Susan Mallery

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      Rafe supervisó la cerca. La mayoría de los postes estaban inclinados o desaparecidos y el alambre que los unía o bien era inexistente o, como mucho, constaba de un solo hilo de alambre. En realidad, habría sido más fácil si no hubiera habido cerca. Pero como la había, tenía que revisar todos y cada uno de los postes, arrancar aquellos que no eran suficientemente robustos, deshacerse de la alambrada vieja y empezar entonces con el alambre nuevo.

      –Es mucho trabajo.

      Rafe se volvió y vio a Glen caminando hacia él. El anciano sacó un par de guantes del bolsillo trasero de los pantalones.

      –En ese caso, probablemente, deberíamos empezar.

      –¿Está pensando en ayudarme? –preguntó Rafe.

      Imaginaba que Glen debía de llevar jubilado más de una década. Obviamente, parecía fibroso, ¿pero cómo podía saber en qué estado se encontraba su corazón? Rafe no tenía ningún interés en hacer correr riesgos a aquel anciano.

      –He puesto muchos postes durante mis años de feriante. Además, no parece que estés haciendo los agujeros a la vieja usanza –señaló la barrena para postes que había alquilado Rafe–. Mira muchacho, manejaba máquinas como esa mucho antes de que hubieras nacido.

      ¿Muchacho? Rafe disimuló una sonrisa. Si Glen estaba intentando intimidarle, tendría que esforzarse más.

      –Si quiere hacer los agujeros, adelante –contestó Rafe, pensando que, en realidad, aquella era la tarea más fácil que tenía prevista aquel día.

      La barrena haría la mayor parte del trabajo y Rafe podría dedicarse a levantar los postes.

      Pero apenas había levantado el primero cuando entraron dos camionetas en el rancho. Se dirigieron directamente hacia la línea de postes y se detuvieron a apenas un metro de ella. En la primera camioneta iba un tipo. En la segunda, dos.

      Se bajó el conductor de la primera y caminó hasta donde estaba Rafe. Era un hombre alto, de pelo oscuro, y había algo en él que a Rafe le resultó familiar. Tenía la sensación de haberle visto antes.

      El hombre se echó a reír mientras se acercaba a él.

      –Yo tampoco te habría reconocido si no hubiera sabido que habías vuelto por aquí –le dijo.

      Rafe le miró con atención.

      –¿Ethan? ¿Ethan Hendrix?

      –Ese soy yo.

      Se estrecharon la mano.

      –Bienvenido a casa –le dijo Ethan–. Recuerdo que odiabas Fool’s Gold. Me cuesta creer que hayas vuelto.

      –No he vuelto para siempre. Es algo temporal.

      Ethan miró los postes y los rollos de alambre.

      –A mí esto me parece bastante permanente.

      –Mi madre está pensando en instalarse en el rancho y quiero ayudarla.

      –Siempre te has ocupado de ella –Ethan hizo un gesto a los otros hombres para que se acercaran–. He venido con dos de mis mejores trabajadores. Me llamaron del aserradero y me contaron lo que pretendías hacer –Ethan sonrió con los ojos brillantes de diversión–. La última vez que supe algo de ti, eras un genio de las finanzas. Si te has ablandado hasta ese punto, no vas a poder hacer esto solo.

      –¡No me he ablandado! –protestó Rafe, y después le presentó a Glen.

      Glen hizo un gesto, indicando que no era necesario.

      –Conozco a Ethan –dijo–. Y también a esos dos. ¡Vamos chicos! Vamos a demostrarles cómo se hacen las cosas.

      Rafe y Ethan caminaron hacia la camioneta más grande.

      –¿Nunca te has ido? –preguntó Rafe–. Recuerdo que tú también querías marcharte de aquí.

      Ethan se encogió de hombros.

      –Ese era el plan. Pero la vida intervino a su manera. Al final, quedarme aquí ha sido lo mejor que me ha pasado –sacó la cartera y buscó en ella un par de fotografías.

      Rafe se fijó en una atractiva pelirroja y tres niños.

      –Parece que has estado ocupado.

      –Y he sido muy feliz –contestó Ethan.

      Rafe le devolvió la fotografía.

      –Me alegro por ti.

      Aunque no lamentaba el fracaso de su matrimonio, sí sentía el no haber podido tener hijos.

      –¿Dónde vives? –quiso saber Ethan.

      –En San Francisco. ¿Sigues dedicándote a la construcción?

      –En parte. En realidad, la empresa ya va prácticamente sola. Dedico la mayor parte del tiempo a construir turbinas –volvió a sonreír–. Molinos de viento, energía eólica.

      Estuvieron hablando durante unos minutos sobre el negocio de Ethan.

      –Deberíamos quedar algún día –propuso Ethan–. Le diré a Liz que te vamos a invitar a cenar. ¿Te acuerdas de Josh Golden?

      –Claro que me acuerdo.

      –También sigue aquí. Está casado y tiene una hija. Fiona ya tiene un año. ¡Parece mentira cómo pasa el tiempo!

      Estuvieron hablando de los amigos comunes que tenían en el colegio, de quién continuaba allí y de quién se había marchado. Al cabo de unos minutos, Ethan miró el reloj.

      –Tengo que marcharme. Puedes quedarte con mis hombres durante todo el tiempo que quieras. Ellos ya saben lo que tienen que hacer.

      –Agradezco la ayuda. ¿Me enviarás una factura por las horas de trabajo?

      –Cuenta con ello –contestó Ethan–. Por lo que he oído decir, puedes permitírtelo.

      Rafe se encogió de hombros.

      –No me va mal.

      –Me pondré en contacto contigo para organizar esa cena. Me alegro de que hayas vuelto.

      –No he vuelto –le recordó Rafe.

      Ethan abrió la puerta del asiento del conductor de su camioneta.

      –Sí, eso es lo que dice mucha gente, pero al final, nunca se va. A lo mejor has vuelto más de lo que piensas, Rafe.

      A las siete y media de aquella tarde, todavía se veía el globo de sol completo sobre la línea del horizonte. Rafe estaba sentado en las escaleras del porche con una cerveza entre los pies.

      Había sido un buen día, pensó mientras cambiaba ligeramente de postura. Los músculos protestaron por aquel movimiento, recordándole que levantar una cerca era un trabajo duro aunque uno dispusiera de una barrena eléctrica y de ayuda. Le dolían los hombros. A pesar de los guantes, se había hecho algunos cortes en las manos y varias ampollas. Probablemente debería estar malhumorado, pero la verdad era que se sentía orgulloso al ver la cerca enderezada. Habían comenzado bien. Con la ayuda de los hombres que Ethan había enviado, no tardarían más de dos semanas en arreglar el cercado. Después se pondrían con el establo.

      Llamaba regularmente a la oficina y la señora Jennings le mantenía informado de los proyectos más importantes. Normalmente su rutina consistía en reuniones, negociaciones, viajes y contratos. Al final de una jornada de doce o catorce horas de trabajo, había hecho muchas cosas, pero no era capaz de señalar ninguna que hubiera dado por terminada. Cuando por fin cerraba un trato, ya estaba pensando en el siguiente. Rara vez se detenía a pensar en lo conseguido y, mucho menos, a celebrarlo.

      Siempre había pensado que continuar encerrado en Fool’s Gold habría sido un infierno. Y a lo mejor era cierto, pero aquel día, no había sido tan terrible.

      Sonó su teléfono móvil y lo sacó del bolsillo de la camiseta.