Varias Autoras

Pack Bianca enero 2021


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posible.

      –¿De cuánto tiempo estamos hablando cuando dices «lo antes posible»? –inquirió Rachel aturdida.

      –Lo ideal sería que partiésemos pasado mañana como muy tarde.

      Rachel se quedó mirándolo boquiabierta.

      –¡¿Pasado mañana?! Mateo, para dejar mi puesto tengo que hacerlo con quince días de preaviso…

      –Eso puedo arreglarlo.

      –Y mi madre…

      –Como te he dicho, eso tampoco es problema.

      –¿Y mi apartamento?

      –Puedes conservarlo, o puedo hacer que una agencia inmobiliaria te encuentre un comprador; como prefieras.

      Había tenido que ahorrar tanto para comprar ese apartamento… Rachel inspiró, tratando de calmarse.

      –No sé, es que… todo esto va demasiado deprisa –murmuró–. ¿Puedo pensármelo al menos esta noche y darte una respuesta mañana a primera hora?

      Mateo vaciló, pero finalmente asintió.

      –Está bien. Pero es importante que seas consciente de que, si me dices que sí, tendremos que iniciar todas las gestiones de inmediato.

      –Lo entiendo.

      Mateo puso su mano sobre la de ella.

      –Sé que todo esto te abruma, y que tienes que sopesar muchas cosas, pero estoy convencido, absolutamente convencido, de que podríamos tener un matrimonio muy feliz.

      Ella asintió y apretó los labios para que no le temblaran.

      Dos días después

      RACHEL miró por la ventanilla y vio cómo la niebla gris del otoño inglés iba disipándose a medida que el avión tomaba altura por encima de las nubes, donde el cielo estaba azul. Había aceptado la proposición de Mateo, y se dirigían a Kallyria en el jet privado de la Casa Real.

      Todavía no acababa de creerse lo rápido que había ocurrido todo. Después de la cena en el Cotto, Mateo la había acompañado a casa, la había besado en la mejilla y le había dicho que la llamaría a las siete de la mañana para saber su respuesta.

      De vuelta en su apartamento con su madre, apalancada frente al televisor, y con el olor a sándwich quemado flotando aún en el aire, había sentido lo sofocante y gris que era su vida. Y el paternalista e-mail de Simon el Sieso que había encontrado al revisar su correo en el móvil había sido la puntilla, el empujón que en realidad ni siquiera habría necesitado. Iba a aceptar la proposición de Mateo.

      Esa noche apenas había dormido, y cuando le había sonado el móvil a las siete en punto había sentido un cosquilleo en el estómago, en parte por los nervios, pero también de emoción.

      –¿Has decidido qué quieres hacer? –le había preguntado Mateo.

      Ella había inspirado profundamente y le había respondido:

      –Sí. Mi respuesta es sí.

      Mateo le había dicho entonces que estaría en su casa en media hora para poner en marcha todos los preparativos y gestiones necesarios.

      Al llegar, había deslumbrado a su madre con su encanto personal, y esa misma tarde los tres habían ido a una residencia privada de ancianos en las afueras de Cambridge que contaba con un pabellón especializado para los enfermos de Alzheimer.

      A su madre parecía haberle agradado mucho. Su habitación era mucho más grande que la que tenía en su apartamento, disponía de todas las comodidades, y la residencia ofrecía un montón de actividades para los residentes.

      Pero aun así, todo había ocurrido tan deprisa… Esa misma tarde Mateo y ella habían dejado a su madre instalada en la residencia. Se le había hecho un nudo en la garganta al despedirse de ella con un abrazo. No sabía cuándo la volvería a ver, ni si la volvería a ver. Por suerte su madre apenas parecía haber tenido consciencia de lo que estaba ocurriendo. Mientras la veía alejarse arrastrando los pies para explorar el salón comunal con su gran televisor de pantalla plana, había pensado, como tantas otras veces, lo difícil que resultaba de creer que antaño hubiera sido la culta y sofisticada esposa de un eminente catedrático.

      –Adiós, mamá –había murmurado mientras la seguía con la mirada, y se había marchado, obligándose a no mirar atrás.

      De vuelta en su apartamento había hecho una sola maleta. Mateo le había aconsejado que se llevase solo lo imprescindible y los recuerdos que quisiese conservar, aunque en realidad tenía muy pocos.

      Se le había antojado algo patético dejar atrás una vida entera con tanta facilidad. Había decidido que escribiría un e-mail a sus amigos cuando llegaran a Kallyria para explicárselo todo. Mateo le había prometido que les pagaría el viaje a los que quisiera invitar a la boda.

      También había hablado con el jefe de su departamento en la universidad para que pudiera dejar su puesto sin los quince días de preaviso establecidos. La entristecía que, después de haber trabajado allí diez años, la hubiesen dejado marchar así, sin más.

      Claro que Cambridge era, en muchos sentidos, un lugar de paso; la gente llegaba y se iba constantemente. Después de diez años solo era una más.

      Sin embargo, no tenía sentido ponerse melancólica. Estaba a punto de iniciar una aventura única y quería disfrutarla. Miró a Mateo, al que tenía sentado enfrente, en un lujoso asiento de cuero blanco como el suyo. Tenía el ceño fruncido y la mirada fija en la pantalla del portátil que había abierto sobre la mesita entre ambos.

      –¿Sabes qué?, lo único que nos falta es una copa de champán –dijo ella en broma.

      Mateo levantó la vista.

      –¿Champán? Sí, es buena idea –dijo, y al chasquear los dedos apareció una azafata, como si se hubiera materializado allí de repente.

      –¿Sí, Alteza?

      –Tráiganos una botella de champán, por favor.

      Aquello era algo a lo que le iba a costar acostumbrarse, pensó Rachel mientras se alejaba la azafata. No se había acabado de creer que Mateo era el heredero al trono de un país extranjero hasta que habían subido al avión y la tripulación había empezado a hacerle reverencias y a llamarlo «Alteza».

      Al poco rato regresó la azafata con una botella y dos copas. Sirvió el champán, dejó la botella en una cubitera de pie junto a la mesa y se retiró.

      –Por nosotros –dijo Rachel levantando su copa.

      Mateo, que había vuelto a bajar la vista a su portátil mientras la azafata abría la botella y les servía el champán, estaba tan enfrascado que pareció como si ni siquiera la hubiera oído. Rachel se quedó cortada, pero no dijo nada y tomó un sorbo de su copa. Entonces, como si el silencio lo extrañara, Mateo levantó la cabeza y al verla con la copa en la mano se fijó en la suya, que esperaba en la mesita, y luego miró de nuevo a Rachel y pareció comprender.

      –Perdona –se disculpó con una mirada cálida–, estaba distraído –tomó su copa y la chocó suavemente contra la de ella–. Como decimos en Kallyria: ¡yamas!

      –Ni siquiera sé qué lengua es esa –le confesó Rachel, arrugando la nariz.

      –Es griego; es el idioma oficial de Kallyria. Significa «¡salud!».

      –Entonces… ¿lo hablas con fluidez?

      –Claro, es mi lengua materna. También hablo turco.

      –Además de inglés –apuntó Rachel–. Verdaderamente hay muchas cosas que no sé de ti. Debería haber hecho una búsqueda con tu nombre anoche en Google…

      Mateo enarcó una ceja, divertido.

      –Puedes