CONOCIMIENTO DE DIOS
La omnisciencia de Dios
Dios es omnisciente, lo conoce todo: todo lo posible, todo lo real, todos los acontecimientos y todas las criaturas del pasado, presente y futuro. Conoce perfectamente todo detalle en la vida de todos los seres que están en el cielo, en la tierra y en el infierno. “Conoce lo que está en tinieblas” (Daniel 2:22). Nada escapa a Su atención, nada puede serle escondido, no hay nada que pueda olvidar. Bien podemos decir con el salmista: “Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; alto es, no lo puedo comprender” (Salmo 139:6). Su conocimiento es perfecto; nunca se equivoca, ni cambia, ni pasa por alto alguna cosa. “Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:13). ¡Sí, tal es el Dios al que tenemos que dar cuenta!
“Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme; has entendido desde lejos mis pensamientos. Has escudriñado mi andar y mi reposo, y todos mis caminos te son conocidos. Pues aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh Jehová, tú la sabes toda” (Salmo 139:2–4). ¡Qué maravilloso Ser es el Dios de la Escritura! Cada uno de Sus gloriosos atributos debería darle honor y provocar que debería provocar que Lo consideremos más honorable. La comprensión de Su omnisciencia debería de postrarnos ante Él en adoración. A pesar de ello, ¡cuán poco meditamos en Su perfección divina! ¿Acaso será debido a que, aun el sólo pensar en ella, nos llena de inquietud?
Cuán solemne es este hecho: ¡nada se Le puede esconder a Dios! “Y las cosas que suben a vuestro espíritu, yo las he entendido” (Ezequiel 11:5). Aunque Él sea invisible para nosotros, nosotros no lo somos para Él. Ni la oscuridad de la noche, ni las cortinas más cerradas, ni la más profunda prisión pueden esconder al pecador de los ojos de la Omnisciencia. Los árboles del huerto fueron incapaces de esconder a nuestros primeros padres. Ningún ojo humano vio a Caín cuando asesinó a su hermano, pero Su Creador fue testigo del crimen. Sara podía reír por su incredulidad, oculta en su tienda, mas Jehová la oyó. Acán robó un lingote de oro que escondió cuidadosamente bajo la tierra pero Dios lo sacó a la luz (Josué 7). David se esforzó en esconder su iniquidad, pero el Dios que todo lo ve no tardó en mandar uno de sus siervos a decirle: “Tú eres aquel hombre” (2 Samuel 12:7). Y a las tribus que quedaban al oriente del Jordán se les dice: “Mas si así no lo hacéis, he aquí habréis pecado ante Jehová; y sabed que vuestro pecado os alcanzará” (Números 32:23).
De ser posible, los hombres despojarían a la Deidad de Su omnisciencia —¡prueba de que “los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7)! Los hombres impíos odian esta perfección divina que, al mismo tiempo, se ven obligados a admitir. Desearían que no existiera el Testigo de sus pecados, el Escudriñador de sus corazones y el Juez de sus acciones. Intentan quitar de sus pensamientos a un Dios como el que describe Oseas 7:2: “Y no consideran en su corazón que tengo en memoria toda su maldad”. ¡Cuán solemne es el Salmo 90:8! Todo aquel que rechaza a Cristo tiene buenas razones para temblar ante Él: “Has puesto nuestras maldades delante de ti; nuestros secretos están ante la luz de tu rostro”.
Pero, para el creyente, la omnisciencia de Dios es una verdad llena de consolación. Lleno de asombro, Job dice: “Más él conoce mi camino” (Job 23:10). Esto puede ser profundamente misterioso para mí, completamente incomprensible para mis amigos pero, ¡Él conoce! En momentos de agotamiento y debilidad, los creyentes recuerdan con certeza que “Él conoce nuestra condición; “se acuerda de que somos polvo” (Salmo 103:14)! Cuando nos asalten la duda y la desconfianza ellos apelan a este atributo, diciendo: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:23–24). En el tiempo de triste fracaso, cuando nuestros actos han desmentido a nuestro corazón, nuestras obras repudiado a nuestra devoción, y hemos oído la pregunta escrutadora que escuchó Pedro: “¿Me amas?”, hemos dicho como Pedro: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo” (Juan 21:17).
Aquí encontramos un estímulo para orar. No hay razón para temer que las peticiones de los justos no sean oídas, ni que sus lágrimas y suspiros escapen a la atención de Dios, ya que Él conoce los pensamientos e intenciones del corazón. No hay peligro de que un santo sea pasado por alto en la multitud de aquellos que cada día y cada hora presentan sus peticiones, porque la mente infinita de Dios es capaz de prestar la misma atención a millones, que a uno solo de los que buscan Su atención. Asimismo, la falta de un lenguaje apropiado y la incapacidad de dar expresión al más profundo de los anhelos del alma no comprometerá nuestras oraciones, porque “Y antes que clamen, responderé yo; mientras aún hablan, yo habré oído” (Isaías 65:24).
Pasado y futuro
“Grande es el Señor nuestro, y de mucho poder; y su entendimiento es infinito” (Salmo 147:5). Dios no solamente conoce todo lo que sucedió en el pasado en cualquier parte de Sus vastos dominios y todo lo que ahora acontece en el universo entero, sino que, además, Él sabe todos los hechos, desde el más insignificante hasta el más grande, que tendrán lugar en el porvenir. El conocimiento del futuro por parte de Dios es tan completo, como lo es Su conocimiento del pasado y del presente; y esto es así porque el futuro depende enteramente de Él. Si algo pudiera en alguna manera ocurrir sin la directa mediación o el permiso de Dios, ello sería independiente de Él, y Dios dejaría, por tanto, de ser Supremo.
El conocimiento divino del futuro no es una simple idealización, sino algo inseparablemente relacionado con Su propósito y acompañado del mismo. Dios mismo ha designado todo lo que ha de ser, y lo que Él ha designado debe necesariamente efectuarse. Como Su Palabra infalible afirma: “Él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?” (Daniel 4:35) y “Muchos pensamientos hay en el corazón del hombre; mas el consejo de Jehová permanecerá” (Proverbios 19:21). El cumplimiento de todo lo que Dios ha propuesto está absolutamente garantizado, ya que Su sabiduría y Su poder son infinitos. Que los consejos Divinos dejen de ejecutarse es una imposibilidad tan grande como lo es que el Dios tres veces Santo mienta.
En lo relativo al futuro, nada hay incierto en cuanto a la realización de los consejos de Dios. Ninguno de Sus decretos, tanto los referentes a criaturas como a causas secundarias, es dejado a la casualidad. No hay ningún suceso futuro que sea solo una simple posibilidad, es decir, algo que pueda acontecer o no: “Conocidas son á Dios desde el siglo todas sus obras” (Hechos 15:18 RVA). Todo lo que Dios ha decretado es inexorablemente certero, porque en Él “no hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17). Por tanto, en el principio de aquel libro que nos descubre tanto del futuro, se nos habla de “cosas que deben suceder pronto” (Apocalipsis 1:1).
El perfecto conocimiento de Dios es ejemplificado e ilustrado en todas las profecías registradas en Su Palabra. En el Antiguo Testamento, se encuentran docenas de predicciones relativas a la historia de Israel que fueron cumplidas hasta en los más pequeños detalles siglos después de que fueran hechas. Ahí también se hayan docenas de profecías sobre la vida de Cristo en la tierra, y estas también fueron cumplidas literal y perfectamente. Tales profecías sólo podían ser dadas por Aquel que conocía lo por venir desde el principio, y cuyo conocimiento descansaba sobre la certeza absoluta de la realización de todo lo profetizado. De la misma manera, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, contienen muchas profecías todavía futuras, las cuales deben cumplirse porque fueron dados por Aquel que las decretó.
Pero debe señalarse que ni la omnisciencia de Dios ni su conocimiento del futuro, considerados en sí mismos, son la causa. Jamás, sucedió o sucederá, algo simplemente porque Dios lo sabía. La causa de todas las cosas es la voluntad de Dios. El hombre que realmente cree las Escrituras sabe de antemano que las estaciones continuarán sucediéndose con segura regularidad hasta el final de la tierra: “Mientras la tierra permanezca, no cesarán la sementera y la siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, y