sino sencillamente la caída perpetua o, mejor dicho, el desgaste infinito.
De este modo, la naturaleza, por ejemplo, cumple una función fenomenológica en los textos de Colette; tiene un aparecimiento que se ha deslindado de la forma natural stricto sensu5 y que adquiere un valor solamente cuando se consume, cuando se in-corpora a las condiciones de una exasperante normalidad. Naturaleza y deseo hacen cuerpo dentro (y fuera) del cuerpo, como una especie de fortaleza que se construye ya no según las leyes de la necesidad sino de acuerdo con aquellas de la demanda: los colores se trasladan de las flores y el paisaje a la ropa, a las actividades del hombre convertido en niño, convertido a su vez en amante, pleno de satisfacción, derrotado por la fuerza que (lo) ha deglutido. Ello da como resultado una terrible actualidad a las reflexiones de Colette, lo cual podría explicarse por dos sencillas razones: primero, porque surgen de la detallada atención que pone en lo cotidiano, en lo que la rodea –en el mejor estilo del pensamiento cartesiano, a saber, partiendo de la duda que todo lo toca excepto al propio “yo que duda”–; y, en segundo lugar, porque Colette, al abordar los temas cotidianos, no pretende agotarlos sino que esboza algunos trazos para futuras reflexiones –en la mejor tradición pascaliana, a su vez, de algún modo, heredera de Montaigne, donde el fragmento inconcluso y próvidamente fechado sirve para detener el curso de la historia en un sentido lineal, progresista, providencialista incluso, y llevarla, así, a los confines de la trascendencia. He ahí la grandeza de Colette y la importancia que, creemos, tienen estos textos donde la autora reúne, en unos cuantos retratos cotidianos, las dos grandes corrientes del pensamiento francés –y, podríamos decir, europeo, occidental, moderno: la Ilustración (de Descartes a Kant) y el romanticismo (de Pascal a Hegel).
Sin duda podrá parecerle al lector de este volumen ciertamente hiperbólico que una serie de textos que hablan de trineos, vestidos o animales salvajes que se esconden en las calles y edificios de París comporten un grado tan elevado de reflexión en torno a la modernidad. Empero, es precisamente el carácter cotidiano de la modernidad lo que redimensiona los textos de estas Cuatro estaciones. Dicho de otro modo, para Colette lo moderno es terriblemente complejo por su aparente cotidianidad, por su peligrosa normalidad. Esa normalidad se refiere constantemente a la distancia –será mejor decir, a la tensión– entre la niñez y la adultez, una normalidad de reglas y convenciones que no terminan de desdibujar los paisajes del romanticismo finisecular y su negativo por excelencia, a saber, la Belle époque, pero que, al mismo tiempo, al ser incorporada a la serie específica de trabajos que exige la modernidad para poder concretarse, tampoco es del todo una imagen fija e inamovible de los inicios del siglo xx y el proceso, ya desde entonces indetenible, de globalización. Si bien Colette y su obra se encuentran en esa especie de limbo entre el siglo xix y el xx, su crítica –en un sentido profundo, es decir, como prognosis– puede parecer mucho más cercana a nosotros que a los lectores a los que de hecho estaba dirigida. A diferencia de los autores descomunales de la modernidad temprana (Proust, Joyce, Kafka, Mann, Musil, la propia Virginia Woolf), la reflexión de Colette es verdaderamente un espejo que muestra ambas partes de la modernidad al mismo tiempo: por un lado, la imagen que se proyecta desde el fondo –y cuyo origen es intrazable, si no es que inexistente– y, por otro, la imagen proyectada por ésta, es decir, la copia y el “original” en el mismo momento, separadas tan sólo por un doblez, un pliegue que generalmente se encuentra cifrado en la subjetividad de la voz de la autora. No es, entonces, un efecto de la nostalgia a lo que asistimos en sus textos sino el encuentro de lo que fue y no ha terminado de ser con lo que, sin concretarse del todo, está siendo. La de Colette, así, es una escritura conscientemente performativa que diluye de manera tajante los límites entre pasado y futuro, una escritura que, sin la necesidad de anclarse al indicativo sino, más bien, deplagando sus potencialidades, construye un presente. Y ese efecto, a casi un siglo ya de los textos que ahora presentamos, logra no sólo re-crear las condiciones textuales y retóricas con las que trabaja Colette sino, sobre todo, su dimensión social. En este sentido es en el que podemos decir que las narraciones que ahora presentamos son ensayos en toda la extensión de la palabra.
Ésa es precisamente la dimensión social de las Cuatro estaciones de Colette: al situarse en un punto intermedio entre las ruinas de un pasado romantizado y los desechos siempre proliferantes de un futuro instrumentalizado, las descripciones que hace –rayanas en una forma muy particular de écfrasis que niega la escisión entre lo urbano y lo campestre– son denuncias de una situación decadente que parece no poder terminar sino por medio de su propia aniquilación en manos del capital. En un movimiento que recrea a Proust –y que, a su modo, anticipa a Perec–, Colette dice, por ejemplo, que sólo los millonarios que llegan a París pueden llevar hasta allí, piedra por piedra, algunas iglesias góticas de provincia. Dicho de otro modo, sólo el capital, en su afán de acumulación –y por medio de la violencia que produce al excederse, al crear excedentes–, puede recrear esa ciudad que existe ya nada más en la memoria de las personas, en una especie de recinto inhabitable que está hecho de palabras. Su lenguaje, entonces, como una especie de código privado donde moran flores y jardines –pero también pequeños artefactos cotidianos, pequeñas situaciones y accidentes– es lejano, triste, luminoso; es el espectro de la materialidad que la rodea, o bien, para decirlo más claramente, el lenguaje es lo único que aún, acaso, mantiene un valor de uso frente a la proliferación de valores y su incesante intercambio.
Podrá decirse que esta lectura sociológica y abiertamente marxista de la obra de Colette es errónea, o que lo es, al menos, en cuanto la de Colette es, principalmente, una escritura pulsional –debidamente ordenada, es cierto, como el placer debía serlo para el divino marqués de Sade si es que acaso quería disfrutársele y no desbordarlo–;6 una escritura que recorre el espectro fundamental de toda escritura femenina, si nos apegamos a la definición que de ésta hace Nelly Richard: “la escritura [femenina]”, dice la filósofa franco-chilena, “surgiría precisamente de esa contradicción móvil entre pulsión y concepto, flujo y segmentación, que adapta formas construidas según la experiencia del lenguaje que decide realizar el sujeto”; y continúa: “la valencia crítica de la relación entre mujer y transgresión no está garantizada a priori: ella nace de una dinámica de los signos orientada hacia la ruptura de las significaciones monológicas que puede ser compartida por autores masculinos si su práctica del discurso busca también fisurar el molde del concepto”.7 Es decir, escritura femenina sin que estemos hablando de Colette en cuanto autora, conservando así el lugar de la obra de Colette en el espectro literario francés, esto es, el de una coyuntura entre lo estrictamente masculino, cuasi falocéntrico, y lo propiamente femenino, feminizado incluso. Para ello, pues, es menester entender, como propone Kristeva, que “en 1925 […] Colette posee todas las lógicas de su ser y domina todos los atavíos de su entorno inmediato para imponerles, cada vez de mejor modo a todos, aquello que ya se encuentra en ellos: una escritura confundida, por conducto de Sido, con la carne del mundo”.8 Para decirlo en las propias palabras de Colette: “lo que resta [de ese mundo] merece todavía la pena ser cantado en modo melancólico”.
Así, el París de Colette, 30 años antes del de Barthes, es lugar –producido y produciente, como lo propone Michel de Certeau–9 de mitologías. La fauna humana y animal que lo habita es sumamente contradictoria y parece como si sólo quien viviera en la todavía entonces capital del mundo moderno contara con las armas conceptuales suficientes para resolver dicha contradicción sin caer en la ideología, es decir, recuperando las contradicciones en su dimensión más profunda y dejando que éstas se desplieguen ante los ojos de los habitantes como parte de su propia subjetividad. En términos de Revueltas, de lo que está (constantemente) escapando Colette es del “trance de enajenación jurídica (reflejo de la enajenación esencial) donde el trabajo del conocimiento […] se escinde de la materialidad inmediata […] en que su objeto […] se realiza”.10 Por ello, el París de Colette no es una imagen del mundo, una especie de suma de todas las potencias que rodean las violencias del capital y, consecuentemente, un significante siempre hegemónico, sino que es ese mundo en presente al que Colette le opone el mundo de la infancia, el recuerdo fragmentario, el mundo en pasado a veces solamente contenido en una imagen, deshaciendo, de este modo, la constitución de la hegemonía parisina; en términos de Laclau, a la imagen unívoca, al significante flotante de París, Colette le opone un significante vacío, ese que proviene de su memoria y que, en el encuentro con la llamada ciudad de las luces,