dicho algo similar que la había dejado aún más confundida: «Gracias a Dios que el príncipe Mateo no se casó con Cressida…».
Mateo se había quedado mirándola con los brazos caídos y los puños apretados.
–¿Dónde has oído ese nombre? –le preguntó.
Aun desde donde estaba, Rachel podía sentir la ira que emanaba de él. Nunca lo había visto así, y la asustó, porque se encontró preguntándose si tal vez no lo conocía en absoluto.
–Tu tía Karolina lo mencionó –respondió–. Y luego ese exministro, Lukas Diakis.
–¿Qué te dijeron?
–Tu tía me dijo que pensaba que yo era mejor para ti que Cressida, y Diakis que se alegraba de que no te hubieras casado con ella.
Las facciones de Mateo se ensombrecieron.
–No deberían haberte hablado de ella –murmuró frunciendo el ceño.
–¿Quién es esa Cressida? –le preguntó Rachel–. ¿Cómo es que nunca la habías mencionado?
–¿Y por qué debería haberlo hecho?
–Pues porque según parece ibas a casarte con ella –le espetó Rachel, esforzándose por mantener la calma aunque tenía ganas de llorar–. ¿O no es verdad?
–Sí, es verdad –Mateo apretó los labios–, pero de eso hace mucho tiempo. Ya no importa.
¿Que no importaba? ¿Lo estaba diciendo en serio?
–Pues, a juzgar por tu reacción, a mí me parece que para ti sí es importante.
–Si he reaccionado así ha sido porque me irrita que la gente vaya por ahí chismorreando sobre mí.
–No estaban chismorreando de…
–Ya lo creo que sí –la cortó él, y empezó a subir las escaleras airado.
Cuando pasó a su lado y continuó subiendo, Rachel lo siguió con una mirada de incredulidad. Aquello era tan inusual en él que casi resultaba cómico. El Mateo al que ella conocía no era así: frío, autocrático…
–¿Por qué no quieres hablarme de ella? Ibais a casaros… –reiteró Rachel.
–Esta conversación ha terminado –zanjó Mateo sin volverse ni detenerse.
Rachel observó desde el pie de la escalera como desaparecía por uno de los pasillos, sin poder creerse lo rápido que se había descontrolado la situación. Sola en el inmenso vestíbulo oyó a lo lejos abrirse y cerrarse la puerta de los aposentos de Mateo. Miró a su alrededor y tragó saliva. Se sentía demasiado aturdida como para llorar. ¿Acababan de tener su primera pelea?, ¿o tal vez la última?
Subió lentamente las escaleras. Francesca estaba esperándola en sus aposentos, ansiosa por que le contara cómo había ido la fiesta mientras la ayudaba a desvestirse.
–Seguro que los has dejado a todos boquiabiertos –comentó cuando hubo satisfecho su curiosidad.
Rachel se obligó a esbozar una sonrisa e inclinó la cabeza para que Francesca pudiera desabrochar el enganche del collar. Permaneció en silencio mientras la estilista le bajaba la cremallera del vestido. Cuando se lo quitó, Rachel se puso la bata que le ofreció Francesca.
–Te he preparado un baño –le dijo esta mientras colgaba el vestido en una percha y le ponía una funda encima para protegerlo–. Sé que es tarde, pero pensé que podría apetecerte relajarte un poco antes de acostarte.
–Gracias, eres un ángel –le dijo Rachel.
Francesca, que había resultado ser no solo una excelente estilista, sino también una buena amiga, la miró con el ceño fruncido.
–¿Va todo bien?
Rachel esbozó otra débil sonrisa.
–Sí, es solo que estoy cansada. Bueno, exhausta, en realidad.
–Pues date ese baño y métete en la cama –le aconsejó Francesca–. Mañana va a ser un día ajetreado.
–¿Hay alguno que no lo sea? –dijo Rachel con un mohín. Desde que había llegado a Kallyria no había parado.
–Mañana, por si lo has olvidado, son las últimas pruebas del vestido de novia, el ensayo de la ceremonia y por la noche se celebra una cena con unos treinta invitados.
Rachel dejó caer la cabeza con un suspiro.
–Lo sé, lo sé.
–¿Seguro que todo va bien? –inquirió Francesca, mirándola preocupada.
Rachel querría poder confesarle las dudas que la atribulaban, pero sacudió la cabeza y le respondió:
–Seguro. Gracias, Francesca. Vete tú también a descansar.
Francesca le dio un par de palmadas en el hombro y se marchó. Ya a solas, Rachel dejó caer los hombros, aliviada de no tener que seguir fingiendo, y se dirigió al cuarto de baño.
El agua caliente casi hizo que se quedara dormida en la bañera. Cuando por fin salió del baño, cansada y triste, se dejó caer en la cama, se tapó y el sueño la arrastró.
A la mañana siguiente la despertó el sol, que entraba a raudales por las ventanas de su dormitorio. A la luz del día todo parecía un poco mejor. O por lo menos ella se sentía más resuelta. Se dio una ducha y se vistió, decidida a buscar a Mateo para hablar con él.
Sin embargo, encontrarlo no iba a ser tarea fácil. Después de desayunar sola en el comedor, su secretaria, Mónica, se la llevó para que le hicieran las últimas pruebas de su vestido para la boda. A Rachel le encantaba lo sencillo que era: de seda blanca con encaje en las mangas y el dobladillo de la falda. El largo velo era de encaje también. Con aquel vestido se sentía como una princesa. Como una reina.
Después de que la modista tomara nota de los ajustes que había que hacerle, Mónica se reunió con ella en su estudio para repasar los eventos del día siguiente, el gran día. Para empezar, la ceremonia nupcial y la coronación en la catedral. Luego regresarían al palacio, donde se agasajaría a los invitados con un desayuno. Y, finalmente, darían un paseo por la ciudad en una calesa para saludar a su pueblo antes de regresar de nuevo al palacio. Por la noche se celebraría una cena con baile, y Mateo y ella pasaría su noche de bodas en los aposentos de él.
–Va a ser un día muy completo –murmuró con una sonrisa, intentando ignorar las mariposas que revoloteaban en su estómago.
«No lo pienses», se ordenó. «Cuando llegue el momento, harás lo que tienes que hacer. No te queda otra». Se volvió hacia Mónica, intentando parecer alegre, y le preguntó:
–¿No sabrás, por casualidad, dónde está el príncipe Mateo?
El viento azotaba en el rostro a Mateo, que cabalgaba a galope tendido por la playa a lomos de su caballo preferido. Esa mañana, cuando se había despertado, después de haber dormido apenas unas horas, había sentido la necesidad apremiante de acallar de algún modo sus pensamientos, y le había parecido que salir a montar un rato sería la manera perfecta de hacerlo.
Aún estaba enfadado consigo mismo por el modo en que había manejado la discusión con Rachel la noche anterior. Cressida… Aquel nombre maldito para él… Había estado tan enamorado de ella, tan seguro de que era la mujer de su vida… Pero toda aquella pasión se había convertido en una pesadilla.
Cuando regresó, había desmontado y entraba en las caballerizas, llevando al animal por las riendas, cuando oyó una voz familiar pronunciar su nombre en un tono quedo. Al volverse, se encontró con Rachel, que lo miró a los ojos con la barbilla levantada.
–Rachel… ¿Qué haces aquí? –le preguntó en un tono tenso.
–Quiero hablar contigo.
Mateo inspiró profundamente, obligándose