Emplazar la propia vida bajo el signo de la libertad supone, por encima de todo, avanzar, integrar la cotidianeidad en el corazón de una dinámica. Esta pulsión por la paz, por la alegría, por el amor, a los que ralentizan desviaciones, ideas ilusorias, desalientos, ¡tal es nuestro auténtico periplo! ¡Y cuántos vientos en contra! Todo parece coaligarse para hacer zozobrar esta frágil embarcación: tristezas, ansiedades, enfermedades, deficiencias… Y todos esos conflictos interiores, además, esa voluntad que se tambalea… ¿Acaso hay varios pilotos disputándose el timón? ¿Es que no van a ponerse nunca de acuerdo para mantener el rumbo y conducirnos a buen puerto?
¿QUÉ ES LA ACRASÍA?
Los griegos forjaron un concepto muy esclarecedor para describir los campos de batalla, los conflictos interiores que se originan en lo hondo de un corazón: «acrasía». Etimológicamente, acratos significa «no-poder». Podríamos por tanto traducir este término como «debilidad de la voluntad». San Pablo resume de maravilla los desgarros, la confusión, las luchas que pueden desencadenarse en lo más profundo de uno mismo: «Pues no hago el bien que quiero, y hago el mal que no quiero». De ello nace un sentimiento de guerra civil, un disgregamiento como las piezas de un puzle, e interminables pugnas internas. Impotente, la voluntad indica una dirección, pero pulsiones, emociones, miedos, irritaciones, van por su cuenta. ¿Quién no ha experimentado nunca este enajenamiento que nos deja sin recursos? Es más fuerte que nosotros…
La acrasía puede llegar a gangrenar no pocas parcelas de nuestra existencia. El alcoholismo, las adicciones, la toxicomanía, todas las facetas, en suma, de nuestros desgarros interiores, vienen a revelarnos la dificultad de perseverar en lo mejor de nosotros mismos. Nuestra incapacidad de cambiar afecta a muchos ámbitos. Me doy perfecta cuenta, por ejemplo, de que una relación es nociva, y sin embargo me meto en ella hasta el cuello. ¿Cómo salirse del engranaje, dejar de alimentar la funesta mecánica que nos enajena y reduce todos nuestros esfuerzos a la nada?
Por no hablar de la culpabilidad que corroe a todo aquel que, desamparado, ve abrirse el abismo que separa un ideal de vida, unas convicciones, unas aspiraciones elevadas, de sus comportamientos y de sus actos. De ahí la necesidad de una ascesis, de una pacificación interior que nos permita atrevernos a buscar una salud robusta y doblegar a los tiranos pulsionales. Con frecuencia subrayas tú, Matthieu, la coherencia, la armonía perfecta que reina en el sabio. La intención y el acto van de suyo. No subsisten en él mentiras ni vanas ilusiones. Para quien está progresando, aquel que camina hacia la libertad y carga con una multitud de conflictos internos, es un obstáculo temible: desaliento, sentimiento de impotencia, de impostura tal vez. ¿Cómo no abdicar cuando de la noche a la mañana uno, frágil títere de deseos que nos superan largamente, se ve arrastrado a una gigantesca centrifugadora, completamente escurrido?
Seguir a Chögyam Trungpa en medio de este caos es ya acercarse al taller mecánico para seres vivos, en busca de reparación, y renunciar a acusarnos, a culpabilizarnos. Sí, hasta la intención altruista más sincera puede ceder ante el miedo, las fantasías, las carencias. En ocasiones, ni la mejor voluntad del mundo es suficiente para eliminar el egocentrismo, para aniquilar el narcisismo. Lanzarse a una ascesis gozosa es ya identificar sin rechistar los estragos, contemplar sin temor, como un buen carrocero, la chapa maltrecha, los daños del alma y del corazón.
Christophe: Desde un punto de vista práctico, la acrasía designa la incapacidad de cumplir con los compromisos y resoluciones personales. Yo podría desear, por ejemplo, mostrarme benevolente más a menudo, comer menos postres, hacer más deporte; pero no lo consigo. Para desentrañar aquello que participa o no de la acrasía, diría que atañe a aquello que uno podría hacer (si es algo que sobrepasa nuestras fuerzas, entonces pasaríamos ya a otra dimensión, que trataremos más adelante cuando hablemos de las adicciones), pero que no hace, al tiempo que considera que sería deseable hacerlo. Entran en juego estas tres dimensiones: quiero, puedo, pero no lo hago.
El hecho de hablar de acrasía, en lenguaje filosófico, o de procrastinar en terminología psicológica (dejar siempre para más tarde la puesta en marcha de las decisiones) tiene ya de por sí una gran ventaja: ¡estamos evitando aplicar un juicio moral a una dificultad personal! De lo contrario, nos etiquetarán (o nos etiquetaremos a nosotros mismos) de veleidosos, de indecisos, de no resolutivos, de perezosos, de negligentes…
A mí me sucede a veces, que caigo en esta especie de trampa: estoy delante de la pantalla del ordenador, sin conseguir redactar el artículo que tengo entre manos, y me dejo llevar y me pongo a consultar el correo electrónico, o a buscar cualquier cosa por internet… Me he desconcentrado del trabajo, de golpe me he dejado engatusar por un señuelo, y además me culpabilizo, diciéndome que he estado perdiendo el tiempo. Aun así, una gran parte de mí, la parte acrásica, ¡no tiene ningunas ganas de volver a enfrentarse con la dificultad!
Es evidente, por supuesto, que raramente uno es acrásico por placer; muchas veces lo es por incapacidad de afrontar una dificultad, o también por costumbre, la cual, si se le da alas, no tarda en campar por sus fueros en nuestro interior.
Matthieu: En el budismo, la acrasía, esa funesta contradicción entre lo que sería bueno hacer y lo que se hace, se corresponde con uno de los tres aspectos de la pereza. El primero de ellos consiste en hacer lo menos posible y escurrir el bulto. El segundo es el de renunciar a la tarea antes incluso de haberla comenzado, al tiempo que uno se dice a sí mismo: «¡Uy, uy, uy! Esto no es para mí, jamás sería capaz de lograrlo»; no porque uno sea de verdad incapaz, sino porque no tiene ganas de hacer el esfuerzo. Pero estancarse en el statu quo de nuestras tendencias habituales entra a formar parte de una inercia que nos aboca a repetir los mismos comportamientos. La tercera forma de pereza consiste en saber lo que es verdaderamente importante y sin embargo hacer un centenar de cosas insustanciales en lugar de aplicarse a la tarea esencial. Todo ello mientras uno escucha constantemente una vocecilla que le susurra: «Cuidado, esto no es muy listo por tu parte. Así no haces más que remachar el clavo, abonarte al sufrimiento, perpetuar unos tormentos y unas dependencias de las que desearías desembarazarte». Ceder a las tendencias es fácil. Desprenderse de ellas exige un esfuerzo continuado. Además, el aspecto atractivo, seductor, bajo el que a veces se presentan estas tendencias ha hecho bien su labor de embaucarnos, como en el caso de los paraísos artificiales. «Puedo resistirme a todo, salvo a la tentación», decía Oscar Wilde.
POR QUÉ LA ACRASÍA ES UNA TRAMPA
Christophe: Esos «paraísos artificiales y efímeros» de los que hablas son frecuentes en nuestro entorno materialista. Vivimos en un mundo de tentaciones, de superficialidades, de elementos desestabilizadores. Tenemos que navegar en medio de todo ello lo mejor que podamos, conjugando la necesaria desconfianza con la indispensable despreocupación.
A veces tengo la impresión de que podría calificarse a nuestras sociedades de «acrasiógenas», por sus contradicciones: mientras por un lado nos facilitan un cúmulo de información acerca de lo hay que hacer para nuestro bienestar, por otro lado permiten que los negocios y las empresas nos invadan con tentaciones (consumir alimentos no saludables, sexo, tabaco, alcohol, etc.). Nunca he entendido, por ejemplo, que las autoridades en Francia permitan la venta de alcohol en las estaciones de servicio: cuando uno se acerca a pagar la gasolina con que acaban de llenarle el depósito, ¡se topa con pasillos enteros de bebidas de alta graduación! Un poco violento e incoherente para los conductores alcohólicos, para los ex alcohólicos, o incluso para los que beben en exceso y luchan por moderarse.
Además, se ha extendido una noción de nuestra psicología que aún persiste y que resulta muy desalentadora y poco motivadora, según la cual estaríamos manipulados por un inconsciente poblado de deseos insaciables, del que sería imposible expulsar los instintos naturales más básicos y evitar que vuelvan a toda máquina, etc.
Sucede también a menudo que nos encontramos solos ante la tentación. A mí me parece que en el pasado los vínculos sociales eran mayores y también la «vigilancia» por parte de nuestras personas allegadas: no solo estábamos menos expuestos a determinadas tentaciones (no había ciertos locales nocturnos, ni internet),