los ojos del amigo recién fallecido, pero no encontró ningún rasgo azul que confirmara esa teoría. Incluso hubo quienes miraron (muy literalmente) a través de los ojos de Dalton: nada de nada, el mundo parecía perfectamente normal. Entonces llegaron a la conclusión de que lo que ahora conocemos como “daltonismo” no se debía a cambios en las tinturas ópticas, sino a lo que en la época denominaron “alguna anomalía en el cerebro”. Pero el buen Dalton ya no estaba para enterarse y asimilarlo.
En 1915, pizarrón y tiza mediante, Albert Einstein predijo que algunos procesos masivos del universo deberían causar ondulaciones en el espacio-tiempo, como si fueran arrugas en una enorme sábana que cubre el cosmos. De alguna manera, esta predicción se deriva de su teoría general de la relatividad: los objetos muy masivos distorsionan este espacio-tiempo, lo cual es percibido por nosotros, los mortales, como gravedad. Entonces, los grandes choques que ocurren en algún lugar del universo dejarían huellas que viajan y, eventualmente, llegan hasta la Tierra. El problema, razonó mister o Herr Albert, es que esas huellas son muy pero muy pequeñas; tanto que no pueden ser percibidas ni por los más sensibles instrumentos terrestres.[1] Pero lo predicho predicho estaba, esperando paciente en los pizarrones de los físicos hasta que se inventaran los ojos y oídos que permitieran comprobar o refutar el vaticinio. Solo que Einstein ya no estaría para disfrutarlo (o para retorcerse si el resultado no sonriese tanto a su hipótesis).
Estas tres historias son ejemplos de lo maravillosa que puede ser la aventura de la ciencia. Debemos saber, y lo demás no importa nada. Ni que estemos muertos, ni que pasen cien años hasta que la tecnología esté madura para retomar nuestras ideas: lo importante es comprender el universo. La empresa que se narra en estas páginas es quizá una de las epopeyas más fascinantes de la física moderna: allí hay una hipótesis, y nos toca ser pacientes hasta inventar la forma de demostrarla. En palabras de Marcel Proust, “la auténtica travesía de descubrimiento no consiste en buscar paisajes nuevos, sino en tener ojos nuevos”, y fueron esos ojos nuevos, los de los interferómetros de LIGO, los que permitieron encontrar lo que se sospechaba debía estar allí. Eso no es todo: tenemos el privilegio de escuchar esta aventura relatada por sus protagonistas, científicos y científicas que estuvieron allí cuando se construyó el laberinto que sería los oídos del experimento, y también alguien gritó “¡tierra!” o “¡eureka!” (o lo que hayan gritado cuando vieron esas agujas moverse al compás de la música del universo).
Sí: con paciencia, cálculos y el equipamiento más avanzado que alguna vez se haya construido, nuestros héroes pudieron escuchar los ecos de lo que Einstein había predicho un siglo antes. Un choque de agujeros negros que llegaba hasta nosotros desde los límites del tiempo. Una aguja en un universo. Después vendrían las noticias, las misteriosas conferencias de prensa, el Premio Nobel y todo lo demás, pero, sobre todo, la emoción de escuchar el cosmos… y entenderlo. Y en estos años que pasaron desde el descubrimiento de la primera arruga cósmica (confirmación de las ondulaciones en el espacio-tiempo que preveía el gran Albert), aparecieron muchas otras: un nuevo universo desplegado frente a nuestras narices (o bien, frente a los instrumentos de detección).
Claro que esta historia no comenzó en 2016, con el anuncio de las ondas gravitacionales. Mario Díaz, Gabriela González, Jorge Pullin y Lidia Díaz, con corazón argentino y ciencia de excelencia internacional, hacen desfilar a todo el elenco que nos llevó hasta allí: Aristóteles, Newton, Galileo, Einstein y, por supuesto, los propios autores de este hermoso texto que, quizá sin saberlo, nos están contando su vida, el amor y la amistad que los hicieron estar en el lugar adecuado, en el momento justo. Descubramos su historia juntos.
Esta colección de divulgación científica está escrita por científicos que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil.
Ciencia que ladra… no muerde, solo da señales de que cabalga.
Diego Golombek
[1] Y, como se cuenta en este libro, el propio Einstein fue el primero en dudar sobre la existencia de estas ondas, lo que generó una comedia de enredos, papers y contrapapers.
Introducción
El 11 de febrero de 2016, se anunció un descubrimiento que sacudió al mundo: se habían detectado por primera vez ondas gravitacionales. La noticia se hizo pública en el Club Nacional de Prensa de Washington, DC, donde la colaboración científica LIGO comunicó el descubrimiento. Esas ondas habían sido predichas por Albert Einstein en 1916 y constituyen una nueva manera de estudiar el universo. Desde distintos roles, Gabriela, Jorge, Lidia y Mario –l@s autor@s de este libro– participamos con emoción en el anuncio oficial de este descubrimiento.
Se podría decir que esta historia empezó hace más de mil millones de años, cuando dos agujeros negros chocaron; o hace cuatrocientos años, cuando Galileo miró los cielos con un telescopio; o hace cien años, cuando Einstein publicó que su teoría del espacio-tiempo predecía ondas gravitacionales; o hace cincuenta años, cuando se empezaron a imaginar detectores que pudieran medir esas ondas; o… No importa cuándo empezó la historia, lo importante es que ese día comenzó una nueva manera de hacer astronomía: no solo recibimos luz desde las estrellas, sino que ahora se le agregaba un “sonido”. A las imágenes que obtenemos del universo con nuestros telescopios ahora se les puede sumar otra dimensión sensorial, como cuando al cine mudo se le agregó la banda sonora. ¡Ahora podemos escuchar la música del universo!
Contaremos la historia de cómo fue posible que descubriéramos y entendiéramos las ondas gravitacionales, y compartiremos con ustedes anécdotas y experiencias de la gente que hizo posible este logro.
Pero antes de empezar con temas sesudos como la teoría de Einstein, queremos que nos conozcan un poco.
Mario y Lidia Díaz se habían mudado de Buenos Aires a la ciudad de Córdoba. Ambos trabajaban en la fábrica de automóviles Renault, Lidia en las oficinas y Mario era mecánico de mantenimiento en las líneas de ensamblaje primero, y luego –cuando comenzó en 1978 a estudiar la carrera de Física– en el turno de la noche, en el mantenimiento de la matricería de forja. Ambos estudiaron en la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), donde Lidia se licenció en Ciencias de la Educación. Mario hizo su investigación con el grupo que estudiaba la teoría de Einstein en la Facultad de Matemática, Astronomía y Física, y recibió el primer doctorado de Física Teórica otorgado en la UNC. En esos trabajos incluyó a un estudiante de doctorado del Instituto Balseiro de Bariloche, Jorge Pullin, y a una estudiante de licenciatura de Córdoba, Gabriela González. Jorge y Gaby se enamoraron (probando que –contrariamente a lo que dijo Einstein– su teoría de la gravedad sí tiene la culpa de que alguna gente caiga en los brazos del amor). Estas dos parejas continuaron la amistad de por vida.
Gaby y Jorge se casaron en 1988, y un año después se mudaron a los Estados Unidos, ella a empezar un doctorado y Jorge con una beca posdoctoral, ambos en física. En la Universidad de Syracuse, Gaby hizo sus estudios con Peter Saulson –un profesor dedicado al proyecto LIGO, cuyo financiamiento recién empezaba– y a ella le encantó la idea de medir lo que hasta entonces solo se había calculado. En 1995 terminó su tesis y trabajó un par de años en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) con el futuro Premio Nobel Rainier Weiss, mientras Jorge calculaba, entre otras cosas, las ondas gravitacionales que producían dos agujeros negros después de fusionarse.
Como es tristemente común en la vida académica en los Estados Unidos –y en muchos otros lugares–, Jorge y Gaby pasaron varios años (¡seis!) viviendo por trabajo en lugares distintos. Durante parte de ese período compraron una casa rodante y la estacionaron a mitad de camino entre State College, Pensilvania –donde estaba Jorge– y Boston –donde estaba Gaby– (si no, eran diez horas de auto). Finalmente siguieron una vida juntos como profesor@s primero en la Universidad Estatal de Pensilvania y luego en la de Luisiana, cerca de uno de los observatorios LIGO que describiremos luego en detalle. Como profesora e investigadora en Luisiana, Gaby y su grupo colaboraron con cientos