Robyn Carr

Una reunión familiar


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4

      Tom Canaday era un hombre feliz en general, siempre optimista y positivo incluso en los momentos duros. Esa era su naturaleza. Su padre era igual y su madre podía preocuparse a veces, pero también era positiva y servicial. Últimamente, su felicidad había subido varios grados porque tenía a una buena mujer en su vida.

      Tom se había casado muy joven con su amor del instituto. Habían tenido cuatro hijos, lo cual habría sido difícil para cualquiera. Zach, el más joven, estaba todavía en pañales cuando Becky los dejó y Tom se convirtió en padre soltero y trabajador. Si no hubiera sido porque sus padres, su hermano y su cuñada le echaban una mano de vez en cuando, no habría podido arreglárselas. Habían pasado diez años desde que se fuera Becky y Tom era el primero en admitir que le había costado mucho pasar página, pero ya se consideraba libre a nivel sentimental. Había cortado por completo su vínculo emocional con Becky.

      Y al cortar ese vínculo, se había fijado en Lola. Fijado en ella en un sentido diferente, pues en realidad la conocía desde siempre. Los dos habían crecido cerca de Timberlake y habían ido a los mismos colegios. Los dos se habían casado y divorciado jóvenes. Y se veían continuamente por el pueblo. Lola trabajaba a jornada completa en Home Depot, donde Tom compraba muchos suministros de construcción, y además también media jornada de camarera en el café, adonde él iba de vez en cuando.

      Llevaba más de seis meses cortejándola, aunque era muy difícil que dos padres solteros encontraran tiempo para salir. Pero, cada vez que la besaba, quería más. Lola le parecía la más hermosa de las mujeres. Era fuerte e independiente, pero su fuerza y su independencia no la habían vuelto amargada. Era amable y compasiva. Cuando él conseguía abrazarla y olía su piel dulce, se excitaba. Ella llenaba sus brazos con suavidad y a él le encantaba sentirla contra sí.

      Pero sus horarios eran imposibles. Tenían que conformarse con el tiempo, poco, que podían conseguir de vez en cuando, a veces para ir a ver una casa en venta. A los dos les encantaban las reformas. De hecho, habían descubierto que tenían muchas cosas en común, pero querían llevarse bien y todavía no habían encontrado la oportunidad de pasar muchos ratos juntos.

      Tom Canaday llamó a la puerta de Lola el jueves a las diez de la mañana. Cuando ella abrió con una gran sonrisa, él le dio una cajita envuelta como regalo.

      —¿Qué es esto? —preguntó ella, aceptándola.

      —Ábrelo.

      —¡Ay, Tom! Tú siempre eres muy considerado —ella retiró la cinta—. Y siempre estás pensando en otros.

      —¡Ah, sí! Yo soy así.

      Lola abrió la caja y frunció el ceño.

      —¿Qué es esto?

      —Ya sabes lo que es.

      Ella sacó el objeto de la caja.

      —¿Un pestillo? —preguntó Lola, confusa.

      —Para la puerta de tu dormitorio —explicó él—. Y he instalado uno igual en la del mío.

      —No creo que hoy nos sorprenda ninguno de los chicos —contestó ella, riendo—. Los dos están en clase. Cole en la universidad y Trace en el instituto.

      —No pienso correr riesgos.

      —Nunca abren la puerta de mi dormitorio —dijo ella—. Les da terror verme en ropa interior.

      —Esto va a ser diferente —contestó él—. No habrá ropa interior. Y puede que oigan ruidos y los confundan con gritos de dolor —sonrió—. No será dolor.

      Ella dejó la caja, puso las manos en las mejillas de él y le dio dos besos sonoros. Él la abrazó y la besó con precisión. Le separó los labios con los suyos y profundizó el beso, gimiendo cuando sus lenguas empezaron a jugar. Deslizó la mano sobre el trasero de ella y la estrechó contra sí. El beso siguió y siguió durante mucho tiempo. Tom tuvo que esforzarse para apartarse.

      —Lola, rápido, dame tu caja de herramientas.

      —Tú sí que sabes enamorar a una mujer —comentó ella.

      No pudo evitar reír mientras iba a buscar la caja. Había hecho muchas reparaciones y reformas por sí misma, así que sabía bien lo que necesitaban. Cuando volvió, él había sacado el pestillo del paquete y ella empezó a pasarle las herramientas. Primero el destornillador para retirar el picaporte antiguo, luego el cincel y el martillo para alargar el agujero en la puerta.

      —¡Ojalá hubiera hecho esto antes del beso! —gruñó él—. Debo decir que es la primera vez que coloco un pestillo empalmado.

      —¿Cuánto tiempo hace? —preguntó ella.

      —Dos minutos más o menos —contestó él.

      —Eso no —repuso ella con una carcajada.

      —¿Te refieres a desde que he estado con una mujer? —quiso saber él.

      —¡Ah, vaya! Quizá deberíamos hablar de con quién más lo haces.

      Él la miró por encima del hombro y enarcó una ceja.

      —Mi mano izquierda —dijo—. Créeme, no tienes motivos para estar celosa.

      —Tom —lo riñó ella.

      —Hace mucho tiempo —repuso él, empezando con los tornillos.

      Ella dejó la caja de herramientas donde él pudiera alcanzarla y se apartó. Él gruñó un poco con un tornillo testarudo, pero trabajó con rapidez. Cerró la puerta, giró el pestillo y lo probó, intentando abrirlo.

      —Todo un éxito —dijo.

      Pero cuando se volvió, ella no estaba allí.

      —¿Lola?

      Ella salió al umbral del cuarto de baño ataviada con una bata negra de satén. Él se quedó sin aliento.

      —¡Huy! —exclamó. Se pasó una mano por la cabeza.

      ¡Era tan voluptuosa! No era delgada ni bajita. Medía casi un metro ochenta y era una mujer grande. Cuando empezaron a salir, ella le había confesado que se avergonzaba un poco de su figura y se consideraba gorda. Tom la había convencido de que le encantaba su figura, le gustaba su suavidad y que podía llenarse los brazos con ella. Era prieta de carnes, rosada y olía divinamente. Quería acariciarla desde el pelo moreno rizado hasta los dedos de los pies.

      —¡Dios santo! —exclamó.

      Y empezó a quitarse la ropa con frenesí. En el último segundo, viendo que ella seguía con aquella preciosa bata negra, él se dejó los boxers. Pero, antes de ir a la ferretería a comprar el pestillo, los había elegido cuidadosamente. Eran sus mejores calzoncillos.

      —¡Eres preciosa! —exclamó. Le alzó la barbilla para besarla al tiempo que le desataba la bata con la otra mano y se la abría—. ¡Madre mía!

      Ella rodó los hombros hacia atrás y la bata cayó fácilmente al suelo. Y quedó desnuda.

      —Llevaban seis meses saliendo y, aunque todavía no habían hecho el amor, sí habían hablado mucho y se habían acariciado. Estaban preparados en todos los sentidos menos en uno. No habían estado tumbados juntos sin ropa.

      —¿Por qué llevas esto? —preguntó ella, tirando de la cinturilla de los boxers.

      —¿Para qué me voy a molestar en quitármelos? —preguntó él, estrechándola en sus brazos—. Puedo atravesarlos sin problemas.

      Ella le tomó la mano y cayeron sobre la cama, tumbados lado a lado, abrazados y besándose como adolescentes, recorriendo con las manos el cuerpo del otro. Lola suspiraba, Tom gemía y los labios de ambos se movían. Él le besó los hombros, los pechos y el vientre. Ella le acarició el trasero y los muslos y se las arregló para quitarle los calzoncillos. Luego él se puso encima, le abrió las piernas con una rodilla y se fue acercando más y más. Se inclinó sobre ella y sonrió