Susan Mallery

E-Pack HQN Susan Mallery 2


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Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Capitulo 13

       Capítulo 14

       Capítulo 15

       Capítulo 16

       Capítulo 17

       Capítulo 18

       Capítulo 19

       Capítulo 20

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      Este libro es para Kristi y esto es lo que ella me pidió que dijera la dedicatoria:

      Me gustaría dedicar este libro a mi madre, Doris, por haberme enseñado el entretenimiento y el valor de la lectura y haber tenido siempre un buen libro a mi disposición. Para mi amiga Ann, con la que intercambio libros y con la que soy capaz de reírme sin motivo alguno una y otra vez. Para Kevin, mi marido, el amor de mi vida, que sigue haciéndome reír y jamás me ha privado de una buena lectura. Y para Julie, mi queridísima hija, que me inspira y de la que tan orgullosa me siento. Os quiero a todos, gracias por toda la diversión y las risas compartidas. Besos y abrazos, Kristi.

      Solo en Fool’s God podía verse uno obligado a parar un Mercedes por culpa de una cabra. Rafe Stryker apagó el motor de su potente coche y salió. La cabra que descansaba en medio de la carretera le miró con un brillo confiado en sus ojos oscuros. Si no hubiera sabido que era imposible, Rafe habría jurado que le estaba diciendo que aquella carretera era suya y que si alguien iba a tener que ceder en aquel conflicto de voluntades, iba a ser él.

      –¡Malditas cabras! –musitó, mirando a su alrededor en busca del propietario de aquel animal descarriado.

      Pero lo que vio fue unos cuantos árboles, una cerca rota y, a lo lejos, las montañas elevándose hacia el cielo. Alguien había descrito aquel lugar como digno de un dios. Pero Rafe sabía que Dios, siendo inteligente y sabiéndolo todo, no querría tener nada que ver con Fool’s Gold.

      Resultaba difícil creer que solo a tres horas de allí en dirección este estuviera San Francisco, una ciudad llena de restaurantes, rascacielos y mujeres atractivas. Y era allí a donde él pertenecía. No a aquellas tierras situadas a las afueras de una ciudad que se había prometido no volver a pisar en toda su vida. Y aun así había regresado, arrastrado por la única persona a la que jamás le negaría nada: su madre.

      Miró a la cabra perjurando para sí. Debía de pesar unos cincuenta y cinco kilos. Aunque Rafe había pasado los últimos ocho años intentando olvidar su vida en Fool’s Gold, todavía recordaba todo lo aprendido en Castle Ranch. Imaginó en aquel momento que si había sido capaz de enfrentarse a un buey adulto, sería perfectamente capaz de espantar a una cabra. O, por lo menos, de levantarla y dejarla a un lado de la carretera.

      Bajó la mirada hacia sus pezuñas, preguntándose si estarían muy afiladas y el efecto que podrían tener en su traje. Apoyó el codo en el techo del coche y se pinzó el puente de la nariz con los dedos. Si no hubiera sido porque su madre estaba desolada cuando le había llamado por teléfono, habría dado media vuelta en ese mismo instante y habría vuelto a su casa. En San Francisco tenía empleados, subalternos incluso. Personas que se harían cargo de un problema como aquel.

      Rio al imaginar a su almidonada asistente enfrentándose a una cabra. La señora Jennings, un ciclón de unos cincuenta años con una capacidad innata para hacer sentir incompetente hasta al más exitoso de los ejecutivos, probablemente se quedaría mirando a aquella cabra con expresión sumisa.

      –¡La has encontrado!

      Rafe se volvió hacia aquella voz y vio a una mujer corriendo hacia él. Llevaba una cuerda en una mano y lo que parecía una lechuga en la otra.

      –Estaba muy preocupada. Atenea se pasa la vida metiéndose en problemas. Soy incapaz de encontrar un buen cierre que consiga retenerla. Es muy inteligente, ¿verdad, Atenea?

      La mujer se acercó a la cabra y le palmeó el lomo. La cabra se estrechó contra ella como un perro en busca de afecto. Aceptó la lechuga y la cuerda alrededor del cuello con idéntica conformidad.

      La mujer miró entonces a Rafe.

      –¡Hola, soy Heidi Simpson!

      Debía de medir cerca de un metro setenta y cinco, tenía el pelo rubio y lo llevaba recogido en dos trenzas. La camisa de algodón metida por la cintura de los pantalones mostraba que era una mujer de piernas largas y sinuosas curvas, una combinación que normalmente le resultaba atractiva. Pero no aquel día, cuando todavía tenía que enfrentarse a su madre y a un pueblo que despreciaba.

      –Rafe Stryker –se presentó él.

      La mujer, Heidi, se le quedó mirando fijamente y abrió los ojos como platos mientras retrocedía un paso. La boca le tembló ligeramente y su sonrisa desapareció.

      –Stryker –susurró, y trago saliva–. May es tu...

      –Mi madre, ¿la conoces?

      Heidi retrocedió un paso más.

      –Sí, eh... ahora mismo está en el rancho. Hablando con mi abuelo. Al parecer ha habido una confusión.

      –¿Una confusión? –utilizó la que la señora Jennings denominaba su voz de asesino en serie–. ¿Es así como describes lo que ha pasado? Porque yo me siento más inclinado a pensar que ha sido una estafa, un robo. Un auténtico delito.

      No era una situación cómoda, pensó Heidi, deseando salir corriendo de allí. Ella no era una persona que huyera de los problemas, pero en aquel caso se habría sentido mucho mejor enfrentándose a ellos rodeada de gente, y no en una carretera desierta. Miró a Atenea preguntándose si una cabra bastaría para protegerla y decidió que, probablemente, no. Atenea estaría más interesada en saborear el obviamente carísimo traje de Rafe Stryker.

      El hombre permanecía frente a ella con aspecto de estar seriamente disgustado. Lo suficiente al menos como para atropellarla con aquel coche enorme y seguir su camino. Era un hombre alto, de pelo y ojos oscuros, y en aquel momento estaba tan enfadado que parecía capaz de destrozarla con sus propias manos. Y Heidi tenía la sensación de que era suficientemente fuerte como para conseguirlo.

      Tomó