Amy Frazier

Aquellos sueños olvidados


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seguir durmiendo con los perros, Bowser necesita un baño contra las pulgas. Lo necesita de mala manera.

      Luego se alejó de su lado y se dirigió al establo maldiciendo en voz baja a cada paso.

      Hank agitó la cabeza. Willy hacía parecer como si el estado de soltería de su jefe fuera una especie de aberración.

      Se dirigió hacia la casa a trabajar un poco con el montón de papeles que lo esperaban. Para Willy era fácil hacer esos comentarios. Él amaba a Reba, una mujer de campo de buen corazón. No había muchas como ella. Mujeres que amaban la vida que él mismo amaba, que amaban la soledad, la lejanía de la ciudad. Que le encantaba el trabajo físico duro y los animales. Quería tanto a los pura sangre como a los mestizos.

      A pesar de todo eso, Hank tenía un profundo y oscuro secreto que no admitiría delante de Willy. Estaba dispuesto a sentar la cabeza. Tenía un negocio de éxito, su propio rancho y dinero en el banco. Le encantaría encontrar a la mujer perfecta, casarse y tener muchos hijos. Una familia propia.

      Pensó entonces en la belleza rubia de ojos azules que había visto en ese deportivo rojo. No se la podía imaginar en un rancho de ninguna manera.

      Neesa se sentía incómoda por más de una razón cuando llamó de nuevo a la puerta de los Russell. Aquella era una forma muy retorcida de conseguir un patrocinador para su idea. Apretó contra su cuerpo la gran cacerola que llevaba. Con ese pequeño servicio esperaba tener un gesto amigable de buena vecina… Y que el señor Whittaker le dijera por sí mismo que era ranchero. Así ella podría aprovechar la coincidencia…

      Normalmente ella habría ido directamente y le habría dicho que sabía que era ranchero y que necesitaba su ayuda. Pero la mirada formidable de ese hombre le indicaba que no le gustaría saber que ella había estado oyendo cotilleos sobre él ni que le pidiera semejante favor antes casi de tener oportunidad de conocerse.

      Se abrió la puerta y, al verlo allí, casi se le cayó la cacerola con el pollo que había hecho. Ese hombre era doblemente más impresionante de cerca. E, incluso sin el Stetson, su mirada seguía siendo oscura y penetrante.

      –¿Sí? –le preguntó él sonriendo levemente.

      –¿Señor Whittaker?

      –Hank.

      –Hank –repitió ella–. Yo soy Neesa Little, y vivo en esta misma calle. Tengo entendido que está cuidando este fin de semana de Carey y Chris.

      El hombre sonrió más ampliamente.

      –Aquí las noticias viajan rápido.

      –Sí –susurró ella ofreciéndole la cacerola–. Pensé que podría venirle bien algo de cena. Es solo un gesto de buena vecindad.

      –Vaya, gracias –dijo él y se rio–. Pasa y vamos a ver si te encontramos sitio.

      –¿Sitio?

      Él abrió más la puerta y luego se hizo un lado para dejarla pasar. Ella siempre se había sentido incómoda visitando a los vecinos, salvo con Claire y Robert, que no tenían hijos pero que lo estaban intentando. Sus casas estaban llenas de niños y eso siempre la hacía pensar en su estado, soltera y perennemente sin hijos.

      Desde el salón le llegaban las voces y ruidos de los niños jugando. Y también unos aromas deliciosos. Agarró fuertemente la cacerola y se sintió idiota. Él ya tenía controlada la cena.

      Neesa lo siguió hasta la cocina, donde para su sorpresa, había una mesa llena de comida.

      –Ahora vamos a ver si encontramos un sitio para lo tuyo –le dijo él sonriendo–. Este es un vecindario muy amigable.

      Eso parecía.

      Ella se imaginó a toda una fila de madres del barrio con cacerolas en las manos y, de repente, eso la hizo reír con ganas.

      –Esa misma fue mi reacción –le dijo él tomando de sus manos la cacerola–. Y estoy seguro de que todas lo habéis hecho por el bien de Chris y Casey, claro.

      Neesa casi se atragantó.

      –¿Qué vas a hacer con todo esto?

      –Voy a congelar la mayor parte, de esa forma tendrán comida para un mes.

      –¡Hola! –dijo Chris cuando entró en la cocina–. Hey, Neesa, ¿qué has traído?

      –Pollo.

      –Es lo que le gusta a Hank –dijo el niño al tiempo que metía la mano en la cacerola y sacaba un muslo empanado–. A mí me gusta frito.

      –No te atrevas a llevar eso al salón –dijo Hank–. Si lo haces, tu madre me va a lavar la boca con jabón de lo que te voy a decir.

      –No lo haré –dijo el niño y se dirigió a la puerta trasera–. Me lo voy a comer afuera y luego iré a buscar mi traje de baño. La piscina abre mañana, ¿recuerdas?

      –¿Cómo lo podría olvidar?

      A Hank no parecía gustarle mucho la perspectiva.

      –¿No te gusta mucho nadar? –le preguntó entonces ella.

      –Lo de nadar no me importa. Pero es que no me gusta nada hacerlo en una piscina.

      Neesa no se lo había imaginado tan amable y hasta humilde. Al contrario, en la parada le había parecido distante y orgulloso, además de muy macho. Tal vez la diferencia estaba en el Stetson, ya no lo llevaba, y aún sin él estaba que cortaba la respiración. Pero era guapo de una forma que no la repelía. eso la hizo desear conocerlo mejor.

      Un pensamiento peligroso.

      –¡Hank! –gritó Casey cuando entró en la cocina–. ¡Nadie quiere jugar conmigo a la consola! Estoy sola allí. Chris me ha dejado. Nadie me quiere.

      La niña, de seis años, parecía a punto de llorar y Hank la tomó en sus brazos.

      –¡Qué tontería! –dijo él–. Yo te quiero. Si alguna vez tengo una hija, me gustaría que fuera como tú.

      Casey se ruborizó.

      –Pero nadie quiere jugar conmigo…

      –¿Y eso te ha hecho perder la buena educación?

      Casey lo miró extrañada.

      –Tenemos una invitada. Dile hola a Neesa.

      La niña se volvió hacia ella en sus brazos.

      –Neesa no es una invitada. Es nuestra vecina. En Halloween me dio muchas golosinas. De chocolate.

      Hank la miró y levantó una ceja.

      –Es cierto –respondió Neesa–. Son mis dulces favoritos.

      –Recuérdame que venga por aquí en Halloween. A mí me encanta el chocolate.

      Hank dejó a Casey en el suelo y luego le acarició el cabello.

      –Deja que acompañe a Neesa a la puerta. Luego jugaré contigo. Ahora desaparece.

      Estaba claro que a ese hombre le gustaban los niños. Eso sería perfecto para ella.

      Cuando se volvió de nuevo hacia ella, le dedicó la misma mirada profunda de la parada del autobús y a ella casi le fallaron las piernas.

      –¿Estás bien? –dijo él tomándola por lo brazos–. De repente parece como si te hubieras mareado.

      El contacto de esas manos la mareó todavía más.

      –Estoy bien. Es que he tenido un día de trabajo muy duro.

      –Y aun así, has pensado traernos la cena. Te lo agradecemos mucho.

      –De nada. Ahora será mejor que me vaya.

      –¿Te veré mañana en la piscina?

      –Oh, no lo sé –dijo ella tratando de sonreír–. A mí tampoco me gustan mucho las piscinas artificiales.