ni menos —dijo Lesbia— M. de Cocureau, futuro miembro del Instituto!
Siguió el sabio:
—Afirma San Jerónimo que en tiempo de Constantino Magno se condujo a Alejandría un sátiro vivo, siendo conservado su cuerpo cuando murió.
Además, viole el emperador en Antioquía.
Lesbia había vuelto a llenar su copa de menta, y humedecía la lengua en el licor verde como lo haría un animal felino.
—Dice Alberto Magno que en su tiempo cogieron a dos sátiros en los montes de Sajonia. Enrico Zormano asegura que en tierras de Tartaria había hombres con sólo un pie, y sólo un brazo en el pecho. Vincencio vio en su época un monstruo que trajeron al rey de Francia; tenía cabeza de perro; (Lesbia reía) los muslos, brazos y manos tan sin vello como los nuestros; (Lesbia se agitaba como una chicuela a quien hiciesen cosquillas) comía carne cocida y bebía vino con todas ganas.
—¡Colombine! —gritó Lesbia—. Y llegó Colombine, una falderilla que parecía un copo de algodón. Tomola su ama, y entre las explosiones de risa de todos:
—¡Toma, el monstruo que tenía tu cara!
Y le dio un beso en la boca, mientras el animal se extremecía e inflaba las naricitas como lleno de voluptuosidad.
—Y Filegón Traliano —concluyó el sabio elegantemente— afirma la existencia de dos clases de hipocentauros: una de ellas come elefantes. Además…
—Basta de sabiduría —dijo Lesbia. Y acabó de beber la menta.
Yo estaba feliz. No había desplegado mis labios.
—¡Oh —exclamé— para mí, las ninfas! Yo desearía contemplar esas desnudeces de los bosques y de las fuentes, aunque como Acteón, fuese despedazado por los perros. Pero las ninfas no existen.
Concluyó aquel concierto alegre, con una gran fuga de risas, y de personas.
—Y ¡qué! —me dijo Lesbia, quemándome con sus ojos de faunesa y con voz callada como para que sólo yo la oyera— ¡las ninfas existen, tú las verás!
R
Era un día primaveral. Yo vagaba por el parque del castillo, con el aire de un soñador empedernido. Los gorriones chillaban sobre las lilas nuevas y atacaban a los escarabajos que se defendían de los picotazos con sus corazas de esmeralda, con sus petos de oro y acero. En las rosas el carmín, el bermellón, la onda penetrante de perfumes dulces; más allá las violetas, en grandes grupos, con su color apacible y su olor a virgen. Después, los altos árboles, los ramajes tupidos llenos de mil abejeas, las estatuas en la penumbra, los discóbolos de bronce, los gladiadores musculosos en sus soberbias posturas gímnicas, las glorietas perfumadas cubiertas de enredaderas, los pórticos, bellas imitaciones jónicas, cariátides todas blancas y lascivas, y vigorosos telamones del orden atlántico, con anchas espaldas y muslos gigantescos. Vagaba por el laberinto de tales encantos cuando oí un ruido, allá en lo oscuro de la arboleda, en el estanque donde hay cisnes blancos como cincelados en alabastro y otros que tienen la mitad del cuello del color del ébano, como una pierna alba con media negra.
Llegué más cerca. ¿Soñaba? ¡Oh Numa! Yo sentí lo que tú, cuando viste en su gruta por primera vez a Egeria.
Estaba en el centro del estanque, entre la inquietud de los cisnes espantados, una ninfa, una verdadera ninfa, que hundía su carne de rosa en el agua cristalina. La cadera a flor de espuma parecía a veces como dorada por la luz opaca que alcanzaba a llegar por las brechas de las hojas. ¡Ah!, yo vi lirios, rosas, nieve, oro; vi un ideal con vida y forma y oí entre el burbujeo sonoro de la linfa herida, como una risa burlesca y armoniosa, que me encendía la sangre.
De pronto huyó la visión, surgió la ninfa del estanque, semejante a Citerea en su onda, y recogiendo sus cabellos que goteaban brillantes, corrió por los rosales tras las lilas y violetas, más allá de los tupidos arbolares, hasta ocultarse a mi vista, hasta perderse, ay, por un recodo; y quedé yo, poeta lírico, fauno burlado, viendo a las grandes aves alabastrinas como mofándose de mí, tendiéndome sus largos cuellos en cuyo extremo brillaba bruñida el ágata de sus picos.
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Después, almorzábamos juntos aquellos amigos de la noche pasada, entre todos, triunfante, con su pechera y su gran corbata oscura, el sabio obeso, futuro miembro del Instituto.
Y de repente, mientras todos charlaban de la última obra de Fremiet en el salón, exclamó Lesbia con su alegre voz parisiense.
—¡Té!, como dice Tartarín: ¡el poeta ha visto ninfas!… —La contemplaron todos asombrados, y ella me miraba, me miraba como una gata, y se reía, se reía, como una chicuela a quien se le hiciesen cosquillas.
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EL FARDO
Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que separa las aguas y los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal iba quedando en quietud; los guardas pasaban de un punto a otro, las gorras metidas hasta las cejas, dando aquí y allá sus vistazos. Inmóvil el enorme brazo de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las casas. El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.
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Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la mañana se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque cojín cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra, y, con la pipa en la boca, veía triste el mar.
—Eh, tío Lucas, ¿se descansa?
—Sí, pues, patroncito.
Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place entablar con los bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo fortificante, la que da la buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviendo de la viña.
Yo veía con cariño a aquel rudo viejo, y le oía con interés sus relaciones, así, todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo resistencias para ir con su rifle hasta Miraflores! Y es casado, y tuvo un hijo, y…
Y aquí el tío Lucas:
—Sí, patrón, ¡hace dos años que se me murió!
Aquellos ojos, chicos y relumbrantes bajo las cejas grises y peludas, se humedecieron entonces.
—¿Que cómo se me murió? En el oficio, por darnos de comer a todos; a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo.
Y todo me lo refirió, al comenzar aquella noche, mientras las olas se cubrían de brumas y la ciudad encendía sus luces; él, en la piedra que le servía de asiento, después de apagar su negra pipa y de colocársela en la oreja y de estirar y cruzar sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por los sucios pantalones arremangados hasta el tobillo.
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El muchacho era muy honrado y muy de trabajo. Se quiso ponerlo a la escuela desde grandecito; ¡pero los miserables no deben aprender a leer cuando se llora de hambre en el cuartucho!
El tío Lucas era casado, tenía muchos hijos.
Su mujer llevaba la maldición del vientre de las pobres: la fecundidad. Había, pues, mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de frío; era preciso ir a llevar qué comer, a buscar harapos, y para eso, quedar sin alientos y trabajar como un buey. Cuando el hijo creció, ayudó al padre. Un vecino, el herrero, quiso enseñarle su industria; pero como entonces era tan débil, casi una armazón de huesos, y en el fuelle tenía que echar el bofe, se puso enfermo, y volvió al conventillo. ¡Ah, estuvo muy enfermo! Pero no murió. ¡No murió! Y eso que vivían en