Pamela Ingrahm

Un jefe soltero


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la clase de jefe que apreciaría esa dedicación.

      A menos que se aprovechara de ello.

      Madalyn tenía que admitir que era un poco sensible en ese aspecto, pero no quería que un error del pasado oscureciera su futuro. No todos los jefes guapos eran unos aprovechados.

      Por supuesto, después de llevar más de una hora escribiendo cartas que después tendría que pasar al ordenador, tenía la tentación de decirle que se metiera el trabajo donde… bueno, que hiciera algo anatómicamente imposible. Pero no podía empezar dando problemas.

      No le importaba trabajar al cien por cien, pero aquel día era su cumpleaños. Su madre, Erin y ella habían pensado ir a cenar a un restaurante chino y después ver una película de vídeo. Seguramente no era la forma más emocionante de pasar un día de cumpleaños, pero a Madalyn le gustaba.

      Cuando miró su reloj eran las siete y aún le quedaba mucho para terminar, de modo que decidió llamar por teléfono a su casa. Mientras tomaba el auricular, se apartó de la frente un mechón de cabello castaño rojizo.

      –¿Sí? –contestó su madre, con su fuerte acento del sur.

      –Hola, mamá, soy yo otra vez. Parece que vamos a tener que cancelar lo de la cena.

      –¿No me digas que sigues trabajando?

      –Sí, aún me queda por lo menos una hora más. Recuérdame que llame al señor Price cuando llegue a casa.

      –Te lo dejaré escrito. Siento mucho que no podamos salir a cenar, pero mi ángel y yo lo estamos pasando muy bien.

      –¿Ah, sí? ¿Y cuántas galletas te ha robado tu «ángel»?

      –¡No digas eso de mi niña!

      –Mamá…

      –Tres, pero no se las ha comido enteras…

      –¡Mamá, no le des ni una más! ¿Ha cenado algo?

      –Sí. Y se está bañando… Mira, ahora se está restregando los ojitos. De verdad, hace los mismos gestos que tu padre.

      –Lo sé –sonrió Madalyn–. Bueno, ahora tengo que irme. Dale un beso a mi niña de mi parte.

      –Sí. Conduce con cuidado a la vuelta.

      –De acuerdo. Un beso.

      Cuando Madalyn colgó el teléfono, estaba de mejor humor. Con su habitual determinación, miró la pantalla del ordenador y se dispuso a copiar las cartas que había tomado a taquigrafía. Una vez de vuelta al trabajo, se olvidó del tiempo y, sólo cuando sintió un tirón en el cuello, paró un momento para estirarse.

      –¿Madalyn? –la voz de Philip la sobresaltó. Ni siquiera lo había oído abrir la puerta–. Siento haberme aprovechado de ti el día de tu cumpleaños. Estaba mirando de nuevo tu currículum y me he fijado en la fecha.

      –Esas cosas pasan. No es el fin del mundo.

      –Ya, pero acabas de llegar y te he metido de cabeza en el trabajo. Al menos, deja que te invite a cenar.

      –Oh, no, no es necesario…

      –Insisto. ¿Qué prefieres, un restaurante chino, mexicano…?

      –Me encanta la comida china, pero… –Madalyn no terminó la frase. Había detectado cierto reto en la expresión del hombre. ¿No le había probado que era una jugadora de equipo?, se preguntaba. Algo frío se instaló en su estómago. Esperaba no haberse equivocado juzgando a Philip. Aunque se había equivocado antes…–. Verás, Philip, tengo que ser sincera –empezó a decir entonces, rezando para no quedarse sin trabajo–. No me gusta mezclar el trabajo con mi vida social. Te agradezco la invitación, pero prefiero decir que no.

      Él pareció sorprendido, pero asintió amablemente.

      –Muy bien. Vete ahora mismo y disfruta de lo que te queda de cumpleaños.

      –Te lo agradezco, pero ya me queda poco y prefiero acabar estas cartas.

      –No hace falta…

      –Tardaré sólo una hora más… a menos que tú quieras marcharte, claro.

      –En absoluto. Agradezco que te quedes.

      Philip volvió a entrar en su despacho y, un segundo después, Madalyn comprobó que hablaba por teléfono. No hacía falta conocerlo a fondo para saber que era uno de esos hombres que trabajan siete días a la semana. Madalyn se preguntó por un momento dónde se había metido y decidió inmediatamente que no le importaría trabajar algunos fines de semana si él se lo pidiera porque sería una buena experiencia para ella. Y por la seguridad económica que le reportaría trabajar en Ambercroft, una de las compañías más importantes del país.

      Media hora más tarde, se abrieron las puertas del ascensor y un mensajero entró cargado con varias bolsas de papel. El olor a comida hizo que su estómago diera un gruñido. Madalyn no tenía que leer el nombre en las bolsas para saber que eran de Fong, su restaurante chino favorito.

      Philip debió oír al chico y salió de su despacho.

      –Philip…

      –No quiero discusiones. Te he hecho trabajar como una esclava el día de tu cumpleaños y esto es lo mínimo que podía hacer para desagraviarte.

      –No tenías que hacerlo.

      Una sonrisa transformó la cara del hombre y el corazón de Madalyn dio un vuelco.

      Quizá aquel trabajo no era buena idea. Quizá debería seguir buscando hasta encontrar un jefe que fuera diez centímetros más bajito que ella y con cara de sapo. Cualquiera, excepto aquel hombre alto, fuerte y que, cuando sonreía, podía iluminar una habitación entera.

      Pero se dijo a sí misma que debía comportarse con normalidad, tomar la comida china y después irse a casa.

      –¿Cómo has sabido que Fong era mi restaurante favorito?

      –Es el restaurante favorito de todo el mundo. La verdad es que no tenía ni idea, pero has dicho que te gustaba la comida china y esta es la mejor comida china al oeste de Pekín, de modo que… –sonrió él. Madalyn sabía que no hablaba metafóricamente. Seguramente había estado en Pekín una docena de veces y sabía exactamente quién servía la mejor comida china en Estados Unidos. Philip acercó una silla al escritorio y tomó un plato de ternera con brotes de soja–. Cuéntame algo sobre ti, sobre tu familia… ¡Espera! Olvídalo. Mi abogado me ha amenazado con cortarme la cabeza si me atrevo a hacerle preguntas personales a mis empleados.

      Madalyn tuvo que sonreír.

      –De ese modo evitas demandas por discriminación.

      Philip asintió, tomando un pedazo de ternera con los palillos.

      –A veces creo que nos estamos pasando con eso de lo políticamente correcto. No soporto tener que medir cada palabra.

      –Me sorprende que digas eso –dijo Madalyn–. Con tu reputación, habría creído que estás acostumbrado a esas cosas.

      –Esas cosas, como tú lo llamas, le están quitando diversión al trabajo.

      –No te preocupes. No me has ofendido y prometo no demandarte.

      –Me alegro. Háblame de ti, Madalyn Wier.

      –¿Qué quieres saber?

      –Todo. Empieza por lo más habitual, de dónde eres y esas cosas.

      Madalyn no tenía reparos en darle información, pero no esperaba que él mostrara auténtico interés. Después de algunos detalles sin importancia sobre su vida, sin duda la conversación versaría sobre Philip Ambercroft. Y se alegraría, porque siempre se había sentido fascinada por aquel hombre. Deseaba saberlo todo de él y tener la pelota en su tejado era realmente desconcertante.

      –Me crié en un pueblo muy pequeño. En Asulta, Louisiana.

      –No