propias armas, dicho porcentaje variaba enormemente; algunos regimientos de Nuevo Hampshire solo reportaron un mosquete y una libra de pólvora por cada cuatro milicianos (lo que equivalía a unos quince cartuchos por cada hombre). Aunque en principio era posible entrenar una compañía con menos mosquetes que milicianos, para las prácticas de tiro eran indispensables grandes cantidades de pólvora. En tiempo de guerra, es obvio que el consumo de pólvora se dispararía y muchos mosquetes se perderían, caerían en manos del enemigo, resultarían dañados o se averiarían, lo que hacía necesario que hubiera varias armas de fuego por cada miliciano. Los comités de Seguridad y de Suministros tendrían que conseguir todo ese material del que se carecía.
Los comités sabían que su capacidad para armar en poco tiempo a las milicias era muy reducida. A finales de 1774, el Consejo Privado había emitido una prohibición que vetaba la exportación de todo tipo de armas de fuego, pólvora y equipamiento militar a las colonias. Además, el acceso de los colonos a los depósitos locales de armamento y pólvora se cortó desde que los gobiernos coloniales de la Corona comenzaron a actuar de forma metódica para controlarlos y confiscarlos.5 En septiembre de 1774, el gobernador militar de Massachusetts, Thomas Gage, ordenó que se sacara la pólvora y las armas del almacén de la Casa de la Pólvora [Powder House], en la actual Somerset, a las afueras de Boston. Unos meses más tarde, el gobernador de Virginia, John Murray, lord Dunmore, ordenó una acción similar contra el almacén de Williamsburg.
Las milicias tampoco disponían de un suministro fluido de armas de producción local. Para abastecer a una población de casi 2 millones, solo había entre 1500 y 3000 armeros en todo el territorio de las trece colonias y no todos ellos estaban a favor de la rebelión.6 Un armero típico de aquella época fabricaba y reparaba armas en un pequeño taller con sus hijos y algunos aprendices y empleaba una variedad de herramientas manuales para tallar, fundir, forjar, soldar, barrenar y ensamblar las distintas partes de cada pieza. Se trataba de un proceso lento que producía, tal vez, de cinco a diez armas al año. No había otros tipos de manufacturas armamentísticas; en todas las colonias no había ninguna fundición de cañones y ni un molino que produjera el material más básico para la milicia: pólvora.7
La mal equipada milicia tendría que enfrentarse a un formidable Ejército británico que estaba bien provisto por su organismo logístico, el Consejo de Armamento [Board of Ordnance], y por los enormes centros manufactureros de armas de Londres y Birmingham. Dicho consejo desarrolló unos patrones estándares (sobre todo los tipos terrestres [Land Patterns]) para los componentes de los mosquetes: llaves, percutores y cañones, así como recámaras, gatillos y baquetas. Cada una de estas piezas estandarizadas se fabricaba en masa por especialistas, los cuales las llevaban entonces a armeros que ajustaban y ensamblaban las partes para obtener armas terminadas. La estandarización significaba que todos los mosquetes de un regimiento disparaban el mismo tipo de munición y disponían de muchas piezas de repuesto comunes (aunque aún no llegaban a ser totalmente intercambiables). La especialización permitió la aparición de un sistema de producción en masa. Solo Birmingham ya producía «una prodigiosa cantidad para la exportación […] más de 150 000 [mosquetes] al año».8 El Consejo de Armamento también gestionaba varias fundiciones de artillería y una serie de moliendas de pólvora que producía cientos de toneladas cada año. Ante el poder manufacturero de la metrópoli, los comités coloniales de Seguridad y de Suministros no tenían ninguna posibilidad de competir.
La escasa capacidad manufacturera de las colonias norteamericanas no solo se debía a las políticas mercantilistas de Gran Bretaña.9 El mercantilismo no consistía solo en que las colonias produjeran materias primas y que la metrópoli se encargara de la producción de bienes manufacturados. La ley británica no vetaba la manufacturación en las colonias, lo que hacía era prohibirles la exportación de sus productos manufacturados. Lo que al gobierno le importaba era el comercio que estaba sujeto a impuestos: más exportaciones de los fabricantes británicos a las colonias equivalían a más ingresos por tasas para la Corona. Lo que de verdad inhibía la producción manufacturera de las colonias era más bien la escasez de mano de obra cualificada y la dificultad de reunir capital suficiente con el que crear fábricas y comprar materiales.
Las dificultades para reunir el capital necesario en las colonias no estaban causadas por que estas fueran pobres, ni mucho menos. En los albores de la revolución contra la que percibían como tiranía económica del sistema británico, los colonos norteamericanos eran mucho más ricos que sus equivalentes británicos en casi todos los niveles de la sociedad. El nivel de ingresos familiar medio era de 78 libras esterlinas anuales ante solo 50 en Gran Bretaña (alrededor de 12 000 dólares actuales frente a 7500 quinientos).10 Los colonos eran mucho más ricos que cualquier otra población del mundo, algo que confirmaban las altas tasas de inmigración que llegaban de la metrópoli y de otros países de Europa.11 Los visitantes británicos y europeos señalaban a menudo el alto nivel de vida que era general en las colonias norteamericanas y que tanto contrastaba con la mayor desigualdad entre ricos y pobres que había en sus países de origen. Johann de Kalb, al volver en 1768 de la misión de evaluar hasta qué punto estaban listos los americanos para la revolución, había quedado asombrado de que no sufrieran «hambre ni malas cosechas»,12 ambas circunstancias relativamente frecuentes al otro lado del Atlántico.
En lugar de dedicar su capital a la manufactura de productos, los comerciantes de las colonias se centraban en las compras dentro de las propias colonias y en el comercio de materias primas.13 Aunque las pesquerías, sobre todo en Nueva Inglaterra, eran prósperas en general, en las colonias la tierra era la principal mercancía y la fuente principal de su riqueza. Los granjeros de las colonias se dedicaban a cultivos como el índigo y el tabaco para la exportación y producían grano y harina suficientes para abastecer un floreciente comercio internacional. La tierra, y por tanto la riqueza, estaba distribuida entre la población de las colonias con mayor igualdad que en Europa, donde se concentraba en manos de la nobleza terrateniente. Adam Gordon, un miembro de la nobleza británica consciente de la casta a la que pertenecía, comentaba con condescendencia: «[…] todo el mundo tiene propiedades y todo el mundo lo sabe».14 John Hector St. John de Crèvecoeur, miembro de la nobleza terrateniente gala que luego vivió como granjero en Nueva York, nos explica con mayor vehemencia la actitud de los colonos norteamericanos hacia la riqueza: «Por riquezas no me refiero a oro y plata, de esos metales tenemos apenas un poco; me refiero a un tipo de riqueza mejor, tierras despejadas, ganado, buenas casas, buenas ropas y un aumento del número de gente que las disfruta».15
Crèvecoeur tenía razón en que en los futuros Estados Unidos había «apenas un poco» de oro y plata, tanto en forma de mineral como en monedas (dinero metálico). Las colonias no tenían casas de acuñación de moneda y de la madre patria apenas llegaban escasísimas monedas británicas –chelines, coronas y guineas–.16 En las tiendas y contadurías de las colonias se empleaban, sobre todo, monedas españolas. Las piezas de plata del virreinato español del Perú eran la moneda más importante y de más amplia circulación en el mundo durante el siglo XVIII. El dólar que acuñaban los españoles, también llamado peso de a ocho, sumaba más de la mitad de todas las monedas que circulaban en las colonias y podía cortarse, limarse o rebanarse en piezas más pequeñas de menor valor. En cada mostrador comercial, desde la tienda más modesta a la mayor