H.P. Lovecraft

La sombra fuera del tiempo


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sesiones de reeducación antes de emplear deforma coordinada mis manos, piernas y aparato locomotor en general. A causa de éste y otros obstáculos inherentes a mi cuadro amnésico, estuve sometido durante largo tiempo a rigurosos cuidados médicos.

      Cuando observé que habían fracasado mis intentos por ocultar la falta de memoria, lo admití de manera abierta y me mostré ansioso de recibir cualquier clase de información. En efecto, los médicos pudieron comprobar que llegué a perder todo interés por mi propia persona tan pronto como me di cuenta de que el caso de amnesia era aceptado como algo natural.

      Observaron que mi máximo interés se orientaba hacia determinadas cuestiones de la historia, de la ciencia, del arte, del lenguaje y de las tradiciones populares —algunas tremendamente oscuras y otras de una simpleza pueril— que, en la mayoría de los casos, desconocía por completo.

      Al mismo tiempo observaron que poseía ciertos conocimientos asombrosos, muchos de ellos casi ignorados por la ciencia. Sin embargo, al parecer, yo trataba de ocultarlos, en vez de exhibirlos. En ocasiones aludía, de forma inadvertida y con seguridad inusitada, a acontecimientos ocurridos en edades oscuras, muy anteriores a los ciclos aceptados por la historia. Pero al ver la sorpresa que producían, trataba de hacer pasar mis alusiones por una broma. Y mi manera de referirme al futuro causó pavor más de una vez.

      Pronto dejé de manifestar esos misteriosos destellos de asombroso saber. Algunos observadores los atribuyeron a una hipócrita reserva por mi parte, más que a una disminución de los excepcionales conocimientos que se vislumbraban tras de mis palabras. Por otra parte, se mantenía mi desmesurada avidez por asimilar la lengua, las costumbres y las perspectivas del mundo en el futuro. Era como si yo fuera un investigador proveniente de tierras remotas y extrañas.

      En cuanto me lo autorizaron comencé a frecuentar asiduamente la biblioteca de la universidad. Poco después inicié los preparativos de aquellos viajes extraordinarios y aquellos cursos especiales que di en diversas universidades americanas y europeas, que tantos comentarios provocaron.

      En ningún momento perdí contacto con sabios y eruditos, aprovechando que mi caso gozaba de alguna celebridad entre los psicólogos de aquel tiempo. En varias conferencias fui presentado como un caso típico de desdoblamiento de personalidad, a pesar de que, de vez en cuando, sorprendía a los conferenciantes con algunos síntomas inexplicables o con cierta sombra de ironía cuidadosamente velada.

      No obstante, casi nadie me demostró simpatía o afecto. Había algo en mi aspecto y en mi manera de hablar, que suscitaba temor y aversión en aquellos con quienes me relacionaba. Era como si yo fuese un ser infinitamente alejado de todo lo equilibrado y normal. Mi presencia les producía una vaga sensación que los hacía pensar en abismos incalculables de distancia.

      Ni siquiera mi propia familia constituía una excepción. Desde el momento en que me recobré del colapso, mi mujer me miró con extremada aversión y horror, juraba que yo era un desconocido que usurpaba el cuerpo de su marido. En 1910, obtuvo el divorcio judicial, y no consintió en verme ni aun después de haber vuelto a la normalidad, en 1913. Estos sentimientos eran compartidos por mi hijo mayor y mi hija pequeña, desde entonces no he vuelto a ver a ninguno de ellos.

      Sólo mi hijo segundo, Wingate, fue capaz de vencer el terror y la repugnancia que despertaba mi cambio. Se daba cuenta, indudablemente, de que yo era un extraño. Pero, aunque tenía ocho años de edad, mantuvo la firme confianza de que recobraría mi identidad. Cuando esto sucedió, vino a buscarme, y los tribunales me confiaron su custodia. Durante los años subsiguientes me ayudó en los estudios que emprendí, y hoy, con sus treinta y cinco años, es profesor de Psicología de la Universidad de Miskatonic.

      Pero, en verdad, no me sorprende el horror que provocaba a los demás... Efectivamente, el espíritu, la voz y la expresión del semblante del ser que despertó el 15 de mayo de 1908 no eran de Nathaniel Wingate Peaslee.

      No pretendo extenderme hablando de mi vida entre 1908 y 1913, ya que los lectores pueden averiguar los pormenores de mi caso consultando —como he tenido que hacer yo mismo— las columnas de periódicos y revistas científicas de esa época.

      Cuando se me autorizó a disponer de mis propios recursos económicos, me dediqué a viajar y a estudiar en diversos centros culturales. Mis viajes, no obstante, eran en extremo singulares, ya que a menudo suponían prolongadas estancias en parajes remotos y desolados.

      En 1909 pasé un mes en el Himalaya. En 1911 llamé la atención sobremanera a causa de la expedición que emprendí, en camello, a los ignorados desiertos de Arabia. Nunca he conseguido saber qué sucedía en aquellos viajes.

      Durante el verano de 1912 fleté un barco y zarpé con rumbo al Ártico, hasta el norte del archipiélago de Spitzberg. A mi regreso di muestras de decepción.

      A finales de ese mismo año pasé unas semanas solo, me adentré en el vasto sistema de cavernas de Virginia occidental, por sus negros laberintos, más allá de donde haya alcanzado jamás la huella del hombre. Nadie se ha atrevido después a repetir esta hazaña.

      Mis estancias en las universidades se caracterizaban por una asimilación de conocimientos anormalmente rápida, como si mi segunda personalidad tuviera una inteligencia muy superior a la mía. He descubierto también que mis capacidades de lectura y de estudio eran extraordinarias. Me bastaba con hojear un libro para dominarlo a fondo. Mi habilidad para interpretar figuras complicadas en un instante era, en verdad, asombrosa.

      En ocasiones se llegó a rumorar que yo poseía el poder de influir sobre el pensamiento y la voluntad de los demás, aunque, por lo visto, procuraba disimular esta facultad.

      También se habló de mis relaciones con los dirigentes de diversas sectas ocultistas y con eruditos sospechosos de mantener dudosos contactos con los hierofantes de cultos abominables tan antiguos como el mundo. Estos rumores, cuyo fundamento no pudo demostrarse entonces, se veían alentados por la conocida temática de mis lecturas, puesto que en las bibliotecas no es posible consultar libros raros sin que trascienda el secreto.

      Hay pruebas palpables —mis anotaciones marginales— de que estudié a conciencia libros tales como el Cultes de Goules, del conde d’Erlette; De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn; el Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt; los fragmentos que se conservan del enigmático Libro de Eibon; y el terrible Necronomicón, del árabe loco Abdul Alhazred. Y es innegable, además, que durante el tiempo de mi sorprendente cambio renació una perversa actividad en numerosos cultos secretos.

      En el verano de 1913 comencé a dar muestras de aburrimiento y desinterés, e insinué a varias personas que cabía esperar en mí un cambio pronto. Les dije que volvían a mí algunos recuerdos de mi vida anterior, pero me juzgaron insincero, considerando que todos los detalles que mencionaba podían proceder de mis antiguas notas personales.

      Hacia mediados de agosto regresé a Arkham y abrí mi casa de la calle Crane, cerrada durante todo este tiempo. Instalé allí un artefacto de raro aspecto, cuyas piezas habían sido construidas por diferentes fabricantes americanos y europeos de aparatos de precisión, y lo mantuve celosamente oculto de cualquier persona inteligente que pudiera comprender de qué se trataba.

      Los pocos que llegaron a verlo —un obrero, una sirvienta y la nueva ama de llaves— decían que era como un armazón de varillas, ruedas y espejos. Tenía unos sesenta centímetros de alto, treinta de ancho y otros treinta de espesor. En el centro se encontraba instalado un espejo circular convexo. Todo esto ha sido confirmado por los fabricantes de las distintas piezas.

      La noche del viernes 26 de septiembre despedí al ama de llaves y a la criada hasta el mediodía del día siguiente. Las luces de la casa permanecieron encendidas hasta muy tarde. Un hombre flaco, moreno, de aspecto extranjero, llegó en un automóvil y entró.

      Era alrededor de la una, cuando se apagaron las luces. A las dos y cuarto, un policía que pasaba por allí observó que reinaba la tranquilidad más completa. El auto del extranjero seguía estacionado junto a la acera. Pero a eso de las cuatro ya no estaba allí.

      A las seis de