cansancio.
Cuando uno se volvía sobre el costado derecho, con la mano debajo de la cabeza, sentía deseos de dormir. Pero uno quería volver a levantarse, con la barbilla erguida, sólo para volver a caer en una zanja más profunda. Con el brazo extendido y las piernas abiertas, uno quería lanzarse al aire, y caer sin duda en una zanja aún más honda. Y nos hubiera gustado seguir indefinidamente con este juego.
Cuando llegábamos a las últimas alcantarillas no nos preocupaba la mejor manera de echarnos para dormir, especialmente si estábamos de rodillas y permanecíamos de espaldas, como enfermos con ganas de llorar. Parpadeábamos a veces, cuando algún niño con las manos en la cintura saltaba con sus oscuras suelas del talud al camino, por encima de nosotros.
La luna había alcanzado ya una cierta altura y alumbraba el paso del coche correo. Una suave brisa comenzaba a soplar en todas partes, también se la sentía en el fondo de las zanjas; en las cercanías, el bosque empezaba a susurrar. Entonces uno no sentía tantos deseos de estar solo.
—¿Dónde estáis?
—¡Venid aquí!
—¡Todos juntos!
—¿Por qué te escondes? Déjate de tonterías.
—¿No has visto que ya pasó el correo?
—¡No! ¿Ya pasó?
—¡Naturalmente! Pasó por el camino mientras dormías.
—¿Yo dormía? No puede ser.
—Cállate, si se te ve en la cara.
—Pues te digo que no.
—Ven.
Corríamos más apretados, algunos se daban la mano, llevábamos la cabeza lo más erguida que podíamos, porque el camino bajaba. Alguien lanzaba el grito de guerra de las pieles rojas, nuestras piernas se lanzaban a galopar como nunca; al saltar, el viento nos cogía por la cintura. Nada hubiera podido detenernos; corríamos con tal ímpetu que aún cuando alcanzábamos a alguno podíamos cruzar los brazos y mirar tranquilamente en derredor.
Nos deteníamos junto al puente del arroyo; los que habían seguido corriendo, volvían. Debajo, el agua golpeaba contra las piedras y las raíces como si no hubiera anochecido aún. No había ningún motivo para que alguno de nosotros no saltara sobre el parapeto del puente.
Detrás del follaje distante pasaba un tren, los vagones estaban iluminados, las ventanillas herméticamente cerradas. Uno de nosotros comenzaba a entonar una canción callejera; pero todos queríamos cantar. Cantábamos mucho más rápido que el tren, nos cogíamos del brazo, porque las voces no bastaban; nuestros cantos se unían en un estrépito que nos hacía bien. Cuando uno mezcla su voz con la de los demás, es como si se lo llevaran con un anzuelo.
Así cantábamos, de espaldas al bosque, para los oídos de los viajeros lejanos. En el pueblo, los mayores estaban despiertos todavía, las madres preparaban las camas para la noche.
Ya era hora. Besaba al que estaba a mi lado, daba la mano a los tres que estaban más cerca, y echaba a correr por el camino; nadie me llamaba. En el primer cruce, donde ya no podían verme, me volvía y retornaba corriendo al bosque, iba hacia la ciudad, que quedaba hacia el sur del bosque; de ella decían en nuestro pueblo:
—Allí sí hay gente extraña. Imagínense que no duermen.
—¿Y por qué no duermen?
—Porque no están nunca cansados.
—¿Y por qué no?
—Porque son tontos.
—¿Y los tontos no se cansan?
—¿Cómo van a cansarse los tontos?
R
Desenmascaramiento de un embaucador
Por fin, hacia las diez de la noche, llegué con aquel hombre a quien apenas conocía y que no se había despegado de mí durante dos largas horas de paseos callejeros, ante la casa señorial donde tendría lugar una reunión a la que estaba invitado.
—Bueno —dije, y junté ruidosamente las palmas de las manos, para indicarle la necesaria inminencia de una despedida.
Ya había hecho algunas tentativas menos explícitas y estaba bastante cansado.
—¿Piensa entrar ya? —me preguntó.
De su boca surgía un ruido como de dientes entrechocados.
—Sí.
Yo estaba invitado; ya se lo había dicho una vez. Pero invitado a entrar en esa casa, donde tantos deseos tenía de entrar, y no a quedarme allí, ante la puerta, mirando más allá de la cabeza de mi interlocutor, guardando silencio como si hubiéramos decidido quedarnos siempre en ese lugar. Ya compartían ese silencio las casas que nos rodeaban, y la oscuridad que de ellas ascendía hasta las estrellas. Y los pasos de algún transeúnte invisible, cuyo destino no se sentía ganas de investigar; el viento, que azotaba insistentemente el lado opuesto de la calle, un gramófono que cantaba detrás de la ventana cerrada de alguna habitación... todos querían participar de este silencio, como si les hubiera pertenecido desde siempre.
Y mi acompañante se suscribía en su nombre, y después de una sonrisa, también en el mío, extendiendo hacia arriba el brazo derecho, contra la pared, y apoyando la cara en ella, con los ojos cerrados.
Pero no quise ver el final de esa sonrisa, porque de pronto se apoderó de mí la vergüenza. Sólo ante esa sonrisa me había dado cuenta de que el hombre era un embaucador, y nada más. Y sin embargo hacía meses que me encontraba en esa ciudad, creía conocer perfectamente a estos embaucadores, que de noche vienen hacia nosotros con las manos extendidas, como taberneros, surgiendo de calles secundarias; que rondan constantemente en torno de los postes de propaganda, a nuestro lado, como si jugaran al escondite, y nos espían desde el otro lado del poste, al menos con un ojo; que de pronto aparecen en las esquinas, cuando estamos indecisos, sobre el borde de la acera. Sin embargo, yo los comprendía perfectamente, porque eran las primeras personas que había conocido en los pequeños albergues de la ciudad, y a ellos les debía los primeros signos de una intransigencia que siempre me había parecido una cualidad tan universal, y que ahora comenzaba a asomar en mí. ¡Cómo se adherían a uno, a pesar de que uno se alejaba de ellos, aun cuando uno les negaba la más mínima esperanza! ¡Cómo no se desalentaban, cómo no cejaban, e insistían en mirarnos con rostros que aun desde lejos seguían siendo suplicantes! Y sus recursos eran siempre los mismos: se colocaban ante nosotros, lo más visiblemente posible; trataban de impedir que fuéramos donde quisiéramos; nos ofrecían en cambio un asilo en su propio pecho, y cuando por fin el sentimiento contenido dentro nuestro estallaba, lo aceptaban dichosos, como si fuera un abrazo en el que impetuosamente se sumergían.
Y yo había sido capaz de estar tanto tiempo al lado de ese hombre sin reconocer el viejo juego. Me froté las manos, para borrar la infamia.
Pero el hombre seguía inclinado hacia mí, como antes, considerándose aún un perfecto embaucador; su complacencia ante su propio destino le coloreaba la mejilla descubierta.
—¡Descubierto! —le dije, y lo palmeé suavemente en el hombro. Luego subí con rapidez la escalinata, y los rostros de los criados en el vestíbulo, desinteresadamente afectuosos, me alegraron como una hermosa sorpresa. Los contemplé uno por uno, mientras que me quitaban el abrigo y me limpiaban los zapatos. Respirando con alivio, y con el cuerpo erguido, entré en la sala.
R
El paseo repentino
Cuando decidido definitivamente a pasar la velada en casa, cuando se ha puesto la chaqueta más cómoda, se ha sentado después de la cena frente a la mesa iluminada, y comenzado algún trabajo o algún juego, después del cual podrá irse tranquilamente a la cama, como de costumbre; cuando afuera hace mal tiempo, y quedarse en casa parece lo más natural; cuando ya hace tanto tiempo que se está sentado junto a la mesa que el mero hecho