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Para Paula.
•1
RITA, con su maletita roja, salió de la sala de recogida de equipajes del aeropuerto y buscó a su tío Daniel, pero este no estaba.
«¡Qué raro! Habrá tenido algún problema en la excavación. Seguramente ha enviado a alguien a recogerme», se dijo.
Se acercó a una fila de personas que sujetaban pequeños carteles. En cada uno de ellos estaba escrito un nombre: «Monsieur Petillon», «Nika Bitchiasvili», «Geraint Thomas», «Mr Ibrahim», «Halima Mahfuz», «Srta. Díez Salinas».
Sin embargo, en ninguno aparecía el suyo. No podía ser. Su tío Daniel no era un bromista ni tenía tan mala memoria como para no acordarse del día y la hora en que su sobrina llegaba a El Cairo, la capital de Egipto.
Además, era su tío quien le había propuesto que pasara parte de sus vacaciones con él en una excavación, ya que Daniel estaba ayudando a un amigo arqueólogo egipcio.
Rita volvió a leer los carteles. Mientras, la señorita Díez Salinas se había encontrado con la persona que había ido a buscarla, al igual que Mr Ibrahim.
Entonces lo vio. El individuo llevaba un pringoso cartón y se encontraba separado del resto de personas que esperaban a los viajeros. Era delgado, de expresión aburrida, y vestía una vieja y raída túnica. Una sucia barba enmarañada cubría parte de su rostro ennegrecido por el sol.
Aunque no estaba escrito de modo claro, en el cartón que sostenía con desgana se podía llegar a leer, con un poco de imaginación, algo parecido a RITA. Y si había algo que a ella le sobraba, era precisamente imaginación.
La T era un tanto rara, ya que el palito horizontal estaba algo inclinado. Además, junto a la A había, a menor tamaño, algo parecido a una D. Pero si se pasaban por alto aquellos detalles, allí estaba su nombre.
La niña miró a su alrededor y comprobó que el resto de personas abandonaban el lugar. La zona de llegada de pasajeros había comenzado a vaciarse con rapidez.
Como la idea de quedarse sola en aquel amplio y desangelado lugar no le resultaba atractiva, se acercó al hombre desaliñado y lo saludó:
–Hola, yo soy Rita.
Para su sorpresa, dos viajeros se acercaron entonces a su lado e hicieron una señal al individuo.
Uno de ellos, de mediana edad, era alto y voluminoso, e intentaba disimular su abultada barriga bajo una amplia camisa de color verde oliva. A su lado caminaba una señora delgada, de nariz puntiaguda, muy maquillada y perfumada. Al igual que su compañero, también ella vestía ropa de aventurera.
Rita y el hombre corpulento, que tenía una reluciente calva, se miraron unos instantes con gesto de interrogación, y este dijo:
–¿Usted también viene por la excavación?
«Qué señor tan educado. Trata de usted a una niña como yo», pensó Rita, que respondió:
–Sí, así es.
–De acuerdo. Entonces, creo que ya estamos todos.
Dicho esto, el hombretón dio una indicación al tipo del mugriento cartel, y los cuatro se dirigieron hacia una de las salidas del aeropuerto.
De camino, Rita y sus acompañantes pasaron junto a un hombre rechoncho que, apurado, se ataba los zapatos junto a unos carritos de equipajes. Nervioso, el individuo no lograba anudar los cordones, que se escurrían entre sus dedos una y otra vez.
Mientras seguía intentándolo, miraba de reojo y trataba de divisar entre las personas que deambulaban por el aeropuerto a los viajeros que llegaban a El Cairo.
–¡Perdón, cuidado, lo siento! –se disculpaba cada vez que alguien se chocaba con él.
A su lado descansaba una cartulina colocada boca abajo. Cuando por fin logró atar los rebeldes cordones, tomó el cartel que había dejado en el suelo y corrió hacia el área de llegada de pasajeros. En la cartulina podía leerse de forma clara y nítida un nombre: «RITA».
Tras unos minutos de espera, y a la vista de que todos los viajeros se habían marchado ya, el hombre comenzó a preocuparse. Entonces recordó lo que le había dicho el profesor Daniel: «Mi sobrina llegará en un vuelo alrededor de las seis de la tarde. Es una niña morena y bajita, y llevará una maletita roja».
En ese momento cayó en la cuenta de que había visto una niña que se ajustaba a esa descripción mientras se ataba los zapatos. Sí, estaba seguro de ello: había pasado a su lado acompañada de tres adultos en dirección a la salida.
El hombre dio media vuelta y corrió en busca de Rita. Sin embargo, cuando alcanzó la parada de taxis, vio que estaba vacía.
•2
EL TAXI ATRAVESABA CON FLUIDEZ las atestadas calles de El Cairo. Rita miraba por la ventanilla sin perder detalle de la ajetreada vida de la ciudad.
El desarrapado individuo que había encontrado en el aeropuerto indicaba al conductor el camino a seguir. En la parte posterior del vehículo, en cambio, los tres ocupantes viajaban en silencio.
El hombre voluminoso, que viajaba sentado a su lado, se dirigió a Rita.
–Ejem, me temo que, con las prisas, aún no nos hemos presentado. Mi nombre es Karlsson –dijo tendiéndole la mano; luego señaló a la mujer que había aparecido con él en el aeropuerto y añadió–: Ella es la señorita Paponet.
Esta, con gesto frío, hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo.
–Tal como le he dicho antes, venimos por el asunto de la excavación –continuó Karlsson–. Usted debe de ser la experta en egiptología.
«Este señor es educadísimo», pensó Rita al escuchar aquellas palabras. «Antes del viaje, mis amigos me decían que debía de estar aprendiendo mucho con todos los libros que leía sobre Egipto, pero no me llamaban experta. Claro que este señor Karlsson tiene más mundo y es mucho más educado».
–Sí, puede decirse que soy experta en egiptología –contestó Rita.
–No esperábamos que fuera tan joven –dijo la señorita Paponet con marcado acento francés.
–No se moleste –intervino el señor Karlsson al ver la cara de desconcierto de la niña–. Hasta ahora los expertos con los que hemos colaborado eran de más edad, pero estaremos encantados de trabajar con usted. Si la han enviado es porque es usted una persona realmente destacada y competente.
«Una persona destacada y competente». Nunca le habían dicho algo tan rimbombante. Ni siquiera Ana, su profesora de matemáticas, el día que sacó un nueve con cinco en un examen. La niña se sentía halagada. Aquello le gustaba, y mucho.
–Claro, lo comprendo –dijo a modo de respuesta.
–Aún no nos ha dicho usted cómo se llama –apuntó Karlsson cortésmente.
–Rita –respondió ella, sonriente.
–Es un placer, profesora Rita.
El taxi se detuvo junto a una vivienda de dos plantas situada en una pequeña plaza. A la sombra de una higuera, varios ancianos charlaban sentados en sillas.
El hombre que había ido a esperarlos al aeropuerto dijo unas palabras en árabe al taxista y este tocó el claxon tres