Alberto Vazquez-Figueroa

Saud el Leopardo


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      –Los ajmans fingieron acogernos bajo su techo con intención de robarnos, asesinarnos y cobrar posteriormente la recompensa que los turcos ofrecían por nuestras cabezas, pero mi padre se dio cuenta a tiempo y...

      –¡No! ¡Yo no! –se defendió desesperadamente el sheik para gritar a continuación–: ¡Fedayines! ¡Ahora! —Ese grito iba dirigido hacia el fondo de la jaima, en la que se abrió de improviso una especie de falsa pared de la que surgieron dos beduinos armados de largos alfanjes que apartaron a un lado a la muchacha con la evidente intención de lanzarse sobre Ibn Saud y sus hombres.

      Ni siquiera tuvieron tiempo de dar un paso, puesto que Omar, que ocultaba su mano derecha bajo un amplio jaique, hizo un leve movimiento, sonaron dos disparos, y los atacantes cayeron casi simultáneamente, sin lanzar un grito de agonía.

      Suleiman había dado a su vez un salto esgrimiendo una amenazadora gumía, pero dejó caer el brazo al comprobar que ahora el arma de Omar le apuntaba directamente a los ojos mientras Ibn Saud agitaba la cabeza en un gesto de reconvención.

      –Nunca cambiarás, Suleiman –musitó Ibn Saud con evidente amargura–. Tus latrocinios, tus traiciones y tu avaricia continúan siendo la vergüenza de los habitantes del desierto.

      Indicó con la mirada los arcones, y Ali, con un golpe del revés de su alfanje, hizo saltar los candados. Al volcarlos, de dos de ellos surgió una cascada de monedas e infinidad de objetos de oro y plata que se desparramaron sobre los desnudos pies de Zoral.

      El repugnante sheik se precipitó a interponerse entre el negro y su tesoro al tiempo que aullaba como un poseso hasta un punto que se podría afirmar que había perdido el juicio.

      –¡No toques mi oro! –aulló–. ¡No lo toques! Quítame la vida si quieres pero no me quites el oro.

      Ibn Saud, que se había puesto en pie sin abandonar ni por un instante aquella especie de inalterable serenidad que presidía cada uno de sus ademanes y que emanaba de toda su persona, sacudió la cabeza con un gesto de auténtica lástima.

      –¿De qué te servirá todo ese oro en el otro mundo, Suleiman? –preguntó–. ¿De qué te servirá? ¿Acaso imaginas que el Paraíso que Alá promete a los honrados y a los justos se puede comprar con el fruto del robo y la rapiña?

      Hizo una leve indicación a Omar, haciéndole comprender que debía llevarse de allí a la muchacha que se había limitado a permanecer en pie contemplando a su padre como si se hubiera convertido en estatua de piedra. En cuanto ambos hubieron abandonado la estancia, Ibn Saud afirmó con la cabeza, en lo que constituía una muda orden, y con suma habilidad Ali pinchó al gordo en el costado con la punta de su alfanje y, cuando se inclinó instintivamente, de un solo tajo rápido y brutal le cercenó la cabeza, que rodó sobre la alfombra para ir a detenerse sobre la aún humeante bandeja repleta de carne de cabra.

      Ibn Saud indicó despectivamente los arcones:

      –Que la mitad se emplee en comprar armas y la otra mitad se reparta entre los murras, a los que este malnacido persiguió y asesinó durante su larga y asquerosa vida. Confío en que en estos momentos esté ya intentando robarle los cuernos a Saitan el Apedreado.

      Los turcos son feroces

      y cruel su aliado,

      mas ellos no les temen

      pese a ser demasiados.

      Con la verde bandera

      y la fe como espada,

      así marcha Saud

      sobre un blanco caballo.

      Viene a reconquistar

      aquel reino robado,

      viene a recuperar

      el honor mancillado.

      Por allí llega Saud

      sobre un blanco caballo,

      y los turcos le ignoran

      porque son demasiados.

      Pero Saud galopa

      sobre un blanco caballo

      porque sus enemigos

      nunca son demasiados.

      Una muchacha muy alta, muy negra y de portentosa belleza, enormes ojos expresivos y cuerpo de gacela, se afanaba extrayendo agua de un profundo pozo con el fin de dar de beber a un grupo de no más de ocho o diez corderos y cabras que ramoneaban la corta vegetación de la llanura pedregosa.

      De improviso sus ojos se fijaron en un punto tras una alta duna en la que acababa de hacer su aparición un puñado de jinetes que galopaban directamente hacia ella.

      Al frente ondeaba una vez más la bandera verde de la casa de Saud, pero ahora eran casi cincuenta los jinetes, y se distinguían entre ellos los jaiques rayados, distintivos de otras tribus que no se encontraban entre la montonera que un mes atrás había asaltado la caravana de soldados otomanos.

      La muchacha alargó la mano hacia un viejo fusil colgado de un poste, pero pareció comprender que de nada le serviría, por lo que buscó a su alrededor un lugar en el que esconderse del incierto peligro que se aproximaba. Al fin, llegó de igual modo a la conclusión de que no existía escape posible, por lo que optó por dejar el arma en su sitio y continuar con su tarea de sacar agua.

      La tropa se detuvo, rodeándola entre un berrear de camellos, un agitar de patas y voces de mando, y la muchacha no pudo por menos que dar un paso atrás, asustada, pese a que Ibn Saud saltó a tierra al tiempo que le hacía un gesto con el fin de que se tranquilizase.

      –¡No temas! –dijo–. No pretendemos hacerte daño; solo queremos agua. ¿De quién es este pozo?

      –De mi amo, Malik el-Fassi. Él lo cavó y su agua es toda su riqueza.

      Ibn Saud asintió con gesto de haber comprendido lo que quería decir, alargó la mano y depositó en la de ella un puñado de monedas.

      –Esto es para que se las entregues a tu amo; quien abre un pozo en el desierto merece una justa recompensa. —La muchacha se apresuró a ofrecerle el pellejo de cabra que servía de odre para extraer el agua, Ibn Saud bebió con ansia y de inmediato se lo pasó a su hermano Mohamed, que se encontraba a su lado.

      A continuación extrajo una nueva moneda y se la ofreció a la joven.

      –Esta es para ti –señaló con una tenue sonrisa–. Con ella podrás comprar tu libertad. ¿Cómo te llamas?

      –Baraka.

      –¿Baraka...? –no pudo por menos que sorprenderse Mohamed, que le acababa de pasar el odre a Jiluy–. ¿Acaso no sabes que esa palabra significa «suerte» o algún tipo de inexplicable don o gracia divina que se atribuye a ciertos santones y a objetos que han pertenecido a grandes hombres?

      –Lo sé.

      –En ese caso aclárame si es que eres santa, posees un don, has pertenecido a algún gran hombre o acaso es que traes suerte.

      –¡No lo sé! –fue la sincera respuesta de la joven–. En realidad me llamo Agatinya, pero cuando mi amo me compró, su esposa, que estaba a punto de morir de parto, dio a luz un precioso niño y se curó en el acto. Además ese año la cosecha fue extraordinaria, y el día en que le aseguré a mi amo que en este punto exacto había agua decidió cambiarme el nombre.

      –¿Y por qué sabías que encontraría agua en este punto exacto?

      –Porque las mujeres de mi tribu siempre saben dónde encontrar agua en el desierto, o no sobrevivirían ni una semana.

      –¿A