había tornado blanco y frágil. Tres meses después de la muerte de su primogénito había sufrido una apoplejía que había afectado a su capacidad del habla y el movimiento, pero había permanecido en el trono. Sin embargo, su salud había continuado deteriorándose, y cuatro años después había muerto y su segundo hijo, Leo, había sido coronado rey. Y ahora, de pronto, sin previo aviso, Leo había abdicado.
–¿Has hablado con Leo? –le preguntó a su madre–. ¿Te ha dado alguna explicación?
–Se… se ve incapaz de seguir… –la voz de su madre, normalmente firme y calmada, sonaba trémula, como si se fuera a quebrar.
Mateo giró la silla hacia un lado para que su madre no viera en su rostro las emociones que se revolvían en su interior. Jamás se hubiera esperado algo así. Diez años atrás Leo había parecido más que dispuesto a ocupar el lugar de su padre; incluso ansioso. Siempre había estado a la sombra de Kosmos, y por fin había llegado su momento. El brillo en sus ojos el día del funeral de su padre le había revuelto el estómago a Mateo, que había abandonado Kallyria decidido a establecerse de forma definitiva en Inglaterra, lejos de las presiones de ser un miembro de la familia real.
Y ahora tenía que regresar porque Leo había levantado sus manos para desentenderse de sus deberes como monarca. Llevaba en el trono más de seis años; ¿cómo podía dejarlo así, por las buenas? ¿Dónde estaba su sentido del deber, del honor?
–No lo entiendo –masculló entre dientes–. ¿De repente ha decidido que lo de ser rey no va con él?
–No es eso –replicó Agathe con suavidad y tristeza–. Tu hermano se ha visto superado por sus obligaciones como rey.
–¿Que sus obligaciones lo han superado? Pues parecía encantado el día de su coronación…
Su madre apretó los labios.
–Se ha dado cuenta de que la realidad dista mucho de lo que él había soñado.
–¿Acaso no es así para todos?
Su madre se encogió de hombros y lo miró con pesar.
–Tú sabes que Leo siempre ha sido más volátil que Kosmos, más sensible. Se toma las cosas muy a pecho y se lo guarda todo para sí hasta que explota. Entre la insurrección en el norte y los problemas económicos que atraviesa el país… –le explicó con un suspiro–. Se derrumbó. Debería haberlo visto venir; debería haber sabido que no sería capaz de aguantar tanta presión.
Su madre le dijo que Leo había ingresado en una clínica privada de Suiza, y eso lo dejaba a él como el único que podía tomar las riendas de su país en esos momentos tan difíciles en que se encontraba sin nadie al timón, a la deriva.
Fuera, las campanas de la capilla de uno de los muchos colleges de Cambridge empezaron a repicar. Su vida estaba allí, en la universidad, donde estaba llevando a cabo una investigación sobre el efecto que determinados procesos químicos tenían en el clima.
Su compañera de laboratorio y él estaban a punto de descubrir cómo reducir ese efecto pernicioso. Y ahora, de pronto, se esperaba de él que dejara todo eso atrás para convertirse en el rey de un país que estaba atravesando una complicada situación económica y política.
–Mateo –le dijo su madre con suavidad–, sé que esto es muy duro para ti, que tu vida ha estado en Cambridge todos estos años. Sé que te estoy pidiendo demasiado.
–No más de lo que se esperaba de mis hermanos cuando les llegó su turno –respondió él.
Su madre suspiró.
–Sí, pero a ellos se les había preparado para afrontar ese deber.
Y él no estaba preparado; era más que evidente. ¿Cómo podría ser un buen rey? Sin embargo, se debía a su país y a su gente.
–¿Mateo? –lo llamó su madre, al ver que se había quedado callado.
Él asintió con la cabeza, a modo de claudicación.
–Regresaré a Kallyria.
La reina Agathe no pudo ocultar su alivio y dejó escapar un suspiro tembloroso.
–Debemos movernos deprisa para asegurarte el trono –murmuró.
Mateo se quedó mirándola con los ojos entornados y la mandíbula apretada.
–¿Qué quieres decir?
–La abdicación de Leo ha sido tan repentina, tan inesperada, que ha provocado una cierta… inestabilidad en el país.
–¿Te refieres a los insurgentes?
Hasta donde él sabía no eran más que una tribu nómada que detestaba cualquier innovación, cualquier atisbo de modernización, porque lo veían como una amenaza a su modo de vida y su cultura.
Agathe asintió y frunció el ceño con preocupación.
–Están adquiriendo más poder y también están aumentando en número. Sin una cabeza visible en el trono… ¿quién sabe qué serían capaces de hacer?
A Mateo se le encogió el estómago solo de pensar en que pudiera desatarse una guerra.
–Haré todo lo que pueda para detenerlos –le prometió a su madre.
–Sé que lo harás –contestó ella–. Pero hay algo más.
Al verla quedarse vacilante, Mateo frunció el ceño.
–¿A qué te refieres?
–Tenemos que proporcionar estabilidad al país cuanto antes –le explicó Agathe–. Después de la muerte de tu padre, de la de Kosmos, de la abdicación de Leo, de tanta incertidumbre… no puede quedar ninguna duda de que nuestra dinastía continuará en el poder, de que la Casa Real no se tambaleará frente a cualquier revés que pueda venir. Tienes que casarte –le dijo sin rodeos– y dar a la Casa Real un heredero tan pronto como sea posible. He hecho una lista de candidatas que podrían resultar adecuadas…
Mateo apretó la mandíbula. ¿Casarse? No solo detestaba la idea de tener que contraer matrimonio, sino también la de hacerlo con una desconocida por muy adecuada que fuera para convertirse en reina consorte.
–¿Y a quiénes has incluido en esa lista? –preguntó, sin poder reprimir una nota de ironía–. Solo por curiosidad.
–La mujer que se case contigo desempeñará un papel muy importante. Tiene que ser inteligente, alguien que no se amilane con facilidad, y por supuesto tendrá que ser alguien de buena familia y que haya recibido una buena educación…
Mateo apartó la mirada.
–No has respondido a mi pregunta; ¿quiénes están en esa lista?
–Pues, por ejemplo, Vanesa Cruz, una joven emprendedora española. Es la propietaria de una importante firma de ropa.
Él resopló.
–¿Y por qué querría renunciar a todo eso?
–Pues porque eres un buen partido, hijo –dijo Agathe con una sonrisa.
–Si ni siquiera me conoce… –masculló él. No quería casarse con una mujer que se casaría con él solo por su título, para ascender en la escala social–. ¿Quién más hay en tu lista?
–La hija de un magnate francés, la hija del presidente de una compañía turca… En el mundo en el que vivimos necesitarás a tu lado a una mujer que sea independiente, no a una princesa que solo esté esperando para conseguir protagonismo.
Su madre mencionó los nombres de otras candidatas de las que Mateo apenas había oído hablar. Eran todas perfectas extrañas para él, mujeres a las que no tenía ningún interés en conocer y con las que tenía aún menos interés en casarse.
–Piénsalo –le insistió su madre con suavidad–. Ya lo hablaremos con calma cuando llegues.
Mateo asintió