que el esfuerzo supremo de su naturaleza libre, el secreto de su fuerza, consiste en aproximarse, por medio de la virtud que perfecciona, a la esencia del Dios que se refleja en él. Lejos de esta luz, no puede menos de caminar a ciegas y perder a los que sigan sus pasos. Vicioso y servil, solo es capaz de obedecer, como sirve el cuerpo al alma. La virtud, libre como el alma misma, de la que es su perfección útil y justa, como Dios de donde ella emana, es la única capaz de crear los verdaderos hombres de Estado y de labrar la felicidad del pueblo.
Primer Alcibíades o de la naturaleza humana
SÓCRATES — ALCIBÍADES
SÓCRATES. —Hijo de Clinias, estarás sorprendido de ver que, habiendo sido yo el primero en amarte, sea ahora el último en dejarte; que después de haberte abandonado mis rivales, permanezca yo fiel; y en fin, que teniéndote los demás como sitiado con sus amorosos obsequios, solo yo haya estado sin hablarte por espacio de tantos años. No ha sido ningún miramiento humano el que me ha sugerido esta conducta, sino una consideración por entero divina, que te explicaré más adelante. Ahora que el Dios no me lo impide, me apresuro a comunicarme contigo, y espero que nuestra relación no te ha de ser desagradable para lo sucesivo. En todo el tiempo que ha durado mi silencio, no he cesado de mirar y juzgar la conducta que has observado con mis rivales; entre el gran número de hombres orgullosos que se han mostrado adictos a ti, no hay uno que no hayas rechazado con tus desdenes, y quiero explicarte la causa de este desprecio tuyo para con ellos. Tú crees no necesitar de nadie, tan generosa y liberal ha sido contigo la naturaleza, comenzando por el cuerpo y concluyendo con el alma. En primer lugar te crees el más hermoso y más bien formado de todos los hombres, y en este punto basta verte para decir que no te engañas. En segundo lugar, tú crees que perteneces a una de las más ilustres familias de Atenas, que es la ciudad de mayor consideración entre las demás ciudades griegas. Por tu padre cuentas con numerosos y poderosos amigos, que te apoyarán en cualquier lance, y no los tienes menos poderosos por tu madre.[1] Pero a tus ojos el principal apoyo es Pericles, hijo de Jantipo, que tu padre dio por tutor a tu hermano y a ti, y cuya autoridad es tan grande, que hace todo lo que quiere, no solo en esta ciudad, sino en toda la Grecia y en las demás naciones extranjeras. Podría hablar también de tus riquezas, si no supiera que en este punto no eres orgulloso. Todas estas grandes ventajas te han inspirado tanta vanidad, que has despreciado a todos tus amantes, como hombres demasiado inferiores a ti, y así ha resultado que todos se han retirado; tú lo has llegado a conocer, y estoy muy seguro de que te sorprende verme persistir en mi pasión, y que quieres averiguar qué esperanza he podido conservar para seguirte solo después que todos mis rivales te han abandonado.
ALCIBÍADES. —Lo que tú no sabes, Sócrates, es que me has llevado de ventaja un solo momento, porque tenía intención de preguntarte yo el primero qué es lo que justifica tu perseverancia. ¿Qué quieres y qué esperas, cuando te veo, importuno, aparecer siempre y con empeño en todos los parajes adonde yo voy? Porque, en fin, yo no puedo menos de sorprenderme de esta conducta tuya, y será para mí un placer el que me digas cuáles son tus miras.
SÓCRATES. —Es decir, que me oirás con gusto, puesto que tienes deseo de saber cómo pienso; voy, pues, a hablarte como a un hombre que tendrá la paciencia de escucharme, y que no tratará de librarse de mí.
ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates, habla pues.
SÓCRATES. —Mira bien a lo que te comprometes, para que no te sorprendas si encuentras en mí tanta dificultad en concluir como he tenido para comenzar.
ALCIBÍADES. —Habla, mi querido Sócrates, y por mí te doy todo el tiempo que necesites.
SÓCRATES. —Es preciso obedecerte, y aunque es difícil hablar como amante a un hombre que no ha dado oídos a ninguno, tengo, sin embargo, valor para decirte mi pensamiento. Tengo para mí, Alcibíades, que si yo te hubiese visto contento con todas tus perfecciones y con ánimo de vivir sin otra ambición, hace largo tiempo que hubiera renunciado a mi pasión, o, por lo menos, me lisonjeo de ello. Pero ahora te voy a descubrir otros pensamientos bien diferentes sobre ti mismo, y por esto conocerás que mi terquedad en no perderte de vista no ha tenido otro objeto que estudiarte. Me padece que si algún dios te dijese de repente:
—Alcibíades, ¿qué querrías más, morir en el acto, o, contento con las perfecciones que posees, renunciar para siempre a otras mayores ventajas?, se me figura que querrías más morir. He aquí la esperanza que te hace amar la vida. Estás persuadido de que apenas hayas arengado a los atenienses, cosa que va a suceder bien pronto, los harás sentir que mereces ser honrado más que Pericles y más que ninguno de los ciudadanos que hayan ilustrado la república; que te harás dueño de la ciudad, que tu poder se extenderá a todas las ciudades griegas y hasta a las naciones bárbaras que habitan nuestro continente.
Pero si ese mismo dios te dijera:
—Alcibíades, serás dueño de toda la Europa, pero no extenderás tu dominación sobre el Asia, creo que tú no querrías vivir para alcanzar una dominación tan miserable, ni para nada que no sea llenar el mundo entero con el ruido de tu nombre y de tu poder; y creo también que, excepto Ciro y Jerjes, no hay un hombre a quien quieras conceder la superioridad.
Aquí tienes tus miras; yo lo sé y no por conjeturas; bien adviertes que digo verdad, y quizá por esto mismo no dejarás de preguntarme:
—Sócrates, ¿qué tiene que ver este preámbulo con tu obstinación en seguirme por todas partes, que es lo que te proponías explicarme? Voy a satisfacerte, querido hijo de Clinias y de Dinómaca. Es porque todos esos vastos planes no puedes llevarlos a buen término sin mí; tanto influjo tengo sobre todos tus negocios y sobre ti mismo. De aquí procede sin duda que el Dios que me gobierna no me ha permitido hablarte hasta ahora, y yo aguardaba su permiso. Y como tú tienes esperanza de que desde el momento en que hayas hecho ver a tus conciudadanos lo digno que eres de los más grandes honores, ellos te dejarán dueño de todo, yo espero en igual forma adquirir gran crédito para contigo desde el acto en que te haya convencido de que no hay ni tutor, ni pariente, ni hermano que pueda darte el poder a que aspiras, y que solo yo, como más digno que ningún otro, puedo hacerlo, auxiliado de dios. Mientras eras joven y no tenías esta gran ambición, Dios no me permitió hablarte, para no malgastar el tiempo. Hoy me lo permite, porque ya tienes capacidad para entenderme.
ALCIBÍADES. —Confieso, Sócrates, que te encuentro más admirable ahora, desde que has comenzado a hablarme, que antes cuando guardabas silencio, aunque siempre me lo has parecido; has adivinado perfectamente mis pensamientos, lo confieso; y aun cuando te dijera lo contrario, no conseguiría persuadirte. Pero ¿cómo conseguirás probarme que con tu socorro llegaré a conseguir las grandes cosas que medito, y que sin ti no puedo prometerme nada?
SÓCRATES. —¿Exiges de mí que haga un gran discurso como los que estás tú acostumbrado a escuchar? Ya sabes, que no es ésa la forma que yo uso. Pero estoy en posición, creo, de convencerte de que lo que llevo sentado es verdadero, con tal de que quieras concederme una sola cosa.
ALCIBÍADES. —La concedo, con tal de que no sea muy difícil.
SÓCRATES. —¿Es cosa difícil responder a algunas preguntas?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —Respóndeme, pues.
ALCIBÍADES. —No tienes más que preguntarme.
SÓCRATES. —¿Supondré, al interrogarte, que meditas estos grandes planes que yo te atribuyo?
ALCIBÍADES. —Así me gusta; por lo menos tendré el placer de oír lo que tú tienes que decirme.
SÓCRATES. —Respóndeme. Tú te preparas, como dije antes, para presentarte dentro de pocos días en la Asamblea de los atenienses, para comunicarles tus luces. Si en aquel acto te encontrase y te dijese: —Alcibíades, ¿con motivo de qué deliberación te has levantado a dar tu dictamen a los atenienses? ¿Es sobre cosas que sabes tú mejor que ellos? ¿Qué me responderías?
ALCIBÍADES. —Te respondería sin dudar, que es sobre cosas que yo sé mejor que ellos.
SÓCRATES.