a él y a ella. El nació en Casablanca, yo en Tetuán. Nos une ese sentimiento de arraigo a España, que en su caso es aún más sorprendente porque vive en Francia. Entre esos dos lugares de debate me pregunto entonces si existe ese sentimiento en mí, si es o no una ficción. ¿La identidad es algo más que un deseo, una propuesta? Así que, si ha llegado de repente este libro por escribir, que inicio a mi vuelta a partir de las notas que tomé en ese día, es quizá porque estaba pendiente desde el mismo día que llegué a Madrid, cuando comencé a hablar en un idioma que no era el mismo, pero casi. No del todo. Y en ese no del todo estaba el secreto.
Todo lo igual era muy diferente entonces y la toma de conciencia fue marcando nuestro tiempo.
Vulnerables, exiliados, privilegiados por heredar esa fluidez que nos permitía seguir y sobrevivir.
La inauguración era una de las primeras emociones que todos nosotros reconocíamos. Sentíamos que inaugurábamos un nuevo tiempo, amigos, familias que iban a Canadá, Venezuela, España. Como si fuéramos exploradores en nuevos mundos desconocidos, éramos los primeros que volvíamos, llegábamos, en realidad nos íbamos. A pesar de no creer que fuera definitivo, sabíamos que probablemente lo sería. Nos agarramos entonces a una conciencia del pasado protectora, necesaria para encontrar sentido, como si fuéramos los únicos.
El pabellón de España, al contrario que el de la CCME que tiene puertas de cristal, es cerrado. Así que cuando me dispongo a escuchar la conferencia, que tiene lugar al terminar la mía, me encuentro las puertas cerradas y no sé si ha comenzado o terminado, por lo que desisto y vuelvo a cruzar al otro lado. Me pregunto si tiene algún significado ese estar y no. ¿Cómo explicar estas pertenencias abiertas que en lugar de ser una son múltiples? Y ¿no es ese sentimiento de desarraigo en realidad un privilegio?
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EN BUSCA DE NOBLES ANTEPASADOS
En una reciente entrevista, Eduardo Mendoza comenta: «La idea de escribir unas memorias la descarté de entrada. Nadie me aburre tanto como yo mismo. En cambio, creo que he tenido la suerte de vivir una época y de ser testigo de unos fenómenos históricos y culturales interesantes». Aunque diría que la mayoría de los sefarditas que he conocido no se aburren demasiado hablando de sí mismos, sí creo que tienen la sensación de vivir un periodo interesante. Nuevo desde luego. Nunca como hoy ha habido un reconocimiento por parte de las autoridades españolas, tanto gubernamentales como culturales, de un fenómeno de exilio que de la mano de Muñoz Molina se ha convertido en metáfora de otras querencias y memorias.
Al escribir la cita, recuerdo que conocí a Eduardo Mendoza en un programa de televisión catalana sobre Albert Cohen a quien dediqué mi tesis. Fue una experiencia curiosa, me gustó su humor. Coincidimos en algunas ocasiones más, pero me queda de ese encuentro la sensación de principio. Yo iniciaba mi tesis, que tardé muchos años después en terminar, y carecía de contexto literario, de entorno. Así que apreciaba, como hoy, los encuentros con escritores, como si con ellos, todo lo demás desapareciese, y fuéramos ciudadanos del mismo territorio de la ficción. Aprecié por lo tanto cada gesto y palabras de ese día. Siempre me sentía ajena, alguien empujando a patadas para existir. Existir entonces era reconocer en la mirada del otro una afirmación del encuentro. Eso bastaba.
Volviendo a la cita, el ser testigo forma parte esencial de mi educación judía. Heredamos la conciencia de la importancia del testigo. La memoria es memoria en tanto que somos testigos, así el: yo Salí de Egipto, se convierte en una manera trasformadora e impulsora del ser. En ese sentido también creo que he participado como testigo de ese retorno del que habla Pierre Assouline. A veces parece una parodia, otras, algo profundo y esencial. Hay lugar para la reflexión y el conocimiento, no únicamente de lo particular, sino que permite una visión amplia que se adentra en Europa y en la cultura occidental.
Antes de continuar vuelvo a la palabra que da comienzo a mi memoria compartida. A mi llegada a España. Por ahora no sé bien cuándo tropecé con ella por primera vez, pero está allí, tres sílabas susurrantes: Sefarad. Sefarad es la traducción de España al hebreo. A muchos les sorprende que cuando dicen de dónde vienen en el aeropuerto de Tel Aviv descubran que vienen de Sefarad. Pero cuando yo digo soy de Sefarad no es lo mismo que cuando lo dice otro español nacido en Madrid, Málaga o Barcelona. Él dice soy español como otros dicen soy francés o italiano. Cuando lo decimos nosotros, decimos en una sola palabra, vivamos o no en España, que nos reconocemos como descendientes de los hispanohebreos que vivieron en España y fueron expulsados hace más de quinientos años. Y en su diáspora estuvieron sobre todo en tres grandes regiones, además, cada una de ellas supuso un desarrollo diferente. Pero se reconoce un origen común. Hay por lo tanto un pacto de origen. Un lugar de partida. La Hispania cristiana o la musulmana. Mi padre, que es ya un señor mayor, siempre me hace preguntas inteligentes. Me descubre ángulos que yo no había pensado aún. Como su cuestión sobre que esa Sefarad también musulmana se llevó o mantuvo, sin embargo, el español. Y por eso debemos suponer que en realidad se mantuvo una memoria, un apego. Pero seguramente no palabras exactas, sino que fue esculpiéndose el lenguaje con el paso del tiempo. Parto de la paradoja de la feria del libro de Casablanca. Durante años ignoré mi lugar de nacimiento, no exactamente ignorar, escribí sobre Tetuán, lo narré, atrapándolo como espacio infantil, pero creo que no profundicé en lo que supuso estar allí, el complejo sistema de vínculos que se pusieron en marcha. Pero somos también lo que ignoramos.
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EL OTRO
No puedo desligar mi identidad de la escritura, soy lo que deseo escribir y seré lo que escribo. Es el texto donde aparece y es en otros escritores donde reconozco esa absoluta pertenencia. Cada uno lo figura a su modo. Entre los sefarditas hay quienes se descubren en la música reviviendo las canciones, o investigan la historia o paseando por España de pueblo en pueblo, ambulantes, con su narración. La mayoría, simplemente sefardíes sin demasiada preocupación identitaria, son afortunados, no deben nada, no necesitan demostrar ni cuestionar. Privilegiados en su serenidad viven en la misma tradición o en los ritos inmersos en lo natural sin necesidad de grandes demostraciones.
En mi caso: la escritura. Oración diría Kafka, espacio de trascendencia. Sin la obligación de llegar a millones basta con la presencia del libro. Con la alegre certeza de mirar al futuro. Con la esperanza de ese alguno, alguien que como hacemos nosotros hoy, en su tiempo nos encuentre. Certeza de eslabón, de continuidad. Allí nos vamos encontrando los unos con los otros. Esa es mi idea de nación, el ser futuro en la medida de que somos testigos.
Reviso textos que ya he escrito, y en muchos están claves que he ido descubriendo, exponiendo. Siempre con la esperanza de encontrar el texto, el libro, quizá sea este el que me libere de esa necesidad de explicarme desde niña. Si Albert Cohen escribía para convencer a un Camelot, vendedor ambulante, de la grandeza de su pueblo, si se dirigía a ese Camelot que le gritó en público, cuando quiso ser amable, cuando le iba a comprar su mercancía, el día de su décimo cumpleaños, «judío, vete a tu país», en una calle de Marsella en 1905; yo quizá me justificaba en cada página con el sacerdote que daba clase de religión en mi colegio, el Liceo Sorolla. Me liberaba de gimnasia, no sé por qué, y de la clase de religión. Y el sacerdote, un día, al salir, en el umbral de la puerta me dijo: «Pobrecita, no tienes la culpa». En la España de entonces, claramente la realidad, era una verdad ajena para mí. Como Philip Roth, que preguntaba a su madre si los judíos creemos en la nieve. Esa pregunta es una metáfora de lo que sentimos; hay una realidad externa y en minoría se vive la sensación de reinventar la realidad, de darle una forma, que se enfrenta a otra verdad, que por ser general parece más auténtica, pero uno se esfuerza en mantener el equilibrio. En mi caso yo le dije a una niña que me explicaba que su madre cada mes tenía manchas rojas, que nosotras las judías no, que eso debía ser cosa de las cristianas. Esa posibilidad me resultaba creíble. Estaba tan arraigado en mí ese sentimiento de diferencia que no había frontera entre algo cultural y algo físico. La menstruación, tan natural y femenina, supe después con sorpresa que la teníamos también las mujeres judías.
Ese sacerdote me liberó evidentemente