Lee Child

Luna azul


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común y corriente como usted, puede haber sido un coche antiguo. Fue hasta allí en el coche y ha vuelto en autobús. Pasando por el banco del comprador. El cajero puso el efectivo en un sobre.

      —¿Quién es usted?

      —Un bar es un lugar público. Me da sed, igual que a cualquiera. Quizás tengan café. Me sentaré en otra mesa. Puede fingir que no me conoce. Va a volver a necesitar ayuda para salir. Esa rodilla se va a endurecer un poco.

      —¿Quién es usted? —dijo otra vez el hombre.

      —Mi nombre es Jack Reacher. Fui policía militar. Me entrenaron para detectar cosas.

      —Era un Chevy Caprice. Antiguo. Todo original. En perfectas condiciones. Muy pocos kilómetros.

      —No sé nada de coches.

      —A la gente ahora le gustan los Caprice viejos.

      —¿Cuánto le pagaron?

      —Veintidós quinientos.

      Reacher asintió. Más de lo que pensaba. Billetes frescos y nuevos, todos apretados.

      —¿Lo debe todo? —dijo.

      —Hasta las doce en punto —dijo el hombre —. Después sube.

      —Entonces va a ser mejor que vayamos yendo. Este podría llegar a ser un proceso relativamente lento.

      —Gracias —dijo el hombre —. Mi nombre es Aaron Shevick. Estoy para siempre en deuda con usted.

      —La amabilidad de los desconocidos —dijo Reacher—. Hace girar el mundo. Alguien escribió una obra de teatro al respecto.

      —Tennessee Williams —dijo Shevick—. Un tranvía llamado deseo.

      —Uno de esos ahora mismo nos vendría bien. Tres bloques por cinco centavos sería una ganga.

      Empezaron a andar, Reacher dando pasos lentos y cortos, Shevick saltando y picoteando y dando tumbos, todo torcido a causa de la física newtoniana.

      TRES

      El bar estaba en la planta baja de un edificio de ladrillo viejo y simple en el medio de la calle. Tenía una puerta marrón maltrecha en el centro, con ventanas mugrientas a ambos lados. Por encima de la puerta había un nombre irlandés parpadeando en un neón verde, y harpas y tréboles de neón semimuertos y otras figuras polvorientas en las ventanas, todas promocionando marcas de cerveza, algunas de las cuales Reacher reconoció, y algunas de las cuales no. Ayudó a Shevick en el bordillo del otro lado, y a cruzar la calle, y a subir el bordillo de enfrente, hasta la puerta. La hora de su cabeza daba las doce menos veinte.

      —Yo entro primero —dijo—. Después entra usted. Funciona mejor de esa manera. Como si nunca nos hubiéramos conocido. ¿Vale?

      —¿Cuánto tiempo? —preguntó Shevick.

      —Un par de minutos —dijo Reacher—. Recupere el aliento.

      —Vale.

      Reacher tiró de la puerta y entró. La luz era tenue y el aire olía a cerveza derramada y desinfectante. El lugar tenía un tamaño decente. No era cavernoso, pero tampoco simplemente un local al frente. Había largas filas de mesas para cuatro comensales a ambos lados de un pasillo central desgastado que llevaba a la barra, que estaba dispuesta en forma de cuadrado, en la esquina izquierda al fondo del salón. Detrás de la barra había un tipo gordo con barba de cuatro días y un trapo colgando del hombro, como una placa de su oficio. Había cuatro clientes, cada uno de ellos solo en una mesa aparte, cada uno de ellos encorvado y extraviado, con el mismo aspecto viejo y cansado y exhausto y desanimado que Shevick. Dos de ellos estaban meciendo botellitas de cerveza, y dos de ellos estaban meciendo vasos medio vacíos, de manera defensiva, como si esperaran que se los arrebataran en cualquier momento.

      Ninguno de ellos tenía aspecto de usurero. Quizás el barman era el que hacía el negocio. Un agente, o un mediador, o un intermediario. Reacher se acercó y le pidió café. El tipo dijo que no tenía, lo cual fue una decepción, pero no una sorpresa. El tono del tipo fue amable, pero Reacher tuvo la sensación de que podría no haber sido el caso si el hombre no hubiera estado hablando con un forastero desconocido de la talla de Reacher y apariencia implacable. Alguien común y corriente podría haber recibido una respuesta sarcástica.

      En lugar de café Reacher recibió una botella de cerveza nacional, fría y húmeda y resbaladiza, con un volcán de espuma haciendo erupción por arriba. Dejó sobre la barra un dólar del cambio, y fue hasta la mesa para cuatro vacía más cercana, que resultó estar en la esquina de atrás a mano derecha, lo cual estaba bien, porque significaba que se podía sentar con la espalda hacia el ángulo, y ver toda la sala a la vez.

      —Ahí no —dijo el barman en voz alta.

      —¿Por qué no? —respondió Reacher.

      —Reservado.

      Los otros cuatro clientes miraron hacia allí, y después miraron hacia otro lado.

      Reacher volvió y quitó su dólar de la barra. Ningún por favor, ningún gracias, ninguna propina. Cruzó en diagonal hasta la mesa de enfrente justo al otro lado, debajo de la ventana mugrienta. Misma geometría, pero al revés. Tenía una esquina detrás de sí, y podía ver todo el salón. Le dio un trago a la cerveza, que fue mayormente espuma, y entonces entró Shevick, renqueando. Miró hacia delante a la mesa vacía en la esquina del otro lado a mano derecha, y se detuvo sorprendido. Miró alrededor de toda la sala. Al barman, a los cuatro clientes solitarios, a Reacher, y después otra vez a la mesa de la esquina. Seguía vacía.

      Shevick empezó a avanzar cojeando hacia allí, pero se detuvo a mitad de camino. Cambió de dirección. Renqueó en cambio hacia la barra. Habló con el barman. Reacher estaba demasiado lejos como para oír lo que decía, pero supuso que era una pregunta. Podía haber sido ¿dónde está tal y tal? Definitivamente incluyó una mirada a la mesa para cuatro vacía en la esquina de atrás. Pareció recibir una respuesta sarcástica. Podía haber sido ¿qué soy yo, adivino? Shevick se retiró de allí y dio un paso en tierra de nadie. Donde podría pensar en qué hacer a continuación.

      El reloj de la cabeza de Reacher daba las doce menos cuarto.

      Shevick renqueó hasta la mesa vacía, y se quedó quieto un momento, indeciso. Después se sentó, enfrente de la esquina, como en la silla de visitas frente a un escritorio, no en la silla ejecutiva detrás del escritorio. Se posó en el borde del asiento, con la espalda bien recta, medio girado, mirando a la puerta, como preparado para ponerse de pie de inmediato educadamente no bien entrara el tipo con el que se tenía que encontrar.

      No entró nadie. El bar siguió en silencio. Tragos agradecidos, respiraciones húmedas, el chillido del trapo del barman sobre un cristal. Shevick miraba fijamente a la puerta. El tiempo pasaba.

      Reacher se puso de pie y anduvo hasta la barra. Hasta la parte más próxima a la mesa de Shevick. Apoyó los codos y se mostró expectante, como alguien con un nuevo pedido. El barman le dio la espalda y de repente se quedó ocupado con una tarea urgente al fondo en el rincón del otro lado. Como diciendo si no hay propina no te atiendo. Lo cual Reacher había predicho. Y querido. Para tener cierto grado de privacidad.

      —¿Qué? —susurró.

      —No está aquí —susurró Shevick en respuesta.

      —¿Generalmente está?

      —Siempre —susurró Shevick—. Está todo el día sentado en esta mesa.

      —¿Cuántas veces has hecho esto?

      —Tres.

      El barman seguía ocupado, lejos y al fondo.

      —Dentro de cinco minutos les voy a deber veintitrés quinientos, no veintidós quinientos —susurró Shevick.

      —¿Los intereses por demora son mil dólares?

      —Por día.

      —No es