con el tiranicidio, como un evento que debía impedir la guerra generalizada, esa que se realiza a campo abierto, lo que a ellos no les convenía. Era un modelo que se imponía en este tipo de situaciones, lo había leído en los archivos territoriales. Una bala de plata bien percutida, o alguna otra paradoja de legítima criminalidad, podía ser muy efectiva para resolver continuidades impedidas, o algo análogo.
El instinto le aconsejaba dar un rodeo y llegar un poco tarde a la reunión. Buscó un sendero y decidió bajar de la cabalgadura, al igual que sus escoltas. Desenfundó su Colt e hizo un rodeo, seguido muy de cerca por sus acompañantes. Había mucho silencio y la hostería parecía abandonada, a través de sus ventanas se vio una tenue luz. Se acercó a la parte posterior de la hostería y pudo darse cuenta que un hilo espeso de sangre escurría bajo la puerta. Al abrir comprobó que todos fueron degollados con corvos, un cuchillo de reglamento que utilizaba el ejército de Ciudad Caníbal. Conrad debió tranquilizar a sus primos que lo escoltaban, porque quedaron muy impresionados por la escena. Hicieron una rápida reunión de análisis de la situación; se dieron cuenta de que se trataba de una provocación para establecer una guerra abierta y que estaban siendo cercados por el enemigo. Por otro lado, Conrad no podía interrumpir el viaje, a pesar de que el plan original se vio alterado por la intercepción enemiga.
Conrad decidió enviar a ambos como emisarios a las Montañas Húmedas para informar de la masacre de todos los delegados del Monroe periférico, y para que de ahí se hiciera extensiva a los otros territorios. Él debió continuar viaje a Pampa Seca, que era parte del objetivo, pero antes tuvo que hacer una parada previa. Su tío Aron le había advertido que frente a cualquier eventualidad debía recurrir a los Hermanos de la Costa, quienes, además, podían ser de mucha ayuda en términos estratégicos. Incluso Conrad pensaba que parte del viaje lo podía hacer en una embarcación orillera proporcionada por ellos.
Con la ayuda de algunos lugareños que lo ubicaron y se compadecieron, hicieron el rito funerario para enterrar a los suyos. Previamente se preocuparon de ver si habían vestigios de la banda operativa degolladora, para averiguar si permanecían acechantes, pero comprobaron que se trató de un acto preciso de agresión, el típico gesto beligerante del que huye para esperar la reacción del agredido. Lo que ellos no sabían es que Conrad no estaba entre los asesinados, que era su objetivo primordial.
Sus primos adolescentes trataron de persuadirlo de que no fuera solo, pero debieron asumir su jerarquía y obedecer. Los tranquilizó diciéndoles que allá en la tierra de los Hermanos de la Costa podría conseguir otros escoltas que lo ayudaran a completar el viaje.
Antes de separarse, y a pesar de la sensación de catástrofe, decidieron descansar y comer algo. Compartieron el charqui y tomaron sidra, y durmieron hasta antes del amanecer a orillas del río Las Perdices, en donde hicieron fuego y montaron una tienda. Conrad esa noche soñó que la machi de los Hermanos de la Costa le advertía que una bandada de cóndores lo seguía durante todo el trayecto a Pampa Seca, porque arrastraba el olor de la muerte. Saúl, su primo más pequeño, soñó que un río torrentoso, que bien podía ser el río Enano, lo llevaba inexorablemente hacia el mar en una canoa que no podía conducir por la fuerza de una corriente sorpresiva y se perdía en un mar que lo tragaba en su inmensidad. Hilario, el otro primo, soñó que llegaba a caballo de noche a una ciudad circular que parecía deshabitada, pero se escuchaban ensordecedores y enloquecedores ladridos de perros que encabritaban al caballo, el que corría desbocado por callejuelas estrechas.
Conrad, consultado por sus parientes, debió hacerles una lectura de sus respectivos sueños, el suyo incluido, mientras cebaban un mate. El río, le dijo a Saúl, debía corresponder al destino inexorable frente al cual era inútil que se rebelaran o intentaran conducir, que lo mejor era dejarse llevar, aunque de una cierta manera, quizás usando bien el remo para eludir las piedras rocosas y los rápidos; esto último dicho en términos pedagógicamente metaforizados, por cierto.
Las ciudades, por otra parte, son laberintos peligrosos para un habitante que viene de las montañas, el que naturalmente tenderá a desorientarse, le dijo a Hilario. Eso es el miedo a lo desconocido, frente a lo cual el guerrero debe apelar al capital formativo que le legó su propio pueblo a través de su familia y sus preceptores. La lectura de su propio sueño aludía al sino fatal de los guerreros que llevan la marca de lo que son en su propio cuerpo, la que no era muy evidente ni siquiera para él mismo. Trató de ser breve y no dubitativo en su interpretación, asumiendo lo que más podía su rol de combatiente y de líder espiritual.
Luego del rito de la interpretación de sueños los parientes se despidieron con lágrimas en los ojos, él sintió que debía mantenerse incólume y no ceder a la emoción. Subieron a sus cabalgaduras y se fueron en direcciones opuestas. Conrad orilló río abajo, hacia la desembocadura en donde habitaban los Hermanos de la Costa. Al menos le quedaba medio día de viaje, y había un trayecto que debía hacer en balsa. Cabalgó durante horas con paso rápido, pero sin galopar, siempre atento a las sorpresas que le podía deparar el entorno.
NOTA
Podría decirse que el sujeto de la aventura es militante de una filialidad descompensada. Sabe que debe alternar la lucha entre los registros fragmentales del tao y la predicación ignaciana, algo ahumada por el fogón de la tribu.
* * *
N debía realizar unos encargos institucionales. El trabajo de oficina serializado como ejercicio terapéutico, que busca la inserción social y laboral del sujeto del desvío. Estaba ansioso porque el Otro venía especialmente del sur a verlo. Volvió demasiado tarde; se demoró más de cuatro largas horas en un trámite simple de no más de una. La funcionaria a cargo estaba histérica, porque si bien no imaginó lo peor, como el extravío del personaje, sí creyó que algo había pasado con los documentos.
N se distrajo a la vuelta de la diligencia, porque pasó al Museo Histórico. No pudo evitarlo, quedaba frente a la Plaza de Armas, al paso. Había comenzado su pasión por la Guerra del Guano, determinada por su encuentro con Adiós al séptimo de línea en monitos, y el museo tenía algunas de las referencias que aparecían en el texto. Esa tarde tendrían tema de conversación, era algo que compartían desde siempre, las aventuras heroicas de pueblos perdidos en un valle flanqueado por una cadena montañosa.
N tenía visto y elegido un libro grande de tapa dura que compilaba el gran parnaso de héroes clásicos. El Otro había tenido algún interés en el género de la fantasía heroica, pero lo había abandonado porque la tendencia que imperaba en su diseño lo emparentaba con el fisicoculturismo. Compartirían esa tarde primaveral algunos pareceres sobre la construcción del héroe como un tema de amplio espectro, y les costaría llegar a acuerdos sobre los emplazamientos y la descripción de las peripecias.
N lo hace ingresar a un pantano narrativo del que no pueden salir, confluyen en una escritura que se descalza en la (im)posibilidad de la aventura como parodia del relato institucional. Traman un acontecimiento a partir de encuentros episódicos.
N y el rezago de sus pasos en un suelo descaminado, a la intemperie, huyendo del perro rabioso de la normalidad. Junto al Otro padece la barbarie de las causalidades mecánicas, el horror implacable de la lógica y el cálculo temporal y espacial. Evita, además, pisar la línea de los pastelones en las veredas, por pauta cabalística.
LOS HERMANOS DE LA COSTA
Comenzó a llover poco antes de que Conrad llegara a la zona del balseo para cruzar el río. Sorpresivamente, una bandada de loros surgió de la espesura del bosque. Él lo atribuyó a la presencia de merodeadores y se llevó casi por instinto la mano a su revólver. Decidió bajar de su cabalgadura y caminó guareciéndose en el cuerpo del animal; luego lo amarró en un renoval de luma, sacó el Winchester de su funda, además del arco y el carcaj con sus flechas, y se internó en el bosque. Con el arco despejó la hojarasca echándola a un lado y hacia otro, de modo de pisar un suelo silencioso que no lo delatara. Se echó junto a un coihue caído y se tapó con las hojas que tapizaban el suelo, sobre todo de canelo. De pronto aparecieron entre los arbustos tres hombres armados con carabinas Mauser; caminaban zigzagueantemente buscando un sendero para llegar al río. El que iba al último se distanció varios metros de los otros dos que, además, doblaron siguiendo