Кэтти Уильямс

Un legado sorprendente


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evidentemente, no tanto como había pensado.

      –Yo… mi padre no está bien.

      –Siento escucharlo, Violet. ¿Se trata de algo serio? ¿Cuántos años tiene?

      Había verdadero interés en su voz y Violet sintió que algo se debilitaba dentro de ella. No estaba acostumbrada a compartir nada, pero, en aquellos momentos, no había nada que deseara más que contarle todo al hombre que estaba sentado frente a ella, mirándola con sus intensos ojos azules, de un modo especulativo y considerado.

      –¿Que cuántos años tiene? –repitió ella–. Es joven. Aún no ha cumplido los sesenta.

      –¿Y qué es lo que le ocurre?

      –En realidad no es relevante, Matt –comentó ella encogiéndose de hombros e ignorando la tentación de decir más de lo que debería. Su intimidad era muy importante para ella, un rasgo propio de su personalidad, tan arraigado, que le resultaba imposible prescindir de él incluso cuando deseaba hacerlo.

      Era una costumbre nacida de las circunstancias. La vida nómada había impuesto un peaje a las amistades. ¿Cómo se podía formar vínculos fuertes con las personas cuando siempre se estaba de paso? En especial, cuando se era demasiado joven como para pensar en el futuro y ver más allá. Por supuesto, cuando la vida había empezado a tranquilizarse, ese hábito ya había arraigado y esas raíces crecían ya demasiado profundamente.

      –Claro que es relevante –afirmó él–. Estás disgustada.

      –Y tú te estás imaginando cosas.

      –No tienes que disimular todo el tiempo –replicó Matt. Ella se puso en alerta. No le gustaba el modo en el que él parecía estar acorralándola, haciendo que se sintiera perdida y vulnerable–. Habla conmigo. Me has entregado tu dimisión. Creo que es justo decir que me merezco una explicación.

      Violet se dio cuenta de que tenía razón. En realidad, se dio cuenta de que se habría sentido muy desilusionada si él hubiera aceptado su carta de dimisión sin más, encogiéndose de hombros y sin hacer ninguna pregunta.

      Llevaba dos años y medio trabajando para él y, efectivamente, lo conocía más profundamente que cualquiera de las mujeres con las que él salía. Conocía sus idiosincrasias, sus manías. Además, parecía que él también la conocía mucho mejor de lo que ella había imaginado. Aquello le resultaba turbador.

      En realidad, nada de lo que él pudiera decirle le haría cambiar de parecer. ¿Qué podía haber de malo en confiar en él? Se marcharía de la empresa y lo dejaría atrás. Si ella le dejaba vislumbrar un lado más íntimo de su ser, después no tendría que verlo a diario en el trabajo ni se tendría que enfrentar a la curiosidad de Matt por su vida.

      –Mi padre vive al otro lado del mundo –comenzó, frunciendo el ceño mientras trataba de poner en orden sus pensamientos–. En Australia para ser exactos.

      –¿Cuánto tiempo lleva viviendo allí? ¿En qué parte de Australia vive?

      –En Melbourne. Lleva allí ya casi seis años. Se marchó después… Bueno, volvió a casarse. Mi madre murió cuando yo era pequeña.

      Se mordió los labios y apartó la mirada. Matt guardó silencio. Odiaba que las mujeres lloraran. Otro detalle que ella sabía sobre él. Por ello, hizo un gran esfuerzo para no dejarse llevar por la oleada de abatimiento que amenazaba sus buenas intenciones.

      –Tómate tu tiempo. No tengo prisa.

      –¿Estás seguro de que quieres tener esta conversación? –le preguntó Violet aligerando el tono.

      –¿Por qué no iba a querer?

      –Porque no te gustan las conversaciones intensas y largas con las mujeres. Creo que es algo que has compartido conmigo en el pasado.

      –¡Qué bien me conoces! –murmuró Matt–. Sin embargo, tú no eres una de mis mujeres, ¿verdad? Por ello, es justo decir que no se aplican las reglas normales para las demás.

      No era una de sus mujeres…

      Violet sintió un dolor intenso dentro de ella, un dolor profundo y totalmente inapropiado. Se dijo que, afortunadamente, no era una de sus mujeres. Conociéndole tan bien como lo conocía, sería una receta perfecta para el sufrimiento, porque él representaba todo lo que Violet no quería en un hombre.

      Tal vez se volvía loca por su pecaminoso atractivo como cualquier otra mujer, pero era lo suficientemente sensata para evitar ir más allá en el peligroso camino de la atracción.

      Se encogió de hombros con expresión velada. Para matar el tiempo y ordenar sus pensamientos, le ofreció otra taza de café, que él declinó educadamente. Entonces, de mala gana, ella le sugirió una copa de vino, que él aceptó con avidez.

      –Bueno, me estabas hablando de tu padre, el hombre del que has evitado hablar durante dos años y medio, que vive en Melbourne. Un lugar que yo conozco muy bien.

      –Tiene problemas con el hígado, que ha ido llevando bastante bien, pero mi madrastra murió hace seis meses y, desde entonces, él está cada vez más deprimido –dijo Violet. Decidió que ella también necesitaba una copa de vino y se la sirvió antes de tomar asiento–. Me visitó hace dos meses y trató de hacerme ver que está bien, pero yo me di cuenta de que no era así.

      –¿Problemas de hígado? ¿Bebe?

      Violet se sonrojó. Era normal que hiciera aquella pregunta.

      –Solía beber, pero, como sabes, la bebida siempre está al acecho en lo que se refiere a los ex… ex…

      –¿Alcohólicos?

      Violet asintió y apartó la mirada.

      –La depresión es su enemigo y yo estoy muy preocupada de que, allí solo, pueda resultarle demasiado tentador.

      –¿Sigue en Melbourne?

      –Sí.

      –¿Y por qué no vuelve a vivir aquí?

      Matt miró a su alrededor. La elegante casa era pequeña y coqueta. Violet se dio cuenta de lo que él estaba pensando. No era una mansión, pero sí lo suficientemente grande para dos personas. Además, valía mucho dinero y se podría vender fácilmente para comprar algo más grande en un barrio menos exclusivo.

      –¿Problemas de dinero?

      –Si fueran problemas de dinero, yo no estaría viviendo en una casa como esta.

      –Eso me lleva a la pregunta que llevo queriéndote hacer desde que entré por la puerta. Me importa un comino cómo puedes permitirte el alquiler de una casa como esta. Tal vez te gustan las casas pequeñas y caras y prefieres sacrificar tu sueldo en una en vez de hacerlo en vacaciones, coches o ropas de diseño. Eso es asunto tuyo. Lo que te quiero decir es que si no te puedes permitir mantener a tu padre cuando regrese, solo tienes que decirlo. Es decir, si lo que quieres es dinero, estoy dispuesto a darte todo lo que necesites. Podríamos decir que se trata de un préstamo sin intereses –comentó mientras se mesaba el cabello–. Pensé que nunca le suplicaría a una mujer, pero ya soy lo suficientemente mayor para admitir que siempre hay una primera vez para todo. Nunca había tenido una asistente que trabajara tan bien. Comprendes cómo pienso y no te vuelves loca si me acerco demasiado a ti.

      Violet sabía que, entre aquellas palabras, había un cumplido escondido en alguna parte, pero en lo único en lo que podía pensar era en lo de «no te vuelves loca si me acerco demasiado a ti».

      Los comentarios a lo largo de los años le habían informado a Violet que la única otra asistente personal que había aguantado con él, y lo había hecho a lo largo de toda una vida, era una mujer casada de sesenta años que se había jubilado anticipadamente y que le había dejado en la estacada hacía tres años. Antes de que apareciera Violet, el puesto lo habían ocupado una larga sucesión de atractivas candidatas, porque, según le había contado una de las chicas de contabilidad, a él le apetecía tener algo que le alegrara