Sigmund Freud

Sigmund Freud: Obras Completas


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      En Viena hemos tenido ya repetidas ocasiones de comprobar que la importancia intelectual de un profesor académico nos trae consigo necesariamente aquel influjo sobre las jóvenes generaciones que se exterioriza en la creación de una escuela importante y numerosa. Si Charcot fue mucho más feliz a este respecto, hemos de atribuirlo a sus cualidades personales, al intenso atractivo de su figura y de su palabra, a la amable franqueza que caracterizaba su conducta para con todos en cuanto el trato había traspasado su primer estadio de desconocimiento mutuo, a la afabilidad con que ponía a disposición de sus discípulos todo cuanto éstos precisaban y a la fiel amistad que supo conservarles toda su vida. Las horas que pasaba en su clínica, dedicado a la observación de los enfermos, eran horas de cordial intercambio de ideas con todo su estado mayor médico. Jamás se aisló en estas ocasiones. El más joven y menos significado de los internos encontraba siempre ocasión de verle trabajar, y de esta misma libertad gozaban también los extranjeros, que en épocas ulteriores no faltaban nunca en su visita. Por último, cuando la señora de Charcot, secundada por su hija, muchacha inteligentísima y de gran semejanza física y espiritual con su padre, abría las puertas de su hospitalario hogar a una escogida sociedad los invitados hallaban siempre en torno del maestro, y como formando parte de su familia, a sus discípulos y auxiliares .

      Los años 1882 y 1883 trajeron consigo la estructuración definitiva de la vida de Charcot y de su labor científica. Francia reconoció en él una gloria nacional, y el Gobierno, a la cabeza del cual se hallaba Gambetta, antiguo amigo de Charcot, creó para éste una cátedra de Neuropatología en la Facultad de Medicina, a la cual se transfirió Charcot, dejando la de Anatomía patológica y una clínica, auxiliada por diversos institutos científicos, en la Salpêtrière. «Le service de monsieur Charcot» comprendió entonces, a más de las antiguas salas para enfermas crónicas, varias salas clínicas, en las que fueron admitidos también hombres; una gigantesca ambulancia, la consultation externe, un laboratorio histológico, un museo, una sala de electroterapia, otra para enfermos de los ojos y de los oídos y un estudio fotográfico propio; instituciones que permitían ligar duraderamente y en puestos fijos en la clínica a los auxiliares y discípulos de Charcot. El vetusto edificio, de dos pisos, con sus patios circundantes, nos recordaba singularmente nuestro Hospital General de Viena; pero aquí cesaban las analogías. «Nuestro local no es ciertamente muy bonito -decía Charcot a los visitantes-, pero encontramos en él sitio para todo.»

      Charcot se hallaba en el cenit de su vida cuando el Gobierno francés puso a su disposición todos estos medios de enseñanza e investigación. Era un trabajador infatigable; a mi juicio, el más aplicado siempre de toda la escuela. Su consulta privada, a la que acudían enfermos de todos los países no le hizo descuidar ni un momento sus actividades pedagógicas e investigadoras. El extraordinario número de enfermos que a él afluía no se dirigía tan sólo al famoso investigador, sino igualmente al gran médico y filántropo, que siempre sabía hallar algo beneficioso para el enfermo, adivinando cuando el estado de la Ciencia no le permitía saber. Se le ha reprochado repetidamente su terapia, que, por su riqueza de prescripciones, tenía que repugnar a una consciencia racionalista. Pero ha de tenerse en cuenta que no hacía sino seguir los métodos usados en su tiempo y esfera de acción, aunque sin abrigar grandes ilusiones sobre su eficacia. Por lo demás, su actitud con respecto a la terapia no era nada pesimista, y nunca se negó a ensayar en su clínica nuevos métodos curativos. Como pedagogo, Charcot era extraordinario; cada una de sus conferencias constituía una pequeña obra de arte de tan acabada forma y exposición tan penetrante, que era imposible olvidarlas. Rara vez presentaba en sus lecciones un solo enfermo. Por lo general, hacía concurrir a toda una serie de ellos, comparándolos entre sí. El aula en que desarrollaba sus conferencias se hallaba ornamentada con un cuadro que representaba al «ciudadano» Pinel en el momento de quitar las ligaduras a los infelices dementes de la Salpêtrière. Este establecimiento, que tantos horrores presenció durante la Revolución, fue también el lugar donde se llevó a cabo la humanitaria rectificación médica en el cuadro representada. Charcot mismo causaba en sus conferencias una singular impresión. Su rostro, rebosante siempre de alegre animación, adquiría en estas ocasiones un severo y solemne continente bajo el gorro de terciopelo con que cubría su cabeza, y su voz bajaba de tono y sonoridad. Esta circunstancia ha movido a algunos espíritus malignos a hallar en sus conferencias cierta teatralidad. Pero los que así han hablado estaban habituados a la sencillez de las conferencias clínicas alemanas u olvidaban que Charcot sólo daba una por semana, pudiendo así prepararla con todo esmero.

      Si con estas solemnes conferencias, en las que todo estaba preparado y había de desarrollarse conforme a un estudiado plan, seguía Charcot, muy probablemente, una arraigada tradición, no dejaba también de sentir la necesidad de presentar a sus oyentes un cuadro menos artificial de su actividad. Para ello se servía de la ambulancia de la clínica, cuyo servicio desempeñaba personalmente en las llamadas Leçons du mardi. En estas lecciones examinaba casos que hasta aquel momento no había sometido a observación; se exponía a todas las contingencias del examen y a todos los errores de un primer reconocimiento; se despojaba de su autoridad para confesar, cuando a ello había lugar, que no encontraba el diagnóstico correspondiente a un caso, o que se había dejado inducir a error por las apariencias, y nunca pareció más grande a sus oyentes que al esforzarse, así en disminuir, con la más franca y sincera exposición de sus procesos deductivos y de sus dudas y vacilaciones, la distancia entre el maestro y sus discípulos. La publicación de estas conferencias improvisadas ha ampliado infinitamente el círculo de sus admiradores, y nunca ha conseguido una obra de Neuropatología un tan clamoroso éxito entre el público médico.

      Simultáneamente a la fundación de la clínica y al trueque de la cátedra de Anatomía patológica por la de Neuropatología, experimentaron las inclinaciones científicas de Charcot un cambio de orientación, al que debemos uno de sus más bellos trabajos. Declaró, en efecto, cerrada la teoría de las enfermedades nerviosas orgánicas y comenzó a dedicarse casi exclusivamente a la histeria, la cual quedó así constituida, de una sola vez, en foco de la atención general. Esta enfermedad, la más enigmática de todas las de los nervios, y para cuyo enjuiciamiento no habían hallado aún los médicos ningún punto de vista válido, se encontraba precisamente bajo los efectos de un descrédito que se extendía a los médicos dedicados a su estudio. Era opinión general que en la histeria todo resultaba posible y se negaba crédito a las afirmaciones de tales enfermas. El trabajo de Charcot devolvió primeramente a este tema su dignidad y dio fin a las irónicas sonrisas con las que se acogían las lamentaciones de las pacientes. Puesto que Charcot, con su gran autoridad, se había pronunciado en favor de la autenticidad y la objetividad de los fenómenos histéricos, no podía tratarse, como se creía antes, de una simulación. Así, pues, repitió Charcot, en pequeño, el acto liberador de Pinel, perpetuado en el cuadro que exornaba el aula de la Salpêtrière. Una vez rechazado el ciego temor a ser burlados por las infelices enfermas, temor que se había opuesto hasta el momento a un detenido estudio de dicha neurosis podía pensarse en cuál sería el modo más directo de llegar a la solución del problema. Un observador ingenuo y poco perito en la materia hubiera establecido el siguiente proceso deductivo: Si encontramos a un sujeto en un estado que presenta todos los signos propios de un afecto doloroso, habremos de sospechar la existencia en dicho sujeto de un proceso psíquico, del cual serían manifestaciones perfectamente justificadas dichos fenómenos somáticos. El individuo sano podría en este caso manifestar qué impresión le atormenta. En cambio, el histérico alegaría ignorarlo, y de este modo surgiría en el acto el problema de por qué el histérico aparece dominado por un afecto cuya causa afirma ignorar. Si mantenemos entonces nuestra conclusión de que ha de existir un proceso psíquico correspondiente al efecto, dando, sin embargo, crédito a las manifestaciones del enfermo, que niega su existencia, y reunimos los múltiples indicios de los que resulta que la enferma se conduce como obediente a un motivo, investigamos la historia y circunstancias personales del paciente y hallamos en esta labor un motivo o trauma susceptible de crear los fenómenos observados, nos sentiremos inclinados a suponer que el enfermo se halla en un especial estado psíquico, en el que la coherencia lógica no enlaza ya todas las impresiones y reminiscencias, pudiendo un recuerdo exteriorizar su afecto mediante fenómenos somáticos, sin que el grupo de los demás procesos anímicos, o sea el yo sepa nada ni pueda oponerse. El recuerdo de la conocida diferencia psicológica del sueño y la