Barry M. Katz

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con una limitada comprensión del vasto abismo que se extiende entre los productos profesionales y el mercado de consumo. La cadena de mando comenzaba en lo alto de la sección de tecnología avanzada y pasaba por el departamento de ingeniería antes de llegar al estudio del primer piso donde se ordenaba a los diseñadores que lo hicieran más barato, que agregaran algunas características y lo metieran en una caja. Unos pocos ingenieros de Ampex, especialmente Harold Lindsay, apreciaban a los diseñadores, algunos los toleraban, pero la mayoría consideraba que eran innecesarios. Dominaba la típica actitud arrogante de los ingenieros: “Esto va a cambiar el mundo, así que a nadie le importa el aspecto que pueda tener”. (56)

      Solo a fines de la década de los setenta, cuando Ampex comenzó a sufrir una seria competencia por primera vez en su historia, la empresa llegó a apreciar el valor del diseño como parte de la estrategia corporativa, pero para entonces ya era demasiado tarde. Las presentaciones de Sony en la feria anual de la National Association of Broadcasters se hicieron cada vez más espectaculares, la moral se desplomó y sufrió el efecto centrífugo de los “cinco pequeños Ampexes” en que se había dividido la compañía unos años antes. (57) Una serie de decisiones catastróficas en la gestión erosionaron aún más su ventaja tecnológica y hoy día no queda casi nada de una compañía (antaño invencible), excepto un signo azul y blanco que saluda en silencio a lo automovilistas que se dirigen por la autopista 101, a los campus de Yahoo!, Google y Facebook.

      El diseño llegó a Silicon Valley inmediatamente después de la ingeniería, sin referencias fiables, ni con una idea clara de lo que significaba “diseñar” un atenuador variable o un grabador de video de exploración helicoidal. Pero menos aún se sabía de su relevancia para el mercado de consumo. Como recordaba Steinhilber, cuando comenzó su carrera en Nueva York, “la mayor parte del trabajo tenía que ver con electrodomésticos de línea blanca. Al mudarme a Ohio, tuve que aprender el lenguaje industrial de la máquina-herramienta. Pero lo que me encontré fue una actividad en sus inicios, cuyo vocabulario estaba aún en gestación”, un lenguaje que inventaban sobre la marcha. (58) La primera generación que se dedicó a esta práctica se acercó a esa terra incógnita desde la creatividad, la intuición, el instinto y el gusto, y buscaron la motivación en cualquier lugar donde pudieran encontrarla. Como se ha comentado, Carl Clement de HP viajó al MIT a experimentar la “ingeniería creativa”. Myron Stolaroff se retiró a una cabaña en Sierra Nevada donde administró LSD a ocho ingenieros de Ampex en un esfuerzo por desbloquear su latente creatividad. Por otra parte, en el Stanford Research Institute, Douglas Engelbart se integró en el Movimiento del potencial humano e inscribió a un personal más bien reacio en toda suerte de seminarios. (59) Con cada nueva sacudida tecnológica se hacía evidente la necesidad de habilidades profesionales más especializadas, pero también, paradójicamente, era obligada una visión más amplia de la innovación en su conjunto. “Estamos creando productos que nunca antes habían existido”, recordaba Allen Inhelder a sus colegas en HP, “y tenemos que diseñarlos para que nuestros clientes sepan cómo usarlos”. Desde su puesto en Ampex, Darrell Staley señalaba que “el diseñador californiano se veía obligado a convertirse en un especie de pequeño hombre del Renacimiento, y ni siquiera lo pensaba dos veces. Era algo que estaba en el ambiente”. (60)

      Sin embargo, fue una batalla con todos en contra. No era nada fácil que los diseñadores ganaran credibilidad entre ingenieros capacitados, bien situados y mejor pagados, para quienes incluso un simple envase era, en el mejor de los casos, un mal necesario. Más de uno terminó agotado en esa pelea constante por ser invitado a formar parte de los equipos de desarrollo al comienzo de un proyecto, y evitar así recibir al final un conjunto de componentes con el único objetivo de empaquetarlos. Para aquellos cuyo espíritu se hundía bajo el peso de la burocracia corporativa, o cuyos egos se erizaban en su condición de “sirvientes exóticos” o “cocineros de poca monta” (61) , las alternativas eran pocas y no estaban a mano. Algunos lograron ascender en la escala corporativa hasta posiciones de gestión, dejando atrás sus habilidades de diseño (o su carencia de ellas); otros se dirigieron “hacia el Este” a las consultorías de Chicago o Nueva York. Solo dos se atrevieron a explorar un tercer camino.

      Dale Gruyé y Noland Vogt eran amigos desde su época de estudiantes en el Art Center School de Los Ángeles, y siguieron siéndolo como empleados de General Electric en Utica, Nueva York. En marzo de 1966, después de que Gruyé dejara su puesto en las oficinas de diseño corporativo de Hewlett-Packard y Vogt hiciera lo mismo en Ampex, se unieron a George Opperman, alquilaron una tienda anodina en el extremo sur de Palo Alto y comenzaron a buscar clientes. Los tres jóvenes diseñadores, optimistas y ambiciosos, soñaban con dar forma a un negocio que escapara del espíritu provinciano de la zona y adquiriese una clientela nacional. Aunque su oficina en San Antonio Road estaba a pocas manzanas de los antiguos Laboratorios Shockley Semiconductor (donde nació la nueva tecnología) no tenían idea de que con el lanzamiento de su sociedad GVO estaban escribiendo las primeras líneas de un nuevo capítulo en la historia de Silicon Valley, el “valle que deleita los corazones”. (62)

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      Figura 1.6

      El valle que deleita los corazones.

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