Enric Puig Punyet

Los cuerpos rotos


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azarosos y nuevas experiencias. Y junto a ese cercano recuerdo proyecta Dolores también ahora, a media tarde, apoyada todavía en el aparador de la entrada, los próximos pasos en lo que será propiamente la primera cita con Amanda, ese momento anhelado, la prevista ausencia del marido. Imagina un inútil aunque protocolario paseo por el apartamento; poco hay que mostrar más allá del recibidor: un salón poco usado, una cocina funcional, un baño diminuto. Son estancias que se recorrerán rápidamente, en una provocadora maniobra de aplazamiento, hasta llegar por fin al dormitorio oscuro, persiana bajada, a la cama con sábanas recién cambiadas y rodeada de velas perfumadas.

      En ninguna de sus conversaciones anteriores han apelado Amanda y Dolores al sexo explícito. No han hablado de cuerpos ni de roces que desvisten y, al hacerlo, circulan voluntariamente cuellos y hombros, cinturas y labios. No han hablado manifiestamente de caricias, aunque estas han estado siempre sobrevolando cada palabra, cada punto y aparte, cada expresión de deseo de maridos ausentes. Por todas esas omisiones sabe Dolores que, a pesar de la timidez y las inhibiciones que comparten, a pesar del refreno inevitable en las primeras frases, tarde o temprano se descubrirán las sábanas, quién sabe si eludiendo incluso la ridícula visita por el piso que ha previsto internamente. Esa cama en una noche artificial de finales de mayo, refugiada de miradas curiosas y rodeada de velas recién prendidas, recibirá más pronto que tarde el cuerpo acalorado de Dolores que, entonces, deseará el de Amanda a su lado, a su alrededor. Deseará sus brazos como deseó los brazos de su padre en medio de un entierro singular, deseará sus manos como desea, a pesar de todo, estrechar la de su irritante supervisor, deseará sus labios como los ha deseado repetidamente después de cada conversación interrumpida. Pero deberá conformarse, como antes debió hacerlo en tantos otros casos, con una fría pantalla de vidrio rozada arbitrariamente, con un dispositivo plástico que succiona y vibra mientras una voz lejana, entrecortada, insiste incansablemente en que eso es proximidad, en que Amanda está justo al lado, conectada.

      De repente, Dolores interrumpe sus proyecciones y se queda inmóvil. Su teléfono, agarrado con firmeza desde antes de la hora acordada, inseparable de su propio cuerpo, ha empezado a sonar. Amanda la llama por Skype. «Disculpa. Andrés no se iba», le dice antes incluso de saludar. La timidez y el decoro se pierden por la urgencia. Se respira impaciencia, poco tiempo. «Espera, que me pongo en modo ausente —responde Dolores—. No quiero que nos importunen ahora mi jefe o mi padre.» Y, alargando el brazo, sonríe sonrojándose y dirige a Amanda al interior de su cuarto.

      ¿Qué nos ofrece, hoy, un cuerpo? ¿De qué nos sirve el cuerpo en un escenario pandémico, una situación que nos fuerza a resguardar el propio de todos los demás por mandato, pero también por prudencia? ¿Es nuestro cuerpo una simple herramienta más, la habitual, con la que nos hemos acostumbrado a relacionarnos, a experimentarnos, a vivirnos hasta ahora, pero que deberíamos aspirar a sustituir algún día? ¿O se trata, al contrario, de algo fundamental para nosotros, de algo esencial a lo que nunca podríamos o deberíamos renunciar?

      Estas preguntas son variantes distintas de una sola cuestión fundamental que este ensayo pretende responder. Es la duda que, de una forma más o menos consciente, está hoy entre las máximas preocupaciones de cada persona que, como Dolores, se halla o se ha hallado encerrada, aislada, a causa de un acontecimiento llamado covid-19. ¿Qué haremos con el cuerpo? La pregunta no es nueva, pero sí lo es su alcance. Hasta hoy podía considerarse una especulación propia de seminarios de filosofía y departamentos de tecnología, acelerada desde que se multiplicaron las formas continuadas de convivencia entre los seres humanos y la cibernética. Esa relación nos llevó al límite inevitable de poner en duda nuestra propia condición humana. Pero ahora, de repente, ese interrogante se ha vuelto inaplazable y ha adquirido una insólita dimensión política. ¿Qué vamos a hacer con nuestro cuerpo? ¿Qué vamos a hacer si sustituirlo es, quizá, la opción más sensata? ¿Qué vamos a hacer cuando está más cerca que nunca la posibilidad, la tentación y las razones para poder hacerlo? La respuesta a esta pregunta es apremiante, ineludible. Pronto será urgente que cada uno de los cuerpos que habitamos el mundo adoptemos una posición clara sobre ello.

      Pero, todavía a causa de la covid-19, la pregunta logra un mayor alcance también en otra dirección. Antes de la pandemia, la cuestión transhumanista por el sentido del cuerpo trataba de responder a dos problemas distintos, habitualmente diferenciados por criterios éticos: por un lado, los avances tecnológicos eran percibidos como dispositivos de mejora o aumento de las capacidades humanas consideradas comunes o estándares; por el otro, como sustitutos proteicos de una pérdida o dolencia funcional, tanto física como psíquica. Ahora, el repentino advenimiento de un virus ha ocasionado, entre muchas otras repercusiones, que estos dos problemas se fusionen de una forma inédita. Para el cuerpo atravesado por la amenaza de la covid-19, un teléfono inteligente, una red social o una aplicación de videoconferencia ya no pueden entenderse como dispositivos que mejoran o aumentan las capacidades del ser humano que los utiliza, ya no pueden leerse como suplementos. Al contrario, en medio de una crisis global del contacto físico, las tecnologías actúan como sustitutos indispensables para los cuerpos que han perdido gran parte de sus capacidades relacionales y sociales propias, y que pasan entonces a requerir necesariamente la asistencia de prótesis, de nuevos órganos sin los que estarían inoperativos.

      Por «transhumanismo», al contrario, deberá entenderse aquí la corriente propositiva y programática en cuya base reposa una escisión o disrupción en la historia de la tecnología. Esta corriente toma los últimos avances en cibernética, cognitivismo, bio y nanotecnología en un estado diferenciado, como singularidades de la evolución tecnológica que conllevan, inevitablemente, una disrupción epistemológica y social. La disrupción cibernética, cognitiva, bio y nanotecnológica permitiría al ser humano, en la práctica, trascender las limitaciones derivadas de su propia condición. La explicación de esta disrupción en el desarrollo de la tecnología consistirá, entre algunas otras interpretaciones, en la creencia de que, así como anteriormente la tecnología habría tratado siempre de emular seres y comportamientos no humanos de la naturaleza, en los últimos años la tecnología ha pasado al estado de emulación de la propia condición humana (o divina) en vías a su mejora.

      1. Otros autores toman ambos términos en sentido inverso, otorgándole al posthumanismo el sentido fuerte o plenamente desarrollado de una corriente compartida con el transhumanismo. Según esta interpretación, ambos términos expresarían distintos grados de ejecución en el transcurso de una misma evolución: el transhumanismo manifestaría entonces una situación de tránsito, un estado previo al posthumanismo, es decir, al desprendimiento definitivo de la especie humana y sus lastres. Sin embargo, puesto que no existe todavía un consenso terminológico claro, en el presente ensayo se optará por utilizar exclusivamente el término «transhumanismo» en el sentido descrito más arriba.

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