Leopoldo Alas

La Regenta


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      Ana observaba mucho. Se creía superior a los que la rodeaban, y pensaba que debía de haber en otra parte una sociedad que viviese como ella quisiera vivir y que tuviese sus mismas ideas. Pero entre tanto Vetusta era su cárcel, la necia rutina, un mar de hielo que la tenía sujeta, inmóvil. Sus tías, las jóvenes aristócratas, las beatas, todo aquello era más fuerte que ella; no podía luchar, se rendía a discreción y se reservaba el derecho a despreciar a su tirano, viviendo de sueños.

      Pero Crespo era una excepción, un amigo verdadero, que entendía a medias palabras lo que las tías, el barón, etc., etc., no hubieran entendido en tomos como casas.

      A don Tomás le llamaban Frígilis , porque si se le refería un desliz de los que suelen castigar los pueblos con hipócritas aspavientos de moralidad asustadiza, él se encogía de hombros, no por indiferencia, sino por filosofía, y exclamaba sonriendo:

      —¿Qué quieren ustedes? Somos frígilis ; como decía el otro.

      Frígilis quería decir frágiles. Tal era la divisa de don Tomás: la fragilidad humana.

      Él mismo había sido frágil. Había creído demasiado en las leyes de la adaptación al medio. Pero de esto ya se hablará en su día. Ocho años más adelante brillaba en todo su esplendor su noble manía de perdonarlo todo.

      Era sagaz para buscar el bien en el fondo de las almas, y había adivinado en Anita tesoros espirituales.

      —Mire usted, don Víctor—le decía a su amigo—esa niña merece un rey, y por lo menos un magistrado que pronto será Regente, como usted, v. gr. Figúrese usted una mina de oro en un país donde nadie sabe explotar las minas de oro; eso es Anita en mi querida Vetusta. En Vetusta lo mejor es el arbolado.

      —Deje usted la flora, don Tomás.

      —Tiene usted razón, me pierdo.... Decía que Anita es una mujer de primer orden. ¿Ve usted qué hermoso es su cuerpecito que le tiene a usted hecho un caramelo? Pues cuando vea usted su alma, se derretirá como ese caramelo puesto al sol. Debo advertir a usted que para mí un alma buena no es más que un alma sana; la bondad nace de la salud.

      —Es usted un poco materialista, pero yo no me enfado. Decía usted que la niña....

      —¡Soy cuerno! señor mío; y usted dispense. A mí no hay que ponerme motes. Aborrezco los sistemas. Lo que digo es que sólo creo en la bondad que da la naturaleza; a un árbol la salud ha de entrarle por las raíces... pues es lo mismo, el alma....

      Y seguía filosofando para venir a parar en que Anita era la mejor muchacha de Vetusta.

      Crespo, según él dijo, tomó un día por su cuenta a la joven para recomendarle al señor Quintanar.

      «Era el único novio digno de ella. Los cuarenta años y pico eran como los de los árboles que duran siglos, una juventud, la primera juventud. Más viejo es un perro de diez años que un cuervo de ciento, si es cierto que los cuervos duran siglos».

      Ana apreciaba en mucho los consejos de Frígilis. Admitió el trato de Quintanar, pero a beneficio de inventario y con las demás condiciones que había impuesto a don Cayetano; no sabrían nada las tías. Don Víctor aceptó aquella manera de ser pretendiente.—Mire usted—decía Frígilis—el secretillo es la salsa de estos negocios; la chica picará más pronto... ya verá usted como pica....

      Ana pasaba el tiempo sin sentir al lado de Quintanar.

      «Tenía ideas puras, nobles, elevadas y hasta poéticas».

      No se teñía las canas, era sencillo, aunque en el lenguaje algo declamador y altisonante. Este vicio lo debía a los muchos versos de Lope y Calderón que sabía de memoria; le costaba trabajo no hablar como Sancho Ortiz o don Gutierre Alfonso.

      Pero a solas se decía Anita:—«¿No es una temeridad casarse sin amor? ¿No decían que su vocación religiosa era falsa, que ella no servía para esposa de Jesús porque no le amaba bastante? Pues si tampoco amaba a don Víctor, tampoco debía casarse con él».

      Consultado Ripamilán, contestó:

      —«Que entre un magistrado, que no es Presidente de Sala siquiera, y el Salvador del mundo, había mucha diferencia. ¿No confesaba Anita que le agradaba don Víctor? Sí. Pues cada día le encontraría más gracia. Mientras que en el convento, la que empieza sin amor acaba desesperada».

      Don Cayetano, que sabía ponerse serio, llegado el caso, procuró convencer a su amiguita de que su piedad, si era suficiente para una mujer honrada en el mundo, no bastaba para los sacrificios del claustro.

      —«Todo aquello de haber llorado de amor leyendo a San Agustín y a San Juan de la Cruz no valía nada; había sido cosa de la edad crítica que atravesaba entonces. En cuanto a Chateaubriand, no había que hacer caso de él. Todo eso de hacerse monja sin vocación, estaba bien para el teatro; pero en el mundo no había Manriques ni Tenorios, que escalasen conventos, a Dios gracias. La verdadera piedad consistía en hacer feliz a tan cumplido y enamorado caballero como el señor Quintanar, su paisano y amigo».

      Ana renunció poco a poco a la idea de ser monja. Su conciencia le gritaba que no era aquél el sacrificio que ella podía hacer. El claustro era probablemente lo mismo que Vetusta; no era con Jesús con quien iba a vivir, sino con hermanas más parecidas de fijo a sus tías que a San Agustín y a Santa Teresa. Algo se supo en el círculo de la nobleza de las «veleidades místicas» de Anita, y las que la habían llamado Jorge Sandio no se mordieron la lengua y criticaron con mayor crueldad el nuevo antojo.

      Se confesaba que era virtuosa, en cuanto no se le conocía ningún trapicheo ; pero esto era poco para creerse con vocación de santa.

      «¿Por ventura las demás eran unas tales?».

      —Es guapa, pero orgullosa—decía la baronesa tronada, que tenía a su marido y a su hijo enamorados en vano de la sobrinita.

      No fue Ana quien apresuró su resolución, como esperaba Frígilis; fueron las tías que descubrieron un novio para la niña. El nuevo pretendiente era el americano deseado y temido, don Frutos Redondo, procedente de Matanzas con cargamento de millones. Venía dispuesto a edificar el mejor chalet de Vetusta, a tener los mejores coches de Vetusta, a ser diputado por Vetusta y a casarse con la mujer más guapa de Vetusta. Vio a Anita, le dijeron que aquella era la hermosura del pueblo y se sintió herido de punta de amor. Se le advirtió que no le bastaban sus onzas para conquistar aquella plaza. Entonces se enamoró mucho más. Se hizo presentar en casa de las Ozores y pidió a doña Anuncia la mano de la sobrina.

      Después doña Anuncia se encerró en el comedor con doña Águeda, y terminada la conferencia compareció Anita. Doña Anuncia se puso en pie al lado de la chimenea pseudo-feudal: dejó caer sobre la alfombra La Etelvina , novela que había encantado su juventud, y exclamó:

      —Señorita... hija mía; ha llegado un momento que puede ser decisivo en tu existencia. (Era el estilo de La Etelvina. ) Tu tía y yo hemos hecho por ti todo género de sacrificios; ni nuestra miseria, a duras penas disimulada delante del mundo, nos ha impedido rodearte de todas las comodidades apetecibles. La caridad es inagotable, pero no lo son nuestros recursos. Nosotras no te hemos recordado jamás lo que nos debes (se lo recordaban al comer y al cenar todos los días), nosotras hemos perdonado tu origen, es decir, el de tu desgraciada madre, todo, todo ha sido aquí olvidado. Pues bien, todo esto lo pagarías tú con la más negra ingratitud, con la ingratitud más criminal, si a la proposición que vamos a hacerte contestaras con una negativa... incalificable.

      —Incalificable—repitió doña Águeda—. Pero creo inútil todo este sermón—añadió—porque la niña saltará de alegría en cuanto sepa de lo que se trata.

      —Eso quiero; saber en qué puedo yo servir a ustedes a quien tanto debo.

      —Todo.—Sí, todo, querida tía.

      —Como supongo—prosiguió doña Anuncia—que ya no te acordarás siquiera