y se arrodillaba a su lado.
–Te he dicho que te quedaras en el sofá.
–¿Y que me pierda el parto? Eso no puede ser.
–Tú vas a tener tus propios hijos muy pronto. Y será inmediatamente, si no haces lo que te digo.
–Ya te he dicho que faltan tres semanas.
–Rose…
–Mira, llega un cachorro.
Yoghurt hizo un gesto de dolor y luego dio un suspiro profundo. Luego, hizo otro gesto de dolor y el primero de los cachorros se deslizó y cayó sobre el cojín de Rose.
–Está estropeando los cojines –dijo Tom con suavidad.
Aunque a Tom no parecía importarle, sino que estaba totalmente concentrado en el cachorro y en quitarle la membrana que cubría su pequeño hocico. En teoría, eso tenía que hacerlo la madre, pero Yoghurt estaba muy cansada y faltaban más cachorros por llegar.
–Mi cojín habrá muerto haciendo un buen servicio –exclamó Rose, que, como Tom, no dejaba de mirar el pequeño hocico humedecido del recién nacido–. ¿No es precioso? No puedo imaginar un honor mayor para mi cojín…
La muchacha se detuvo. Otro cachorro salía en ese momento.
Durante diez segundos, Tom solo se preocupó por ayudar a que saliera el otro cachorro. Luego, miró de nuevo a Rose.
Esta se había sentado y tenía las manos colocadas en el suelo. Tenía gotitas de sudor en la frente y los ojos llenos de miedo.
–Oh, no… –susurró.
–No –dijo Tom–. ¡No!
–Me… me temo… –dijo con voz débil.
Y todo su valor desapareció. Extendió las manos en un gesto de ruego y Tom las agarró.
Ella las apretó como si se estuviera ahogando.
–Ya vienen. Mis hijos también están en camino.
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