Sinclair Lewis

Eso no puede pasar aquí


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literario. La americanidad de los hombres gentiles de esa sociedad del medio-oeste no puede ser puesta en duda, ni desde dentro, ni mucho menos desde fuera.

      Luego llegarían El doctor Arrowsmith (1925), Elmer Granty (1927) o Dodsworth (1929), entre otras. En esta última se relata el sueño europeo de todo americano. El mundo de fuera, la vieja civilización que nutre durante siglos la sociedad norteamericana y que, una vez se establecen en su territorio, deben olvidar toda raíz europea para formar parte de ese indispensable proceso de americanización. El anciano Sam Dodsworth abandona su Zenith natal para viajar sin demasiadas ganas con Fran, su joven y –claro– bella esposa, a Europa, la Europa monumental y de lujosas mercancías para la alta sociedad norteamericana con la que Fran quiere tener contacto, la Europa “sexy”. La novela sirve para enfrentar el pensamiento europeo al norteamericano y donde queda claro que ser crítico con su propio país no quiere decir, en el caso de Lewis, ser antiamericano.

      Lewis afirmó amar a América, aunque no le gustaba. Él también había hecho el obligado viaje a Europa muchos años antes, un viaje exterior que según él mismo solo supuso una huida de la realidad. El verdadero viaje, subrayó, era “por los pueblos de Minnesota, en una granja de Vermont, en un hotel de Kansas City o Savannah, escuchando el zumbido diario habitual de lo que son las personas más fascinantes y exóticas del mundo: los ciudadanos comunes y corrientes de los Estados Unidos, con su amabilidad con los extranjeros y sus bromas pesadas, su pasión por el progreso material y su tímido idealismo”. El mundo que en muchos aspectos desdeñaba pero que también amaba lo suficiente para evidenciar lo que creía eran sus defectos. Son palabras autobiográficas de tan solo un año después de la publicación de Dodsworth, y con motivo de la recepción del Premio Nobel (1930), el primer norteamericano en conseguirlo hasta entonces.

      Para su discurso de agradecimiento, de nuevo el miedo: “El miedo americano a la Literatura” fue su título. En él se explaya, se defiende, agradece y, una vez más, se enfrenta a la Academia, a algunos que critican más a su persona que a su obra, a los gentiles en la literatura de su país que le precedieron, a detractores que incluso piensan que darle el premio a él, a alguien que se ha atrevido a poner en duda algunos valores norteamericanos, es una ofensa al país que, a su pesar, representa. A la vez, termina elogiando a la generación de escritores siguientes que sale poco a poco del provincialismo, la generación de Hemingway, Wolf, Dos Passos, Faulkner. Merece la pena leerlo entero.

      Entraban los años treinta. Una década entera en la que, no solo la clase trabajadora, sino también la clase media tenía pocas expectativas a la hora de encontrar un trabajo. Exactamente como hoy. La década de los regímenes totalitarios de todos los colores. Pero la proliferación de estos movimientos políticos no es espontánea, como todos sabemos, sobre todo en el caso de Europa. En el caso norteamericano, los años veinte no fueron solo los “locos años veinte”, también fueron los años de la prohibición, de movimientos ultraconservadores y de corte fundamentalista como los que se describen en Eso no puede pasar aquí y en otros libros mencionados de Lewis. Así, en la línea crítica del autor, se pasa del provincianismo de los años veinte al conservadurismo extremo de corte fascista de los años treinta, aunque sin perder su naturaleza e idiosincrasia locales en esta novela.

      Sin desenmascarar los detalles de la obra, podemos adelantar que la novela cuenta la historia del mencionado director de un periódico de Vermont, Doremus Jessup, y de su oposición al carismático líder Buzz Windrip, candidato –por cierto demócrata– que asume la tentación de un gobierno dictatorial con un discurso populista, de puertas adentro con respecto a la política exterior, sustentado en el terruño y todos los ideales de la América que ya hemos señalado y con la que tan crítico fue Sinclair Lewis. Básicamente, el perfil de muchos de los líderes de aquella época, y de ahora. Churchill, en 1932, dijo no recordar ningún momento en el cual la distancia entre el tipo de palabras que usaban los estadistas y lo que pasaba realmente en muchos países fuera tan grande como lo fue entonces.

      Eran los discursos de paz que traían sometimiento y guerras, como los que da Buzz Windrip a lo largo de la novela, o en su obra doctrinal, La hora cero, donde expone todas sus teorías, muchas anti-europeas –de donde solo llegan hordas de inmigrantes groseros e ignorantes a los que “hay que darles algo parecido a la cultura americana y las buenas maneras”–, anti-intelectuales (“no queremos todas esas intelectualidades elitistas ni todos esos libros”, dice la Sra. Gimmitch, ferviente seguidora del futuro líder; de nuevo, el miedo a la literatura, a la literatura “profana”), pero también a los bancos –aunque no contra los banqueros–, y todos los etcétera que se pueden incluir en un discurso habitual del mismo corte populista. Cómo no, Windrip también goza de su propia guardia de orden personal, los “Minute Men”, una suerte de versión americana de las SA alemanas.

      Creo que el escenario de la obra, sin necesidad de desvelar mucho más de ella, está más que claro. Algunos la han llamado obra de anticipación, dado que fue en 1935 cuando la escribió y los fascismos europeos todavía no habían mostrado su lado más extremo y autoritario, que es el que se narra según avanza la novela. Por tanto, esta ficción literaria se asemeja en cierto sentido a obras como 1984, de Orwell, o aún antes a Nosotros, de Zamiatin, obras donde una situación socioeconómica determinada es base para la representación del miedo. Una ficción literaria que, como se puede ver en el detallado glosario fruto de una laboriosa investigación y que incluimos en esta edición, tiene su lectura real con nombres, movimientos y situaciones que existieron y que aparecen en la novela. Por tanto, en el trasunto de la ficción, cuando Sinclair Lewis escribió Eso no puede pasar aquí, quizá tenía algunas buenas razones que oía, veía o leía en los periódicos de entonces para pensar que todo era posible, hasta su fábula fascista, en el país de la Libertad.

      Un buen momento este –bueno para la lectura, que no para la política y, sobre todo, para la castigada sociedad de hoy- en el que adentrarse entre estas páginas cuya edición fue pensada en una etapa coyuntural concreta para una malograda editorial que dirigía, pero que reaparece, de nuevo, y quizá en el tiempo preciso, en la Editorial Machado. Bienvenidos a esta sátira, y parafraseando a Cyril Connolly –y donde dice escritor me permito poner lector–, “que el lector cuyo estómago no pueda asimilar con genio el almidón y el ácido de la política contemporánea rechace su plato”. Lewis, desde luego, no lo hizo.

      José A. Vázquez Aldecoa

      ESO NO PUEDE PASAR AQUÍ

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      EL ELEGANTE comedor del Hotel Wessex, con sus escudos dorados de escayola y el mural que representaba a las famosas montañas Green, había sido reservado para la cena de las damas del Rotary Club de Fort Beulah.

      Aquí, en Vermont, el evento no era tan pintoresco como podría haber sido en las praderas occidentales, pero también tenía sus atractivos: había una sátira en la que Medary Cole (molinero y propietario de una tienda de ultramarinos) y Louis Rotenstern (sastre por encargo, planchado y lavado) se hacían pasar por aquellos vermonteses históricos Brigham Young y Joseph Smith, y, con sus chistes sobre diversas esposas imaginarias, lanzaban cómicas indirectas a las damas presentes. Sin embargo, en esta ocasión reinaba la seriedad. Desde 1929, tras siete años de depresión económica, toda América estaba seria. Había pasado el tiempo suficiente desde la Gran Guerra de 1914-18 para que los jóvenes nacidos en el 17 estuvieran listos para ir a la universidad..., o a otra guerra, casi a cualquier guerra práctica.

      Esta noche los temas que tocaban los rotarios no tenían nada de gracioso, al menos no de un modo evidente, pues se trataba de los discursos patrióticos del general de brigada retirado Herbert Y. Edgeways, estadounidense, que se entregaba con ira al tema: “La paz a través de la defensa. Millones para armamento, pero ni un céntimo para los homenajes”; y de la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, tan conocida por su valiente campaña anti-sufragista de 1919 como por haber mantenido a los soldados americanos fuera de los cafés franceses durante la Gran Guerra mediante el astuto truco de enviarles diez mil juegos de dominó.

      Ningún