de Bellini con el tercer acto de Vacai. Entonces se trató de que fuera a Italia; pero se atravesó una pasión, la esperanza de un gran partido para casarse, enredándose mucho el asunto entre el novio y la familia. Pasó tiempo, y la cantatriz hubo de malograrse pues ni fue a Italia, ni se contrató en el Real, ni se casó.
Doña Pura y Milagros eran hijas de un médico militar, de apellido Escobios, y sobrinas del músico mayor del Inmemorial del Rey. Su madre era Muñoz, y tenían ellas pretensiones de parentesco con el marqués de Casa-Muñoz. Por cierto, que cuando trataron de que Milagros fuera cantante de ópera, se pensó en italianizarle el apellido, llamándola la Escobini; pero como la carrera artística se malogró en ciernes, el mote italiano no llegó nunca a verse en los carteles.
Antes de que la vida de la señorita de Escobios se truncara, tuvo una época de fugaz éxito y brillo en una capital de provincia de tercera clase, a donde fue con su hermana, esposa de Villaamil. Este era Jefe económico, y su familia intimó, como era natural, con la de los Gobernadores civil y militar, que daban reuniones, a que asistía lo más granadito del pueblo. Milagros, cantando en los conciertos de la brigadiera, enloquecía y electrizaba.
Salíanle novios por docenas, y envidias de mujeres que la inquietaban en medio de sus triunfos. Un joven de la localidad, poeta y periodista, se enamoró frenéticamente de ella. Era el mismo que en la reseña de los saraos llama a doña Pura, con exaltado estilo, figura arrancada a un cuadro de Fra Angélico. A Milagros la ensalzaba en términos tan hiperbólicos que causaba risa, y aún recuerdan los naturales algunas frases describiendo a la joven en el momento de presentarse en el salón, de acercarse al piano para cantar, y en el acto mismo del cantorrio: «Es la pudorosa Ofelia llorando sus amores marchitos y cantando con gorjeo celestial la endecha de la muerte». Y ¡cosa extraña!, el mismo que escribía estas cosas en la segunda plana del periódico, tenía la misión, y por eso cobraba, de hacer la revista comercial en la primera. Suya era también esta endecha: «Harinas. Toda la semana acusa marcada calma en este polvo. Sólo han salido para el canal mil doscientos sacos que se hicieron a 22 y tres cuartillos. No hay compradores, y ayer se ofrecían dos mil sacos a 22 y medio, sin que nadie se animara». Al día siguiente, vuelta otra vez con la pudorosa Ofelia, o el ángel que nos traía a la tierra las celestiales melodías. Ya se comprende que esto no podía acabar en bien. En efecto, mi hombre, inflamándose y desvariando cada día más con su amor no correspondido, llegó a ponerse tan malo, pero tan malo, que un día se tiró de cabeza en la presa de una fábrica de harina, y por pronto que acudieron en su auxilio, cuando le sacaron era cadáver. Poco después de este desagradable suceso, que impresionó mucho a Milagros, esta volvió a Madrid; verificose entonces el debut en el Real, luego las funciones en el Liceo Jover, y todo lo demás que brevemente referido queda. Echemos sobre aquellos tristes sucesos un montón de años tristes, de rápido envejecimiento y decadencia, y nos encontramos a la pudorosa Ofelia en la cocina de Villaamil, con la lumbre encendida y sin saber qué poner en ella.
De un cuartucho oscuro que en el pasillo interior había, salió Abelarda restregándose los ojos, desgreñada, arrastrando la cola sucia de una bata mayor que ella, la cual fue usada por su madre en tiempos más felices, y se dirigió también a la cocina, a punto que salía de ella Villaamil para ir a despertar y vestir al nieto. Abelarda preguntó a su tía si venía el panadero, a lo que Milagros no supo qué responder, por no poder ella formar juicio acerca de problema tan grave, sin oír antes a su hermana. «Haz que tu madre se levante pronto –le dijo consternada–, a ver qué determina».
Poco después de esto, oyose fuerte carraspeo allá en la alcoba de la sala, donde Pura dormía. Por la puertecilla que dicha alcoba tenía al recibimiento, frente al despacho, apareció la señora de la casa, radiante de displicencia, embutido el cuerpo en una americana vieja de Villaamil, el pelo en sortijillas, el hocico amoratado del agua fría con que acababa de lavarse, una toquilla rota cruzada sobre el pecho, en los pies voluminosas zapatillas.
«Qué, ¿no os podéis desenvolver sin mí? Estáis las dos atontadas. Pues no es para tanto. ¿Habéis hecho el chocolate del niño?». Milagros salió de la cocina con la jícara, mientras Abelarda sentaba al pequeñuelo y le colgaba del pescuezo la servilleta. Villaamil fue a su despacho, y a poco salió con el tintero en la mano, diciendo: «No hay tinta, y hoy tengo que escribir más de cuarenta cartas. Mira, Luisín, en cuanto acabes, te vas abajo y le dices al amigo Mendizábal que me haga el favor de un poquito de tinta».
–Yo iré –dijo Abelarda cogiendo el tintero y bajando en la misma facha en que estaba.
Las dos hermanas, en tanto, cuchicheaban en la cocina. ¿Sobre qué? Es presumible que fuera sobre la imposibilidad de dar de comer a la familia con un huevo, pan duro y algunos restos de carne que no bastaban para el gato. Pura fruncía las cejas y hacía con los labios un mohín muy extraño, juntándolo con la nariz, que parecía alargarse. La pudorosa Ofelia repetía este signo de perplejidad, resultando las dos tan semejantes, que parecían una misma. De sus meditaciones las distrajo Villaamil, el cual apareció en la cocina diciendo que tenía que ir al Ministerio y necesitaba una camisa limpia. «¡Todo sea por Dios! –exclamó Pura con desaliento–. La única camisa lavada está en tan mal estado, que necesita un recorrido general». Pero Abelarda se comprometió a tenerla lista para el medio día, y además planchada, siempre que hubiera lumbre. También hizo D. Ramón a su hija sentidas observaciones sobre ciertos flecos y desgarraduras que ostentaba la solapa de su gabán, rogándole que pasara por allí sus hábiles agujas. La joven le tranquilizó, y el buen hombre metiose en su despacho. El conciliábulo que las Miaus tenían en la cocina, terminó con un repentino sobresalto de Pura, que corrió a su alcoba para vestirse y largarse a la calle. Había estallado una idea inmensa en aquel cerebro cargado de pólvora, como si en él penetrase una chispa del fulminante que de los ojos brotara. «Enciende bien la lumbre y pon agua en los pucheros –dijo a su hermana al salir, y se escabulló fuera con diligencia y velocidad de ardilla». Al ver esta determinación, Abelarda y Milagros, que conocían bien a la directora de la familia, se tranquilizaron respecto al problema de subsistencias de aquel día, y se pusieron a cantar, la una en la cocina, la otra desde su cuarto, el dúo de Norma: in mia mano al fin tu sei.
Capítulo 7
A eso de las once, entró doña Pura bastante sofocada, seguida de un muchacho recadista de la plazuela de los Mostenses, el cual venía echando los bofes con el peso de una cesta llena de víveres. Milagros, que a la puerta salió, hízose multitud de cruces de hombro a hombro y de la frente a la cintura. Había visto a su hermana salir avante en ocasiones muy difíciles, con su enérgica iniciativa; pero el golpe maestro de aquella mañana le parecía superior a cuanto de mujer tan dispuesta se podía esperar. Examinando rápidamente el cesto, vio diferentes especies de comestibles, vegetales y animales, todo muy bueno, y más adecuado a la mesa de un Director general que a la de un mísero pretendiente. Pero doña Pura las hacía así. Las bromas, o pesadas o no darlas. Para mayor asombro, Milagros vio en manos de su hermana el portamonedas casi reventando de puro lleno.
–Hija –le dijo la señora de la casa, secreteándose con ella en el recibimiento, después que despidió al mandadero–, no he tenido más remedio que dirigirme a Carolina Lantigua, la de Pez. He pasado una vergüenza horrible. Hube de cerrar los ojos y lanzarme, como quien se tira al agua. ¡Ay, qué trago! Le pinté nuestra situación de una manera tal, que la hice llorar. Es muy buena. Me dio diez duros, que prometí devolverle pronto; y lo haré, sí, lo haré; porque de esta hecha le colocan. Es imposible que dejen de meterle en la combinación. Yo tengo ahora una confianza absoluta... En fin, lleva esto para dentro. Voy allá en seguida. ¿Está el agua cociendo?
Entró en el despacho para decir a su marido que por aquel día estaba salvada la tremenda crisis, sin añadir cómo ni cómo no. Algo debieron hablar también de las probabilidades de colocación, pues se oyó desde fuera la voz iracunda de Villaamil gritando: «No me vengas a mí con optimismos de engañifa. Te digo y te redigo que no entraré en la combinación. No tengo ninguna esperanza, pero ninguna; me lo puedes creer. Tú, con esas ilusiones tontas y esa manía de verlo todo color de rosa, me haces un daño horrible, porque viene luego el trancazo de la realidad, y todo se vuelve negro». Tan empapado estaba el santo varón en sus cavilaciones pesimistas, que cuando le llamaron