Martha Shields

Una boda precipitada


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dio de espaldas contra la pared del ascensor. Los dos se tambalearon y cayeron al suelo. Claire aterrizó encima de él, con las piernas enredadas en las suyas y la frente contra su barbilla.

      Una luz tenue se encendió sobre sus cabezas. Ella se incorporó lentamente, apoyándose sobre una mano, mientras con la otra se retiraba el pelo de la cara.

      —¿Qué ha pasado?

      —Aj… aj…

      La caída le había cortado la respiración. A Claire le entró el pánico. No podía perder a aquel hombre. Le abrió la camisa haciendo saltar los botones y comenzó a darle un masaje en el pecho.

      —¡Respire! ¡Vamos, vamos! ¡Respire!

      Por fin, entró aire en sus pulmones. Cuando comenzó a boquear, Claire se sentó, aliviada.

      —¡Diablos! —él cerró los ojos y reclinó la cabeza contra la pared del ascensor. La rápida actuación de aquella mujer le había evitado unos angustiosos momentos de asfixia—. Gracias por el masaje.

      —¿Qué ha pasado? ¿Cree que la tormenta ha averiado el transformador? —preguntó ella, asustada.

      —Seguramente —dijo él, encogiéndose de hombros—. No se preocupe, todo irá bien.

      —¿Bien? Podemos estar horas encerrados.

      —Señorita Eden, lo último que necesitamos es un ataque de pánico.

      —No se ponga paternal conmigo —contestó ella, entornado los ojos—. No soy una niña.

      —Pues no se comporte como tal —dijo él ásperamente.

      —¡Es usted un grosero y un arrogante! Es igual que mis hermanos. No, es diez veces peor que ellos. Al menos, ellos se preocupan por la gente. Yo no podré tener un hijo, pero ¿a usted qué le importa? Usted posee la mitad del dinero de Colorado. Podría tener miles de hijos.

      —¿De qué habla?

      —A usted no le importa que se me haya averiado el coche, ni que necesite miles de dólares para quedarme embarazada o nunca podré tener hijos. No le importa que mis hermanos me llamen prácticamente todos los días para decirme que me case con algún vaquero. Usted… —su diatriba acabó con un hipido.

      De pronto, se le aclaró la vista. Entonces lo miró, horrorizada.

      Capítulo 2

      JAKE se dio cuenta de que, posiblemente, estaría encerrado durante horas con una loca. Una encantadora lunática que quería un empleo. Todo el mundo quería algo de él. Últimamente, se sentía acechado por una bandada de buitres.

      Apoyó las manos en el suelo para levantarse, pero la mujer estaba sentada sobre él.

      —Oh, perdón… —ella se puso de pie de un salto.

      Él se incorporó, se alisó un poco la ropa y buscó el teléfono de emergencia del ascensor.

      —No puedo creer que me haya puesto así con usted —comenzó a decir ella en voz baja—. Nunca había perdido el control de esa manera, salvo con mis hermanos. Es que he tenido un día realmente horroroso y… —se interrumpió—. Pero a usted no le interesan mis problemas. Solo puedo decir que lo siento.

      —Acepto sus disculpas —dijo él, sorprendido, mientras abría un pequeño panel debajo de los botones del ascensor y sacaba el teléfono. Le respondió una voz femenina. Después de contestar a unas preguntas, Jake lanzó una maldición y colgó el aparato.

      —¿El transformador? —preguntó aquella joven mujer, cuyo nombre era Claire.

      —Sí. Han llamado al servicio de reparaciones. Podría tardar una hora, o cuatro o cinco. Hay apagones en toda la ciudad.

      —Claro, ¿por qué no? El final perfecto para un día perfecto.

      —¿Perdón?

      —Nada.

      De pronto, Jake sintió curiosidad por aquella frágil figura, vapuleada y desvalida. Era más alta que la mayoría de las mujeres, solo unos pocos centímetros más baja que él, que medía un metro ochenta y tres. En la penumbra del ascensor, no podía distinguir el color exacto de su pelo, pero era oscuro y liso y los mechones que se le habían escapado de la trenza le llegaban a los hombros. Su piel parecía pálida, casi traslúcida. Sus pómulos altos enmarcaban una boca de labios carnosos. No era la cara de una modelo, pero sus facciones regulares poseían una dulce belleza.

      Jake sintió la repentina necesidad de preguntarle por aquel día «perfecto». Hacía mucho tiempo que no sentía la elemental preocupación de un ser humano por otro. Pero, ¿por qué debía preocuparse por una mujer que le había gritado sin razón? Sin embargo, ella se había disculpado. ¿Y cuánta gente se atrevía a gritarle a él?

      —Mirar fijamente es una grosería —lo acusó ella, de pronto.

      Él tardó un poco en reaccionar.

      —¿Y qué esperaba de…? ¿Cómo era? ¿Un tipo grosero y arrogante como yo?

      Ella dio un respingo al recordarlo.

      —Siento haberle dicho eso. Es que usted me recuerda a mis hermanos. Lo siento.

      —No se preocupe.

      —No, de veras. No suelo perder así el control. No sé qué…

      —Alan Townsend ha muerto.

      Claire se quedó pasmada.

      —¡No!

      Él asintió.

      —¿Cuándo? ¿Cómo? Tenía la misma edad que usted.

      —Sabe muchas cosas de nosotros, ¿no? —preguntó él, entornando los ojos.

      —Alguien llevó una revista a… No importa. Por favor, señor Anderson, no lo sabía. Debe creerme. He estado haciendo una auditoría fuera de la ciudad los tres últimos días. No he leído los periódicos de Denver desde el lunes.

      Su expresión compungida convenció a Jake de que decía la verdad.

      —Murió en Aspen antes de ayer. Sufrió un aneurisma. Se levantó de madrugada para ir al cuarto de baño y cayó muerto.

      Ella se puso pálida.

      —Y yo gritándole a usted… Y usted… —cerró los ojos—. Oh, lo siento mucho.

      Jake había oído aquellas palabras una y otra vez en los últimos dos días. Pero, por primera vez, se las creyó. La preocupación de aquella mujer tocó alguna fibra sensible en su interior. Se sintió reconfortado y sintió deseos de reconfortarla también a ella.

      ¡Diablos! Ella lo había conmovido otra vez. Tenía que salir de allí inmediatamente, antes de hacer una tontería. Pero no podía. Estarían encerrados durante Dios sabía cuánto tiempo. Al menos, debía desviar la conversación de la muerte de Alan. Ese tema era demasiado doloroso.

      —Escuche —dijo, intentando ocultar su angustia—. Puede que estemos un buen rato encerrados aquí. Vamos a sentarnos y usted me contará sus ideas sobre Inversiones Pawnee.

      —¿Bromea?

      —No, se lo aseguro.

      —¿Después de lo que he hecho? No puedo… —ella sacudió la cabeza con vehemencia—. Debería usted darme una patada y hacerme retroceder varios peldaños en la escala evolutiva.

      —Complázcame, y ya me pensaré si le doy esa patada —sonrió él, divertido.

      —He metido la pata hasta el fondo y, ¿usted quiere empeorarlo hablando de negocios?

      —Hablar de negocios me distrae y, después de su metedura de pata, es su obligación distraerme, ¿no cree? Además, ¿por qué no aprovechar el tiempo? Como Alan ha muerto, tendré que ocuparme de la contabilidad.