Asimismo, habla de que en 1727 Thomas Short utilizó el término corpulencia, y mencionó al sedentarismo y la ingesta de alimentos dulces y grasos como causas de esta condición.1 Desde la perspectiva de Short, la corpulencia se estigmatizó al vincularse con la pereza y la glotonería. Y finalmente, el autor menciona que años después, en 1760, Malcom Fleming recomendaba moderar la cantidad de alimento ingerido, evitar la saciedad, preferir el pan negro y las verduras, evitar las grasas, además de realizar ejercicio.2 En pocas palabras, este breve recorrido histórico propuesto por Foz, permite reconocer que la obesidad no es un fenómeno nuevo y que desde su identificación entraña una serie de contradicciones morales, médicas y sociales.
Siglos después, la obesidad se ha caracterizado como una epidemia global, la cual se considera, a la fecha, como causa de 3.4 millones de muertes y la pérdida de 3.9% años de vida (Ng et al., 2014). A nivel poblacional, se utiliza el índice de masa corporal (IMC) como indicador para determinar la obesidad, de acuerdo con el sexo y la edad. Caba señalar que este no es el mejor indicador para esta condición, pero es el que ha permitido de una forma más rápida y económica detectar esta problemática, así como realizar comparaciones (Rolland-Cachera, Bellisle y Sempé, 1989). A nivel mundial, se estima que ha habido un aumento constante en la prevalencia de obesidad en adultos, pasando en los años de 1980 a 2013 de 28.8 a 36.9% en hombres, y de 29.8 a 38% en mujeres (Ng et al., 2014); el aumento de su prevalencia se mantiene constante en niños y adultos en los denominados “países en vías de desarrollo” (Ng et al., 2014).
Es en razón de lo anterior que la obesidad ha sido señalada como una prioridad de salud mundial por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Para su control se han planteado intervenciones a nivel poblacional con la implementación de programas nacionales desde una perspectiva médico-científica (por ejemplo, el Acuerdo Nacional por la Salud Alimentaria [ANSA] en México). En países de bajo y mediano ingreso, se señala su especial urgencia a partir de “determinantes” como la ingestión calórica y el sedentarismo, además de la evaluación de los ambientes obesogénicos (Ng et al., 2014).
En relación con los programas de intervención y promoción de la salud desde una visión nacional y no adecuados a las condiciones de cada contexto, Chapela y Cerda (2010) señalan que:
Cualquier acción de promoción de salud, con la relativa excepción de prácticas de autopromoción de la salud, proviene de agencias o agentes que justifican esa acción conformando e imponiendo una idea de necesidad de intervención en donde la agencia propone y lleva a cabo intervenciones en, con y/o a través de la vida material de el otro, en sus prácticas, identidad, sentidos, valores y significados, de manera tal que el resultado de dichas intervenciones y quién es beneficiario efectivo, depende de la situación, el contexto y la relación que establece antes, durante y después de la intervención de las agencias promotoras (p.10).
En este sentido, no podemos obviar que toda propuesta de intervención está atravesada por relaciones de poder.
Asimismo, cabe reflexionar sobre la visión medicalizada de los cuerpos y de la alimentación. La perspectiva médica analiza la obesidad desde un paradigma centrado en la enfermedad y la salud, reduciendo la alimentación a interacciones biológicas y, en algunos casos, psicológicas, sin considerar la naturaleza compleja de la alimentación (Gracia-Arnaiz, 2007). En otros, se retoman elementos sociales, económicos o culturales, pero analizados desde paradigmas positivistas y asociaciones de variables que no permiten comprender la problemática en toda su complejidad.
Para entender el origen de esta perspectiva y sus limitaciones, hace falta la comprensión del contexto histórico. De acuerdo con Garrote (2000, citado en Ibáñez y Huergo, 2012),
Una de las principales metáforas acerca del cuerpo de finales del siglo XIX fue la imagen del hombre como máquina [paradigma mecanicista]. Esta analogía con el cuerpo humano (manejable y explotable) ocluyó la dimensión cultural, simbólica, política, social, económica y ecológica del comer. El hombre como cuerpo era reducido a su dimensión biológica (y patológica): gasto energético corporal, valor calórico de los nutrientes. […] La fórmula era cuantificar y pre-escribir “dietas” o “ingestas” universales (preventivas y científicamente prescritas), y a la par responsabilizar a cada individuo por el cuidado de su salud (p. 144).
La influencia de la “teoría mecanicista”, que prevalece en la visión medicalizada de la salud, se acentuó durante los siglos XVII y XVIII, misma que privilegió las cualidades sanitarias de los alimentos y no su relevancia cultural y social. Se consideraba a la comida como el combustible que mantenía el cuerpo humano. Sobre lo anterior, Gracia-Arnaiz (2007) menciona que:
El conocido físico inglés George Cheyne asumió la metáfora mecánica del cuerpo –instrumento formado de circuitos y flujos– para explicar que la comida constituía el combustible que abastecía la máquina humana y afirmar que la dieta rica, es decir, la consumida opíparamente por las elites constituía el origen de numerosas enfermedades y, por tanto, había que modificarla (p. 238).
Se puede decir que estas visiones mecanicistas de los siglos VII y XVIII prevalecen actualmente en la práctica médica y nutricional. Basta revisar algunas publicaciones para darnos cuenta que, a pesar del desarrollo tecnológico y científico, las bases ideológicas no se han repensado a la luz de las transformaciones sociales que en el mundo, y en particular en México, se han presentado en los últimos siglos y años. Por ejemplo, recientemente Hersch-Martínez (2013) publicó un artículo donde hace una reflexión sobre los aspectos sociales y culturales en la epidemiología. Sin embargo, como él mismo señala, las nociones de cultura y sociedad se abordan de manera imprecisa:
Una somera revisión de lo que se entiende por “sociocultural” en la literatura biomédica denota su carácter polisémico e impreciso, reflejando su marginalidad en el paradigma epidemiológico actual, aunque la alusión al término en ese ámbito se ha incrementado consistentemente en los últimos 30 años (p. 513).
La epidemiología, según la definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS), se basa en la vigilancia de estados o eventos relacionados con la salud, tanto para describir su distribución como para analizar los factores determinantes de estos estados (OMS, 2014). Cuando se tiene identificado este “factor” se puede proceder a modificarlo; una vez que se retira esta condición, la consecuencia (obesidad) “tendría” que desaparecer. Como señala Hersch-Martínez (2013), lo sociocultural implica ámbitos y alcances diversos, además de interrelacionados, por lo que es complicado definir qué es lo que lo conforma, por lo tanto, las definiciones operativas que exige el análisis estadístico resultan reduccionistas y limitadas.
En los intentos por construir un paradigma epidemiológico incluyente de los aspectos sociales en la salud se han incorporado a los análisis los conceptos de cultura, a fin de tratar de operacionalizar las normas, valores, concepciones e ideologías de determinados grupos sociales y étnicos. Sin embargo, la fuerza de la perspectiva medicalizada de la salud sigue dando pie a que sea el conocimiento científico quien dicte los mecanismos de salud y, de alguna manera, que se invisibilicen o deslegitimen otros conocimientos que se enmarcan en la cultura. Algunos estudios señalan lo erróneo de las creencias en alimentación y la necesidad de fundamentarlas a través de la evidencia científica:
Desgraciadamente el interés por este tema se acompaña de gran proliferación de recomendaciones dietéticas basadas en mitos y creencias irracionales, con completo olvido de los principios establecidos por el estudio científico de la nutrición, y en no pocos casos en flagrante contradicción con los conocimientos generalmente aceptados y sólidamente documentados que actualmente poseemos (Castillo, León y Naranjo, 2001: 346)
No pretendemos desdeñar las aportaciones que se han gestado desde la medicina o las ciencias de la salud, pero sí buscamos entablar un diálogo que permita incluir estas otras perspectivas; es decir, que ambos sistemas de conocimiento (científico y cultural) sean reconocidos para ponerse al servicio de la sociedad.3
Otra cuestión a atender es la disponibilidad y la gran diversidad de información a la cual está expuesta la población en materia de alimentación y nutrición: las redes sociales