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pretendía restablecer el absolutismo, fue derrotado por el Parlamento con la ayuda del ejército de Guillermo de Orange. La conclusión de la Revolución gloriosa se expresó en una Declaración de Derechos» (Bill of Rights), que supuso la preponderancia de la Ley del Parlamento por encima de la monarquía, y una sociedad más inclusiva, limitando el sistema de monopolios que mantenía la corona y abriendo las puertas al sistema de patentes y la iniciativa privada. Por esa razón, además, la Revolución industrial se produjo en Inglaterra varios años después, y no en otras naciones europeas, como Francia, España o Prusia, que mantenían monarquías absolutistas.

      El Cuento o Creencia común compartida (CCC) del absolutismo es que el monarca lo es por designio divino, es decir, porque dios lo manda, lo cual implica la Creencia profunda (CP) en una sociedad estamental en la que todo está determinado por Dios, lo cual no deja margen alguno al pobre humano mortal para intervenir o crear, ni le legitima para generar sus propias leyes. Sin embargo, el de la Revolución industrial es el de que todo lo puede el hombre gracias a su industria (en el sentido de su capacidad creadora), lo cual genera un Cuento en el que todo se puede inventar, desde una máquina voladora hasta un aparato con el que hablar desde el otro lado del mundo. Eso sí, siempre dentro de los márgenes de la ley, ya sea la ley del hombre, o la de la naturaleza (la ciencia).

      Gracias a las leyes jurídicas, elaboradas desde la razón, los humanos podíamos garantizar un ámbito de derechos y obligaciones propio en la sociedad en el que sentirnos seguros —de ahí el concepto de seguridad jurídica— y, gracias a las leyes de la naturaleza, podíamos garantizar un ámbito físico y material en el que sentirnos a salvo, y sobre el cual poder intervenir. Es decir, que la naturaleza estaba tan hecha a nuestra medida que dictaba sus propias leyes también, leyes que los científicos iban descubriendo e interpretando. La realidad era algo objetivo, ajustada a criterios racionales, y no había más que constatarla para dictaminar el veredicto de lo que es o no realidad.

      Sin embargo, frente a lo real y observable, la naturaleza manifestada, se abría un oscuro abismo al que nadie quería mirar, el de lo inmanifestado, pues bastante había que hacer en el lado claro de las cosas, el lado de lo visible, lo evidente, lo lógico, lo indiscutible, lo científicamente demostrable, como para perder el tiempo (del cual también nos habíamos apropiado, mediante los usos horarios), observando lo que no es tan claro. Así que sólo podíamos considerar como realidad lo sometido a las leyes de la naturaleza que rigieran en cada momento. Y lo que no tuviera una explicación acorde a los protocolos científicos de su tiempo, simplemente no se aceptaba como real.

      Ahí, o entonces —me referiré al tiempo y al espacio de forma indistinta—, se comenzó a gestar ese Incepto de lo que es la realidad, que grosso modo se identificaba con lo que tenía una presencia matérica, lo material, lo que en términos filosóficos se considera como la «naturaleza manifestada», y que comenzó a dar muchos frutos, pues la materia es tan agradecida que, una vez te pones a estudiarla, responde con facilidad.

      El desarrollo tecnológico y científico llevó a la Revolución industrial, y el mundo se transformó. Jeremy Rifkin, en The third industrial revolution, explica que una auténtica revolución se produce cuando confluyen dos cambios convulsivos: un cambio en la tecnología, acompañado de un cambio en las fuentes de energía. Eso es precisamente lo que sucedió en lo que llamamos la Revolución industrial de finales del siglo XVIII y siglo XIX —y que Rifkin considera como la «primera Revolución industrial».

      Considero muy acertado el análisis de Rifkin, que se ajusta muy bien a su objeto de estudio, es decir, la Revolución industrial y sus evoluciones sucesivas. Claro, que hay otras revoluciones, como la francesa de 1789, o la rusa de 1917, que son políticas, en las cuales subyace un cambio de paradigma ideológico.

      Desde mi perspectiva, una revolución implica un cambio de Creencia profunda y consecuentemente de Cuento o Creencia común compartida, que emana una cascada de cambios en la sociedad y en las personas.

      Visto así, atrapado, como no puede ser de otra manera, en el lenguaje, voy a jugar plenamente al enredo y me referiré a las revoluciones como evoluciones, pues se producen en la dirección lineal de espacio/tiempo. De modo que, si hablamos de la evolución industrial, ésta implica cambios en las fuentes de energía, en las tecnologías, en la estructura social, en las relaciones, en la moda, en la política, en la economía...Todo ello, consecuencia de un cambio en la Creencia profunda, que es la de una realidad materialista y objetiva, y los diferentes Cuentos o Creencias comunes compartidas (CCC) que implica, como el mencionado previamente de la ciencia, en el cual sólo lo que la ciencia avala como realidad es real. La ciencia del siglo XVIII pivotaba alrededor del eje newtoniano de la ley de la gravedad, que se fundamenta en el principio de un orden universal en función del cual toda acción genera su propia reacción.

      En esa época estaba ya fuertemente asentada otra Creencia profunda previa: que el dinero representa el valor de la materia, es decir, de lo que conforma la realidad. De modo que todos compartían la CCC de que el dinero forma parte de la realidad, lo cual implica que al igual que la ciencia estudia y extrae las leyes de la naturaleza, también puede estudiar y extraer las leyes del dinero. Así que en el siglo XVIII se creó una nueva ciencia, la ciencia económica o economía. Adam Smith escribió en 1776 La riqueza de las naciones, donde están reflejadas las bases del cientifismo económico de su época, en la cual desarrolla la idea de la «mano invisible» que regula el mercado en un orden natural si se deja a los agentes actuar libremente; otra Creencia profunda que se corresponde, como Rifkin señala en su obra, con la que implica la moderna ley de la gravedad de Newton. El «Cuento» o teoría de Adam Smith sentó las bases para el desarrollo de una ideología materialista basada en el dinero o capital, lo que conocemos como capitalismo. Pero no fue la única ideología materialista: Karl Marx publicó junto a Friedrich Engels el Manifiesto del partido comunista en 1848, en el cual sentaban las bases del comunismo, o «materialismo dialéctico», que es como bautizaron a su teoría. El materialismo dialéctico partía de una visión materialista de la realidad, en la cual interpretaba la historia como una lucha o dialéctica de clases entre la que ostentaba el poder, en forma de capital, y la que se veía forzada a trabajar para la primera. Compartía por tanto la misma Creencia profunda que el capitalismo, que es la del materialismo, si bien generaba un Cuento diferente, en el cual dejar a los agentes del mercado libres en la búsqueda del máximo beneficio que caracteriza al capital no generaría un estado de equilibrio perfecto y crecimiento constante, sino que la explotación de recursos y trabajadores llevaría a un empobrecimiento insostenible. Propugnaba, para evitarlo, un estado comunitario, en el cual la riqueza se repartiera entre todos los agentes.

      De hecho, durante el transcurso del siglo XIX y principios del XX, todo Occidente compartió la misma Creencia profunda sobre lo que es la realidad, en cuanto a lo manifestado, lo observable objetivamente, lo cual generó diversas Creencias comunes compartidas según pusieran el acento en un aspecto u otro de la realidad: capitalismo, comunismo, socialismo, nacionalismo, y todo el resto de «ismos» que luchaban por imponer su propia «objetividad» sobre la de los demás, incluidos los fascismos y la letal combinación de nacionalsocialismo (nazismo). En esa misma Creencia profunda está el sustrato del Romanticismo que caracterizó el siglo XIX, una sublimación de los sentimientos como «objetivización» de lo subjetivo. Y todos los «ismos» artísticos que le siguieron: puntillismo, impresionismo, fauvismo, cubismo, futurismo, dadaísmo (en literatura) o surrealismo, por ejemplo, cada uno con su propio «manifiesto» en el que proclamaban la objetividad de su propuesta como la única que respondía a la realidad.

      El hombre moderno desarrolló la razón para entender el mundo, y la ciencia fue su religión. Gracias a ella, aparentemente dominó el mundo de la materia.

      Pero en realidad es el mundo de la materia el que le dominó.

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