Heidi Rice

El jeque rebelde


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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 2019 Heidi Rice

      © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      El jeque rebelde, n.º 2817 - noviembre 2020

      Título original: Claimed for the Desert Prince’s Heir

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.: 978-84-1348-913-1

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Capítulo 13

       Capítulo 14

       Capítulo 15

       Capítulo 16

       Capítulo 17

       Capítulo 18

       Capítulo 19

       Capítulo 20

       Capítulo 21

       Epílogo

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      KASIA Salah clavó los ojos entrecerrados en el horizonte, envuelto en una neblina de calor, y después miró el teléfono.

      No tenía cobertura.

      Contuvo la palabra malsonante que había aprendido durante su estancia en la Universidad de Cambridge mientras el sudor se le acumulaba encima del labio superior y corría por su espalda, debajo de la camiseta y de la voluminosa túnica que se había puesto para evitar el calor y el polvo del desierto. Sin lugar a dudas, de haber oído aquella palabra, su abuela la habría castigado. Se guardó el teléfono en el bolsillo trasero de los pantalones cortos, que tardó unos desesperantes segundos en encontrar debajo de los metros y metros de tela. Entonces clavó la vista en el motor del todoterreno negro y, ya sí, juró en voz alta. Al fin y al cabo, no había nadie que pudiese oírla en un radio de setenta kilómetros y, aunque no sirviese de nada, hacía que se sintiese un poco mejor.

      ¿Por qué no había pensado en llevarse un teléfono por satélite antes de salir de palacio a investigar? ¿O a un acompañante? En especial, a alguien que supiese más que ella acerca de averías mecánicas. Suspiró y le dio una patada a una de las ruedas.

      No había imaginado que sufriría una avería en medio de la nada.

      El jeque Zane Ali Nawari Khan, esposo de su mejor amiga, Catherine, soberano de Narabia y, en teoría, su jefe, había trabajado mucho para conseguir que hubiese conexión a Internet y red telefónica inalámbrica en casi todo el país, pero ella debía de estar demasiado cerca de la frontera, además de estar en una zona aislada del desierto flanqueada por la región montañosa del sur, donde solo vivían los nómadas kholadis. Que ella recordase, los kholadis ni siquiera tenían agua corriente, así que las posibilidades de que necesitasen red telefónica eran escasas.

      Utilizó la túnica para cubrirse las manos y no quemarse con el capó del coche, lo cerró de un golpe. Por suerte, les había dado a Cat y a Nadia, su asistente, el itinerario del viaje, así que cuando no volviese a casa por la noche, enviarían a alguien a buscarla.

      Pero eso significaba que tendría que pasar la noche allí, en el coche.

      No iba a ser divertido, sobre todo, cuando cayesen las temperaturas, en cuanto se pusiese el sol.

      El aire seco y caliente le salpicó el rostro de arena. Se subió el pañuelo que llevaba al cuello para taparse la nariz y la boca y miró hacia el horizonte. La nube de polvo que había visto un rato antes había crecido.

      ¿Sería una tormenta de arena?

      ¿Iría en aquella dirección?

      Nunca había vivido una tormenta