Fiódor Dostoyevski

Crimen y castigo


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ten mucho cuidado, porque no te quitaré la vista de encima. ¿Comprendes?

      Calurosamente, Luisa Ivanovna comenzó a saludar a derecha e izquierda y así, realizando reverencias, retrocedió hasta la puerta. Allí tropezó con un gentil oficial, de rostro sincero y simpático, encuadrada por dos patillas soberbias, rubias y espesas. Era Nikodim Fomitch: el comisario. Luisa Ivanovna, cuando lo vio, se inclinó rápidamente por última vez y casi tocó el suelo y, con paso corto y saltarín, abandonó el despacho.

      —Eres el relámpago, el trueno, el rayo, el huracán, la tromba —dijo el comisario hablando de manera amistosa con su ayudante—. Te pusieron nervioso y te dejaste llevar de los nervios. Lo he escuchado desde la escalera.

      —Pero no es para menos —contestó indiferentemente Ilia Petrovitch llevándose a otra mesa sus papeles, con su peculiar balanceo de hombros—. Juzgue usted mismo. Ese caballero escritor, mejor dicho, estudiante, es decir, antiguo estudiante, no cancela sus deudas, firma pagarés y no quiere dejar el cuarto que tiene alquilado. Se le denuncia por todo ello, y he aquí que este caballero se enoja porque enciendo un cigarrillo en su presencia, ¡Él, que solamente comete vilezas! Ahí lo tiene usted. Mire qué apariencia tan respetable tiene.

      —Mi buen amigo, la pobreza no es un vicio —contestó el comisario—. Eres inflamable como la pólvora, todos lo sabemos. Te habrá ofendido algo en su forma de ser y no has podido controlarte. Y usted tampoco —agregó dirigiéndose con mucha amabilidad a Raskolnikof—. Pero usted no lo conoce. Es un caballero excelente, créame, aunque, como la pólvora, es muy explosivo. Sí, una auténtica pólvora: se enciende, se inflama, arde y todo pasa: entonces solamente queda un corazón de oro. Lo llamaban en el regimiento el “teniente Pólvora”.

      —¡Ah, qué regimiento ese! —dijo Ilia Petrovitch conmovido por los elogios de su jefe, aunque continuaba enfadado.

      De repente, Raskolnikof sintió el deseo de decir algo desagradable a todos.

      —Óigame, capitán —dijo con mucha desenvoltura dirigiéndose al comisario—. Por favor, póngase en mi lugar. Si en algo lo ofendí, estoy dispuesto a presentarle mis disculpas, pero comprenda: soy un estudiante pobre y enfermo, agobiado por la miseria —así lo dijo: “agobiado”—. Tuve que abandonar la universidad porque no podía cubrir mis necesidades. Pero recibiré dinero: mi madre y mi hermana, que residen en el distrito de ***, me lo enviarán. Entonces cancelaré mi deuda. Mi patrona es una excelente mujer, pero está tan enojada al ver que perdí los alumnos que tenía y que desde hace cuatro meses no le pago, que no me da ni siquiera mi ración de comida. Con respecto a su reclamo, no lo entiendo. Me exige que le pague de inmediato. ¿Lo puedo hacer acaso? Ustedes mismos lo pueden juzgar.

      —Nada de eso nos incumbe —dijo nuevamente el secretario.

      —Permítame, permítame. Estoy totalmente de acuerdo con usted, pero permítame que les explique algunas cosas.

      Raskolnikof continuaba dirigiéndose al comisario y no al secretario. Intentaba también atraerse la atención de Ilia Petrovitch que, adoptando una actitud arrogante y despectiva, trataba de demostrarle que no lo oía, sino que estaba abstraído examinando sus papeles.

      —Déjeme explicarle que desde que llegué de mi provincia hace tres años soy huésped de esa señora y que inicialmente..., no tengo por qué esconderlo..., inicialmente le prometí que contraería matrimonio con su hija. Simplemente fue una promesa verbal. Yo no me sentía enamorado, pero la joven no me desagradaba... En ese momento yo era muy joven... Mi patrona me abrió un extenso crédito, y comencé a vivir de una manera... No tenía bien puesta la cabeza.

      —Señor, nadie le dijo que hable de esos detalles íntimos —le interrumpió con sequedad Ilia Petrovitch y con una complacencia mal disimulada—. No tenemos tiempo para oírlos, además.

      Para Raskolnikof fue muy difícil seguir hablando, pero lo hizo vehemente.

      —Déjeme, déjeme explicar, solamente a grandes rasgos, cómo ha sucedido todo esto, pese a que no esté de acuerdo con usted con respecto a que son inútiles mis palabras... La joven murió hace un año del tifus y yo continué alojándome en la vivienda de la señora Zarnitzine. Y cuando mi patrona se fue a la casa donde ahora vive, me dijo de manera amistosa que confiaba plenamente en mí, pero que quería que le firmara un pagaré de ciento quince rublos, suma que le debía, según mis cálculos... Déjeme decirle... Ella me dio la seguridad de que, una vez que tuviera el documento, continuaría dándome un crédito ilimitado y que nunca, nunca..., repito sus palabras..., colocaría en circulación el pagaré. Y me exige que le cancele la deuda ahora que no tengo dinero ni lecciones para comer... Esto no tiene explicación.

      —Señor, esos patéticos pormenores no nos importan —dijo con ruda sinceridad Ilia Petrovitch—. Usted debe limitarse a declarar y a firmar el compromiso escrito que se le está exigiendo. No nos conciernen en absoluto el relato de sus amores y todos esos lugares comunes y tragedias.

      —Pero no hay que ser tan duro y severo —susurró el comisario, caminando hacia la mesa para sentarse y comenzando a firmar papeles. Daba la impresión de que estaba algo avergonzado.

      —Vamos, escriba —dijo el secretario a Raskolnikof.

      —¿Qué debo escribir? —preguntó el denunciado con aspereza.

      —Exactamente lo que yo le dicte.

      Raskolnikof creyó notar que el joven secretario era más despectivo con él después de su confesión; pero, cosa rara, a él las opiniones ajenas sobre su persona ya no le interesaban lo más mínimo. En Raskolnikof este cambio de actitud se había producido repentinamente, en un abrir y cerrar de ojos. Si hubiese analizado, aunque solamente hubiera sido un minuto, se habría sorprendido, indudablemente, de haber hablado como lo hizo con esos funcionarios, a los que incluso forzó a oír sus confidencias. Su reciente y súbito estado de ánimo, ¿a qué se debería? Si en ese instante apareciera la oficina llena no de empleados de la policía, sino de sus amigos más cercanos, no sabría qué decirles, no habría hallado una sola palabra franca y amistosa en el enorme vacío que se hizo en su alma. Una lúgubre impresión de infinito y aterrador aislamiento le había invadido. Lo que había provocado semejante revolución en su ánimo no era la vergüenza de haberse entregado a tan cordiales confidencias ante Ilia Petrovitch ni la actitud presuntuosa y victoriosa del oficial. ¡Su bajeza qué le importaba ya! ¡Qué le interesaban las jactancias, las alemanas, los oficiales, las diligencias, las comisarías!... No se habría inmutado aunque le hubiesen condenado a morir quemado en la hoguera. Es más: difícilmente habría oído la sentencia. En su interior se había producido algo nuevo, nunca sentido y que no sabía definir. Entendía, sentía con toda su alma que ya no podría charlar francamente con nadie, hacer ninguna confidencia, no solamente a los trabajadores de la comisaría, sino ni siquiera a sus familiares más cercanos: a su madre, a su hermana... Jamás había experimentado una sensación tan rara ni tan cruel, y el hecho de que él notara que no era un sentimiento razonado, sino una sensación, la más aterradora y martirizadora que había tenido en su existencia, incrementaba su tortura.

      Comenzó el secretario de la comisaría a dictarle la fórmula de declaración usada en esos casos. “Siéndome imposible cancelar la deuda en este momento, prometo pagar en... (tal fecha). Asimismo, me comprometo a no abandonar la capital, a no regalar mis bienes, a no venderlos...”.

      —¿Qué le sucede que apenas escribe? Se le cae la pluma de las manos —dijo el secretario mirando con atención a Raskolnikof—. ¿Se encuentra enfermo?

      —Sí... Me dio un vértigo... Siga.

      —Listo. Ya puede firmar.

      El secretario cogió la hoja de manos de Raskolnikof y se giró hacia los que estaban esperando.

      Raskolnikof le dio la pluma, pero, en lugar de ponerse de pie, colocó los codos en la mesa y, entre las manos, hundió la cabeza. Sentía como si le estaban perforando el cerebro. De repente lo asaltó una idea incomprensible: ponerse de pie, aproximarse al comisario y relatarle detalladamente el suceso de la anciana; después conducirlo a su cuarto y enseñarle las joyas ocultas detrás del papel de la pared.