y, además, no poseíamos buenos libros, ya que los libros que hubiéramos podido tener..., pues..., ¡bueno, ya no los teníamos!, las lecciones se terminaron. Nos detuvimos en Ciro, rey de los persas. Luego leyó unas novelas, y recientemente Lebeziatnikof le prestó La Fisiología, de Lewis. Usted conoce esta obra, ¿no? A ella le pareció sumamente interesante, e incluso, en voz alta, nos leyó unos pasajes. A esto se limita su cultura intelectual. Señor, ahora me dirijo a usted, por iniciativa propia, para realizarle una pregunta de orden privado. Una joven pobre, pero honrada, ¿se puede ganar bien la vida con un empleo honesto? Señor mío, no ganará ni quince kopeks diarios, y eso trabajando hasta el agotamiento, si es honrada y no tiene ningún talento. Le digo más: el consejero de Estado Klopstock Iván Ivanovitch..., ¿ha escuchado usted hablar de él...?, no solo no ha cancelado a Sonia media docena de camisas de Holanda que le encargó, sino que la despidió cruelmente con la excusa de que le tomó mal las medidas y le quedaba torcido el cuello.
Y los pequeños, con mucha hambre...
Catalina Ivanovna va y viene por el cuarto, retorciéndose las manos, las mejillas cubiertas de manchas escarlata, como es característico de la enfermedad que sufre. Dice:
—Comes, bebes, estás bien abrigado en esta casa, y lo único que haces es holgazanear.
Y yo le digo: ¿qué podía beber ni comer, cuando incluso los pequeños llevaban más de tres días sin probar nada? En ese instante, yo me encontraba tendido en la cama y totalmente borracho, no me importa decirlo. Pude escuchar una de las respuestas que mi hija (voz dulce, rubia, tímida, delgada, rostro pálido) daba a Catalina.
—Catalina Ivanovna, yo no puedo hacer eso.
Debe saber que Daría Frantzevna, una mujer malvada a la que la policía conoce a la perfección, había venido tres veces a hacerle propuestas a través de la dueña de la casa.
—Yo no puedo hacer eso —repitió Catalina Ivanovna, remedándola—. ¡Vaya joya para que la guardes tan cuidadosamente!
Pero, señor, no la acuse. No notaba el alcance de sus palabras. Estaba enferma, perturbada. Escuchaba los gritos de los pequeños con hambre y, además, quería martirizar a Sonia, no incitarla... Catalina Ivanovna es así. Cuando escucha llorar a los pequeños, aunque sea de hambre, se irrita y los golpea.
Eran casi las cinco cuando, de repente, miré que Sonetchka se ponía de pie, se colocaba un pañuelo en la cabeza, tomaba un chal y abandonaba el cuarto. Cuando volvió eran más de las ocho. Entró, caminó directamente hacia Catalina Ivanovna y, sin mover los labios, colocó frente a ella, en la mesa, treinta rublos. No dijo ni una sola palabra, ¿sabe usted?, no vio a nadie; solamente cogió nuestro enorme chal de paño verde (poseemos un inmenso chal de paño verde que es de todos), se cubrió con él la cabeza y la cara y se acostó en la cama, con el rostro hacia la pared. Sus frágiles hombros y todo su cuerpo eran recorridos por leves temblores... Y yo continuaba acostado, borracho todavía. De repente, muchacho, de repente vi que Catalina Ivanovna, también callada, se aproximaba a la cama de Sonetchka. Le abrazó los pies, los besó, y de esa manera pasó toda la noche, sin querer ponerse de pie. Finalmente se quedaron dormidas, las dos, las dos se durmieron enlazadas, juntas... Ahí tiene usted... Y yo... yo estaba ebrio.
Marmeladof se interrumpió como si le faltara la voz. Después de una pausa, llenó el vaso rápidamente, lo vació y prosiguió su narración.
—Señor, a partir de ese momento, a causa del desdichado hecho que le acabo de contar, y como consecuencia de una denuncia que provenía de personas malignas y ruines (Daría Frantzevna tomó parte activa en ello, ya que dice que le hemos mentido), desde ese instante, mi hija Sonia Simonovna está en el registro de la policía y se ha visto forzada a abandonarnos. Amalia Feodorovna, la dueña de la casa, no hubiera soportado su presencia, ya que ayudaba a Daría Frantzevna en sus artimañas. Y en lo que respecta al señor Lebeziatnikof..., pues... solamente le diré que su problema con Catalina Ivanovna fue por causa de Sonia. Inicialmente no dejaba de perseguir a Sonetchka. Luego, de pronto, su amor propio herido salió a relucir. “Un hombre de mi nivel y condición no puede habitar bajo el mismo techo que una mujer de esa clase”. Entonces, Catalina Ivanovna defendió a Sonia, y todo terminó como ya usted sabe. Sonia ahora acostumbra venir a visitarnos al atardecer y trae un poco de dinero a Catalina Ivanovna. En casa del sastre Kapernaumof tiene alquilado un cuarto. Este hombre es tartamudo y cojo, y toda su familia, muy numerosa por cierto, tartamudea... Su esposa es igual de tartamuda que él. Todos los miembros de la familia viven hacinados en un cuarto, y el de Sonia está separado de este solamente por un tabique... ¡Personas tartamudas y miserables! Me pongo de pie una mañana, me coloco mis andrajos, alzo los brazos al firmamento y voy a hacerle una visita a su excelencia Iván Afanassievitch. ¿Usted conoce a su excelencia Iván Afanassievitch? ¿No? Entonces usted no conoce al santo más santo de todos. Es una vela, una vela que se funde ante la imagen de Dios... Después de oír mi historia, desde el inicio hasta el final, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—Bien, Marmeladof —me dijo—. Una vez defraudaste las esperanzas que deposité en ti. Te tomaré nuevamente bajo mi protección.
Exactamente estas fueron sus palabras.
—Trata de no olvidarlo —agregó—. Ya te puedes retirar.
Hasta el polvo de sus botas besé..., pero solamente en mi mente, ya que él, funcionario de alto nivel y caballero imbuido de pensamientos modernos y esclarecidos, no me habría dejado que se las besara en la realidad. Regresé a casa, y no puedo describirle el efecto que provocó mi noticia de que volvería al servicio activo y a cobrar una mensualidad.
Hondamente conmovido, Marmeladof realizó una nueva pausa. En ese instante un grupo de bebedores, en los que ya había hecho efecto el licor, invadió la cantina. Las notas de un organillo sonaron en la puerta de la taberna, y una voz de infante, débil y temblorosa, entonó la Petite Ferme. Muchos ruidos llenaron la sala. El cantinero y los dos chicos acudieron rápidamente a atender a los recién llegados. Sin prestarles atención, Marmeladof prosiguió su narración. Parecía muy débil, pero se iba mostrando más abierto y efusivo a medida que se incrementaba su borrachera. El recuerdo de su último triunfo, el reciente trabajo que había logrado, le había reconfortado y daba a su rostro una especie de luminosidad. Con mucha atención, Raskolnikof lo oía.
—Hace cinco semanas de esto. Pues sí, cuando Catalina Ivanovna y Sonetchka supieron lo de mi trabajo, me sentí como trasladado al paraíso. Antes, cuando tenía que estar acostado, se me veía como a un animal y no oía más que ofensas e insultos; ahora caminaban de puntillas y hacían callar a los pequeños. “¡Silencio! Simón Zaharevitch trabajó mucho y está agotado. Tenemos que dejarlo descansar”. Antes de irme al despacho me daban café e incluso nata. Compraban nata auténtica, ¿sabe usted?, lo que no entiendo es de dónde sacaron los once rublos y medio que invirtieron en abastecer mi ropero. Soberbios puños, botas, todo un uniforme en excelente estado, por once rublos y cincuenta kopeks. Cuando regresé a casa al mediodía, en mi primera jornada de empleo, ¿qué es lo que vieron mis ojos? Catalina Ivanovna había cocinado dos platos: sopa y lechón en salsa, manjar que ni siquiera conocíamos. No tiene vestidos, ni siquiera uno. No obstante, se había arreglado como para realizar una visita. Incluso no teniendo ropa, se había arreglado muy bien. Con nada ellas saben arreglarse. Un cuello muy limpio y blanco, unos puños, un peinado bonito y gracioso, y parecía otra mujer; estaba más hermosa y mucho más joven. Mi paloma, Sonetchka, solamente pensaba en apoyarnos con su dinero, pero nos dijo: “Creo que ahora no es muy adecuado que los venga a ver frecuentemente. Los visitaré en alguna ocasión de noche, cuando nadie me pueda ver”. ¿Entiende, entiende usted? Después de comer me acosté, y entonces Catalina Ivanovna no pudo dominarse. Había tenido un violento altercado con Amalia Ivanovna, la dueña de la casa, hacía apenas una semana; no obstante, la invitó a tomar café. Dos horas estuvieron conversando en voz baja.
—Simón Zaharevitch —dijo Catalina Ivanovna— ahora tiene un trabajo y recibe un sueldo. Se presentó a su excelencia, y su excelencia salió de su despacho, extendió la mano a Simón Zaharevitch, les dijo a los demás que esperaran y, delante de todos, lo hizo pasar. ¿Entiende, entiende usted? “Por supuesto —le dijo su excelencia—, recuerdo sus servicios, Simón Zaharevitch