Alexandre Dumas

El conde de montecristo


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febrero, ¡y estáis en Paris el 3 de marzo!

      -No os quejéis, padre mío, de mi estancia en París -dijo Gerardo acercándose al señor Noirtier-. He venido por vos, y mi viaje puede salvaros.

      -¿De veras? -dijo el señor Noirtier acomodándose en un sillón-; ¿de veras? Contadme eso, señor magistrado, que debe de ser cosa curiosa.

      -¿Habéis oído hablar, padre mío, de cierto club bonapartista de la calle de Santiago?

      -¿Número 53? ¡Ya lo creo! Como que soy su vicepresidente.

      -Vuestra sangre fría me hace temblar, padre.

      -¿Qué quieres? Quien ha sido proscrito por la Montaña, quien ha huido de París en un carro de heno, quien ha corrido por las Landas de Burdeos perseguido por los sabuesos de Robespierre, se acostumbra a todo en esta vida. Sigue. ¿Qué ha pasado en ese club de la calle de Santiago?

      -Lo que ha pasado es que han citado a él al general Quesnel, y éste, que salió a las nueve de la noche de su casa, ha sido hallado muerto en el Sena.

      -¿Y quién os contó esa historia?

      -El mismo rey, señor.

      -Pues a cambio de ella voy a daros una noticia -prosiguió Noirtier.

      -Supongo que ya sé de qué se trata.

      -¡Ah! ¿Sabéis el desembarco de Su Majestad el emperador?

      -¡Silencio, padre! Os lo suplico por vos y por mí. Ya sabía yo esa noticia, y aún antes que vos, porque hace tres días que bebo los vientos desde Marsella a París, rabioso por no poder apartar de mi imaginación esa idea que me la trastorna.

      -¡Hace tres días! ¿Estáis loco? Hace tres días no se había embarcado todavía el emperador.

      -No importa. Yo sabía su intento.

      -¿Cómo?

      -Por una carta que os dirigían a vos desde la isla de Elba.

      -¿A mí?

      -A vos: la he sorprendido, así como al mensajero. Si aquella carta hubiera caído en otras manos, quizás estaríais fusilado a estas horas, padre mío.

      El señor Noirtier se echó a reír.

      -No parece -dijo- sino que la restauración haya aprendido del imperio el modo de dar remate pronto a los asuntos. ¡Fusilado! ¿Adónde vamos a parar? ¿Y qué es de esa carta? Os conozco bastante bien para temer que hayáis dejado de destruirla.

      -La quemé, temeroso de que hubiese en el mundo un solo fragmento; porque aquella carta era vuestra perdición.

      -Y la pérdida de vuestra carrera -repuso fríamente Noirtier-. Ya lo comprendo todo; pero no hay por qué temer, pues me protegéis por vuestro interés.

      -Más que eso aún: os salvo.

      -¡Vaya, vaya! El interés dramático sube de punto. Explicaos.

      -Volvamos a hablar del club de la calle de Santiago.

      -Parece que el tal club ocupa mucho a la policía. Si lo buscasen mejor ya darían con él. Ya han dado con la pista.

      -Esa es la frase sacramental. Cuando la policía no ve más allá de sus narices en un asunto, asegura que ha dado con la pista; y con esto espera el gobierno tranquilamente a que venga a decirle con las orejas gachas: he perdido la pista.

      -Sí, pero encontró un cadáver. El general ha sido muerto: en todas partes del mundo se llama eso un asesinato.

      -¿Un asesinato decís? ¿Quién prueba que el general ha sido víctima de un asesinato? Todos los días se encuentran en el Sena cadáveres de desesperados o de personas que no saben nadar.

      -Sabéis muy bien, padre mío, que el general no se ha suicidado, así como que en el mes de enero nadie se baña. No, no, no os engañéis a vos mismo. Su muerte está bien calificada de asesinato.

      -¿Y quién la califica así?

      -El propio rey.

      -¿El rey? Lo tenía por filósofo: ¿cómo cree que en política haya asesinatos? En política, querido mío, y vos lo sabéis tan bien como yo, no hay hombres, sino ideas; no sentimientos, sino intereses; en política no se mata a un hombre, sino se allana un obstáculo. ¿Queréis que os diga cómo ha acaecido lo del general Quesnel? Pues voy a decíroslo. Creíamos poder contar con él, y aun nos lo habían recomendado de la isla de Elba. Uno de nosotros fue a su casa a invitarle para que asistiera a una reunión de amigos en la calle de Santiago. Accede a ello, se le descubre el plan, la fuga de la isla de Elba, el desembarco, todo en fin; y cuando lo sabe, cuando ya nada le queda por saber, nos declara que es realista. Entonces nos miramos unos a otros; le hacemos jurar, pero jura de tan mala gana que parecía como si tentase a Dios… Pues oye, a pesar de esto, se le deja salir en libertad, en libertad absoluta… Si no ha vuelto a su casa… , ¿qué sé yo? Habrá errado el camino, porque él se separó de nosotros sano y salvo. ¡Asesinato decís! Me sorprende en verdad, Villefort, que vos, sustituto del procurador del rey, baséis una acusación en tan malas pruebas. ¿Me ha ocurrido nunca a mí, cuando cumpliendo vuestro deber de realista cortáis la cabeza a uno de los míos, me ha ocurrido nunca el iros a decir: habéis cometido un asesinato? No, sino que os he dicho: bien, muy bien; mañana tomaremos el desquite.

      -Pero tened en cuenta, padre mío, que cuando nosotros la tomemos será terrible.

      -No os comprendo.

      -¿Vos contáis con la vuelta del usurpador?

      -Confieso que sí.

      -Pues os engañáis. No avanzará diez leguas al corazón de Francia, sin verse perseguido y acosado como un animal feroz.

      -Mi querido amigo, el emperador está ahora camino de Grenoble; el día 10 ó 12 llegará a Lyon, y el 20 ó 25, a París.

      -Los pueblos van a sublevarse en masa.

      -En su favor.

      -Sólo trae algunos hombres y se enviarán ejércitos numerosos contra él.

      -Que le escoltarán el día de su entrada en la capital. En verdad, querido Gerardo, que sois un niño todavía, pues os creéis bien informado porque el telégrafo dice con tres días de atraso: “El usurpador ha desembarcado en Cannes con algunos hombres. Ya se le persigue”. Sin embargo, ignoráis lo que hace y la posición que ocupa. Ya se le persigue, es el non plus de vuestras noticias. Si son ciertas se le perseguirá hasta París sin quemar un cartucho.

      -Grenoble y Lyon son dos ciudades fieles que le opondrán una barrera infranqueable.

      -Grenoble le abrirá sus puertas con entusiasmo, y Lyon le saldrá al encuentro en masa. Creedme: estamos tan bien informados como vosotros, y nuestra policía vale tanto como la vuestra… ¿Queréis que os lo pruebe? Intentabais ocultarme vuestra llegada y sin embargo la he sabido a la media hora. A nadie sino al cochero disteis las señas de vuestra casa, y no obstante yo las sé, pues que llego precisamente cuando os ibais a sentar a la mesa. A propósito, pedid otro cubierto y almorzaremos juntos.

      -En efecto -respondió Villefort mirando a su padre con asombro-; en efecto estáis bien informado.

      -Es muy natural. Vosotros estáis en el poder, no disponéis de otros recursos que los que procura el oro, mientras nosotros, que esperamos el poder, disponemos de los que proporciona la adhesión.

      -¿La adhesión? -repuso riendo Villefort.

      -Sí, la adhesión, que así en términos decorosos se llama a la ambición que espera.

      Y esto diciendo Noirtier alargó la mano al cordón de la campanilla para llamar al criado, viendo que su hijo no le llamaba; pero éste le detuvo, diciéndole:

      -Esperad, padre mío, oíd una palabra.

      -Decidla.

      -A pesar de su torpeza, la policía realista sabe una cosa terrible.

      -¿Cuál?