Hélène Blocquaux

Cuentos de Arena


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seguía siendo su vida, su casa.

      Pablo ajustaba las cuerdas del ring en cada función con la precisión de un relojero.

      “Vamos a descansar un rato”. Memo, Lalo y el Guayabas instalaron los colchones sobre la lona antes de caer en un sueño profundo.

      El relleno de aserrín iba a desaparecer de la arena, para ser remplazado por una capa rechoncha y amortiguadora de hule espuma debajo de la lona extendida con orgullo a los cuatros postes. El cuadrilátero recién montado estaba reluciente un día antes de su estreno.

      Memo despertó, aturdido por una pesadilla. Maldito café que había tomado en exceso para permanecer despierto y terminar su trabajo. Dio un paseo por las gradas. La luz de la calle se filtraba por las ventanas y lo guiaba por los asientos de madera. A pesar de los ronquidos sonoros de sus compinches, concilió nuevamente el sueño. Un tablazo, o algo que parecía serlo, hizo brincar a los herreros desconcertados y asustados. El nuevo relleno no absorbió el ruido sino al contrario, lo expandió por toda la arena. Memo revisó la entrada, Lalo las ventanas y el Guayabas las butacas de una en una sin que apareciera por lo menos un pedazo de madera. El cansancio no venció el susto tremendo que se habían llevado. Intentaron dormir de nuevo. Imposible. Memo, Lalo y el Guayabas hablaron hasta el amanecer de sus amoríos de la infancia para olvidar el ruido de sus propios suspiros que se hacían eco en la arena vacía. Lalo imaginó a las tres de la mañana que un señor los observaba, sentado en una butaca de las primeras filas, pero sus compañeros lo callaron, suplicándole que no se bajara del ring para averiguarlo. Se refugiaron entonces en la oficina de la arena.

      Al día siguiente, doña Florencia Méndez llegó sonriente con una charola de pan dulce recién salido del horno de la panadería y cuatro vasos de café humeante: “El mundo pertenece a los que se levantan temprano”.

      Su rostro se crispó al contemplar el nuevo ring: “Ay Basilio, ahora sí te hubiera dado un infarto”.

      Despertando para desafiar el pasado, el espíritu de Basilio que antes se dedicaba a barrer el aserrín después del combate, seguía errando para afirmar: “Yo soy el vigilante de la arena”. Tomó de la mano a su esposa y ambos salieron por la puerta cerrada.

      ¡Réferi vendido!

      La lucha libre era la pasión de Pepe, pero su temperamento lo hizo réferi porque no le gustaba pegar. La recomendación había surgido unos meses atrás cuando su entrenador advirtió el umbral de resistencia al dolor extremadamente bajo y el sentido agudo de la justicia que conformaban la personalidad del que fuera en su tiempo El Mixteco. Acto seguido, Pepe optó por colgar su máscara y revestir la camisa rayada blanquinegra. Faltaba por consiguiente, además de conseguir el respeto del público, ganarse la consideración de los luchadores desarrollando un estilo peculiar para referear. Pepe había aprendido a mediar la cantidad de poder concentrado en sus manos: tres palmadas aplicadas en la lona enjuiciaban al bien contra el mal que debatían en el ring, bajo la mirada del respetable jurado quien rendía su veredicto a gritos. Sin embargo, eso no era todo. En la lucha libre si el réferi no vio el faul, entonces no existió.

      Aquella noche de máscara contra cabellera, concertada desde meses atrás, el ambiente en la arena olía a guerra declarada contra el odiado rudo. El réferi sentía el sudor recorrer su nuca y escurrir desde sus palmas húmedas. Estaba consciente del peso del compromiso que yacía en sus hombros de representante de la ley luchística. Retumbaron como la sentencia final en la lona los tres golpes reglamentarios. Pepe no había visto la falta. Alzó la mano del vencedor mientras que el técnico, furioso, lo levantaba para entregarlo como carnada viva al público, que ya había invadido el cuadrilátero. Cuando la decisión no es del agrado de la afición, ésta es capaz de enfurecer y de enloquecer con tal de defender al luchador merecedor de la victoria. Pepe se debatió hasta lograr saltar a la tercera cuerda y brincar acertadamente hasta la pasarela. Sacudido por tantos golpes inmerecidos, se refugió en los vestidores. A través de la puerta, llegaban todavía los gritos desesperados del enemigo aficionado como flechas envenenadas. Adentro del vestidor sitiado, las propuestas se enunciaban en plena confusión. ¿Cómo salir de la arena sin que Pepe resulte herido en un probable ataque? El Guardián encontró la solución. “¿Y si le presto mi máscara?” Rudos y técnicos, ya reconciliados, asintieron sobre la estrategia de retirada a adoptar. Pepe cambió su camisa de rayas por una playera promocional del Guardián que por suerte hacía juego con su máscara. La manija de la puerta despertó un miedo sudoroso en la mano de Pepe justo antes de abrirse ante la multitud desconcertada que dejaba el paso a los luchadores. “¡Guardián, un autógrafo!” “Pídanlos al Vengador por favor, hoy tengo prisa”. Los luchadores se dirigieron en fila india hacía la salida de la arena, observando un paso cada vez más acelerado. Un aficionado ingresó finalmente al vestidor. Tomó la camisa abandonada por el réferi despechado en el perchero. “¡Se escapó el réferi vendido!”, gritó desesperadamente el hombre frente al público burlado. Como referí, aquella noche ocurrió la primera derrota de Pepe. Declararse a favor de uno de los bandos, aunque sea involuntariamente, conlleva consecuencias que la afición difícilmente perdona. El título carente de honorabilidad iba a acompañar a Pepe lucha tras lucha hasta que la gente se cansara o se interesara por un caso más sonado.

      Pura calma

      Después de cada enfrentamiento, Régulo, el Ciclón Blanco, inicia la tregua. Al emprender el camino por la pasarela que lo lleva a los camerinos, empieza la cuenta regresiva, es decir la mutación del personaje luchístico en la persona civil. Pero su recuperación nunca se completa del todo, pues la piel conserva una herida sin sanar o hay un músculo resentido. El dolor es parte del combate, aparece cuando menos se lo espera, recordándole que su cuerpo requiere más atención que la carrocería de los coches que colecciona.

      Marcial, vigilante, es el testigo privilegiado de la vida de los luchadores, quien recoge no sólo muchas historias inexplicables sino también contadas confidencias de sus mujeres. Mónica siempre acompaña a Régulo a la arena. Llegan por lo menos una hora y media antes para que el luchador se pueda preparar físicamente. Mientras él se concentra respirando hondamente y realiza los últimos ejercicios de estiramiento, su esposa instala el puesto de máscaras y de playeras para la venta nocturna.

      El último pensamiento del gladiador antes de afrontar a sus adversarios está dedicado a su familia y su público. Por ellos, él se encuentra ahora en el ring. Al franquear las cuerdas, Mónica sabe que Régulo desaparece temporalmente de su universo, sustituido por Ciclón Blanco hasta terminar la sesión de autógrafos y de fotos con los aficionados.

      Pero a veces, Régulo no logra deshacerse de la adrenalina y de la concentración almacenada en el cuerpo durante la lucha. Sigue tenso, distante, como si fuera otro hombre, una persona ajena a cualquier vida humana. Alguien que no logra reposar porque en su mente, permanecen los gritos de los aficionados que lo apoyan y lo alientan a mostrar un desempeño óptimo. El espíritu guerrero de Ciclón Blanco habita todavía el cuerpo de Régulo cuando Mónica desarma el puesto de artículos promocionales. Saliendo de la arena, Mónica descubre en los ojos de su esposo si ya operó el desprendimiento de su personaje y se separó del ánimo despiadado del rudo.

      Esta noche, observó que el personaje no se había apartado de su dueño. Por lo tanto, quien se estaba subiendo al automóvil no era Régulo, sino su avatar luchístico. La inquietud la invadió, acompañada con cierto recelo. El luchador no se quitó la máscara hasta encontrarse adentro de la sala de su casa. Régulo volteó entonces a ver a su esposa con una conocida sonrisa traviesa. “¿No te diste cuenta verdad?” y prosiguió, satisfecho del efecto ocasionado en Mónica desbancada de su calma legendaria. “Un coche nos siguió hasta el último semáforo. De seguro, un aficionado más vivo que otros que me quería sorprender sin máscara”.

      En ocasiones, los luchadores tienen que cuidar a capa y espada su identidad más afuera que adentro de la arena. Esta noche, Régulo se sintió cansado. Guardó sus botas y su máscara en el closet y se sentó con un largo suspiro. A partir de ahora comenzaba la lucha más difícil de todas: ser un hombre común y corriente con sus responsabilidades y retos más que ordinarios… hasta el siguiente combate.