Alfonso Reyes

Memorias de cocina y bodega


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indispensable y condición fatal del aderezo, que también en mi tierra se oye vender por las calles la “nogada de nuez”2), las mandó tirar al verlas negras, por suponer que se habían podrido durante el viaje. ¡Lástima, señores! ¡Lo que hace el poco hábito, secundado por el prejuicio!

      En un libro lleno de simpatía para Francia (French Ways and Their Meaning), la novelista norteamericana Edith Wharton trae curiosas observaciones sobre el pavor con que los campesinos franceses, durante la Gran Guerra nº I, veían a los soldados yanquis llenar el casco de zarzamoras. “¡Cuidado, que dan fiebre!”, solían decirles. “¿Cómo —replicaban ellos—, si a una hora de aquí, al otro lado del Canal, todos las comen tranquilamente?” “Serán otras las condiciones de aquel suelo. Aquí, dan fiebre”. Y no había modo de convencerlos. Nadie se enfermó, pero resultó imposible redimir el tabú. Y si así sucede con los productos del propio suelo, ¿qué mucho si los productos extraños son recibidos con desconfianza?

      Y no deja de ser otro raro acierto de Mallarmé —quien tanto paladeaba su Viejo Mundo, tanto desconcertó a los liceanos del Fontanes con sus profundidades de repostería londinense, y cuyos “versos de circunstancia” revelan una constante atención para la confitería francesa—, el haber hecho referencia a los guisos exóticos cuando, en su revista La Dernière Mode, se ocupó de platos y manteles. Allí, junto al seudónimo “Marasquin”, usa los de “Zizi”, mulata de Surate, y la negra “Olimpia”, lo que es una confesión de gustos. De pronto, llegan hasta este recluso de la rue de Rome ciertos airecillos criollos, tropicales, anuncios de aquel “aroma del café que trepa escaleras arriba”, en el poema del francoantillano Alexis Léger (Saint-Léger Léger o Saint-John Perse).

      En fin, éste no es un libro de tesis ni de disertaciones. No sea que se me canse el lector, y me pase lo que al importuno empeñado en esperarle a Rivarol un discurso respecto a la ostra:

      —¿Sabe usted, señor mío —le atajó éste, ya irritado—, cuál es la diferencia entre una ostra y un sabio de su casta? Que la ostra bosteza, en tanto que el sabio hace bostezar.

      Este libro sólo se destina a gente de honrada naturaleza, capaz de apreciar el caso de Pierrette. Era ésta la hermana de Brillat-Savarin, familia escogida. Tenía ya noventa y nueve años y once meses bien contados, cuando, comiendo en su cama como solía, sintió que le llegaba su hora. La pobre se puso a gritar: “¡Pronto, pronto, tráiganme el postre, que me voy a morir!”.

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      * En esta edición de Memorias de cocina y bodega se ha respetado la ortografía original del autor. [N. del E.]

      Descanso I

      Y comienzo, pues, el relato de mi jornada, declarando como el romance viejo que “yo salí de la mi tierra para ir a Dios servir”, y di de una vez conmigo en Francia, época que paso por alto porque no tuvo mayor interés que el de una ligera iniciación.

      Me trasladé a España a los dos años. Eran malos tiempos, la más dura prueba de mi vida, aunque la recuerdo con deleite. Yo no comía entonces mucho, situación nueva para mí. Pero de aquí nació mi afición, pues, como define Julio Camba en La casa de Lúculo, con frase perfecta, “en la falta de recursos es donde comienza el apetito, base de la gastronomía”.

      Prescindiendo de los restaurantes franceses, reinaba en la Corte el venerable Botín, donde había menos modernidad, pero cocina más auténtica que en muchas renombradas fondas de Europa. Los escaparates de Botín ostentaban esos lechoncitos con la lechuga en la trompa que han alcanzado justa fama. Aquellas cazuelas matronas —planetas de barro y fuego labrados en la rotación de las edades— venían penetrándose de grasa desde varios siglos atrás: acaso alguna vez las rebañara el mimo Quevedo. Los pescados y mariscos eran especialidad de La Viña P. El santísimo cocido (cuya receta aparece firmada por Alfonso XIII en el libro del Club Congressional Cook durante la presidencia de Coolidge), las paellas, las fabadas y los epónimos garbanzos —que dan a la casa el nombre en jerga popular— fundaban el orgullo de Los Gabrieles. Y los embutidos y morcillas de Díaz de la Cebosa (creo que así escribía él su apellido) eran con razón muy apreciados; porque el barrigudo señor resultaba tan experto en sus confecciones como en conseguir, para las familias de buen trato, amas de cría reclutadas en Pola de Lena y también en ciertos villorrios de mayor cuantía.

      Cuentan que el preceptista Narciso Campillo y Correa, discreto poeta, encontraba tan de su gusto las delikatessen peninsulares, jamones serranos, chorizos de Cantimpalos, longanizas de Bernuy y butifarras, que —cifrando en esto los deberes hospitalarios— solía confesar:

      —Quisiera tener una despensa de estas exquisiteces y poder decir a mis visitantes: “Toma este cuchillo, amigo, y corta lo que quieras”.

      Y entiendo que Pérez de Ayala custodiaba una alacena muy bien provista.

      Dicen los autores que esa dolencia de jugar del vocablo y enredarse en perífrasis para huir de la palabra directa amanece tanto como la literatura española, y se adviene ya en la Edad de Plata romana, ilustrada toda ella por varones ibéricos. Las revoluciones estéticas del siglo XVII no serían entonces sino la exacerbación de un mal endémico. Lo que yo sé y me consta es que los chisperos y majos de Madrid gustan del hablar alambicado, y he oído a un guapo, a las puertas de una comisaría, quejarse así contra la tardanza en el despacho:

      —¡Hay que convencerse! ¡En España el único pentágono, en que se conoce la “puntualidá” es la Plaza de Toros!

      Pues es el caso que, en Recoletos o Villanueva, había una tienda renombrada por sus lenguas y sesos. Pero ¿cómo había yo de comprar en casa que “lucía” esta enseña: “Expendio de idiomas y talentos”.

      Aunque en Madrid se gustaba un chocolate excelente como el del Olmo, Doña Mariquita y la Flor y Nata, nunca me di bien con la espesa preparación española, lo que no es negar sus cualidades.

      Al acercarse la Navidad (la gente suele decir allá “las Navidades”), los turroneros aparecían por la Plaza Mayor. Juan Ramón Jiménez y yo admirábamos la gravedad de los alicantinos que, de riguroso luto y a la vacilante luz de los mecheros, parecían velar unos minúsculos ataúdes.

      Y sobre la repostería, en general, sólo se me ofrece un reparo, y es la malhadada afición del pueblo a disponer del postre metiéndose el cuchillo en la boca. Por lo cual cuentan que el Neptuno del Paseo del Prado muestra, iracundo, su tridente, para advenir a todos que se come con tenedor. ¡Menos mal que el estupendo “churro” se puede comer con los dedos, aunque así queden los cuitados!

      Fruta, sidra y vino de calidad los había en cualquier sitio. Los