Martha Shields

Una boda precipitada


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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 1998 Martha Shields

      © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Una boda precipitada, n.º 1198- septiembre 2020

      Título original: And Cowboy Makes Three

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.: 978-84-1348-861-5

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      UN hijo! —exclamó Claire Eden—. ¿Me está diciendo que necesito tener un hijo?

      La doctora Freeman extendió sus elegantes manos sobre la gran mesa de caoba.

      —¿No piensa tenerlos?

      —Bueno, sí, quizás algún día, pero…

      —Si no es al año que viene, es mejor que lo olvide.

      Un enorme reloj biológico apareció ante Claire. Había oído hablar de ese proverbial cronómetro, pero nunca había escuchado su tic-tac. Hasta ese momento. Sonaba tan fuerte como un trueno.

      Miró la lluvia que se deslizaba por las ventanas del despacho de la doctora en el piso veintisiete, y la visión se desvaneció. Lo que había sonado era un trueno de verdad. Claire había visto espesos nubarrones sobre las Montañas Rocosas mientras una grúa se llevaba su coche. La lluvia había comenzado a caer cuando atravesaba en taxi el centro de la ciudad, y le había empapado las zapatillas deportivas y la falda al correr hacia el edificio, luchando contra los empleados que salían al final de la jornada. Afortunadamente, la doctora Freeman la había esperado.

      —Su estado irá a peor, Claire —afirmó la doctora.

      —¿No hay alguna píldora o algo? Pensaba que iba a recetarme algo para el dolor, no que iba a ponerme una bomba de relojería.

      —Una buena descripción. Sí, le voy a recetar unas píldoras, pero no le garantizo nada. Un embarazo, en cambio, lo arreglaría todo. En casos como el suyo, reduciría mucho el tejido endometrial.

      —Sí, bueno, para usted es muy fácil decir «tenga un hijo». Usted tiene marido y tres niños. Yo no estoy casada. Ni siquiera tengo novio.

      —Puede recurrir a la inseminación artificial.

      —Pero eso cuesta muchos miles de dólares. Y ya me imagino la reacción de mis hermanos si me quedo embarazada sin casarme. Tomarían el primer avión hacia Denver con las pistolas cargadas, solo para descubrir que el responsable es un tubo de ensayo —dejó escapar un débil suspiro—. ¿Qué puedo hacer?

      —Sé que es una decisión muy difícil —dijo la doctora Freeman, con una sonrisa comprensiva.

      —Y a mi amigo y socio, Jacob Henry Anderson, le lego el resto de mis bienes, incluyendo la plena propiedad del rancho Rocking T y todo los beneficios de mis inversiones en el momento de mi muerte. Si Jacob Anderson no me sobrevive, lego…

      Un trueno sofocó la voz del abogado. Sus palabras retumbaron en el cerebro de Jake Anderson. Se había convertido en propietario del Rocking T. El abogado continuó, pero Jake dejó de escucharlo. Hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo que significaba la muerte de Alan.

      Miró hacia la ventana, buscando el Rocking T a través de la lluvia que caía sobre Denver a aquella hora punta de la tarde. Aunque el rancho estaba a casi doscientos kilómetros de aquel edificio de oficinas del centro de la ciudad, lo vio tan claramente como si sus praderas se extendieran justo debajo del piso treinta y tres.

      El Rocking T lindaba con su propio rancho, el Bar Hanging Seven. Cinco generaciones de Townsend y Anderson habían vivido en aquellos ranchos, hasta que Alan y Jake tuvieron que convertirse en directivos de empresa para salvar sus hogares.

      Un aneurisma. ¿Qué forma de morir era esa? Alan estaba pasando uno de sus fines de semana salvajes con una chica, y había muerto de manera fulminante. Sin oportunidad de poner sus asuntos en orden, sin oportunidad de… ¿de qué? ¿De fundar una familia para que el Rocking T siguiera siendo de los Townsend? ¿Para que así su muerte le importara a alguien más? Solo Jake había llorado en su funeral.

      «¿Quién me lloraría si yo muriera? ¿Qué pasaría con el Bar Hanging Seven?», pensó.

      Alan y él habían estado tan ocupados ganando dinero, que habían olvidado por qué lo hacían. Se