Aunque mejor que no toquemos el tema por teléfono.

      —Estoy de acuerdo.

      —¿Quizá pudiera usted pasarse directamente con la mercancía?

      —Sería lo mejor.

      —¿Recuerda la dirección?

      —Me