el otro se llamaba Danglars; el tercero -añadió-, porque mi rival me amaba también…
Una diabólica sonrisa brilló en el rostro de Caderousse, que hizo un movimiento para interrumpir al abate.
-Esperad -dijo éste-. Dejadme acabar, y si tenéis alguna observación que hacerme, pronto os escucharé. El otro, porque mi rival me amaba también, se llamaba Fernando; en cuanto a mi prometida, su nombre era…
-Mercedes -dijo Caderousse.
-¡Ah! Sí, eso es -replicó el abate con un suspiro ahogado-. Mercedes.
-¿Y bien? -preguntó Caderousse.
-Dadme un poco de agua -dijo el abate.
Caderousse se apresuró a obedecer. El abate llenó el vaso y bebió algunos sorbos.
-¿Dónde estábamos? -inquirió, colocando el vaso sobre la mesa-. La prometida se llamaba Mercedes, sí, eso es. Iréis a Marsella… Dantés es quien habla, ¿comprendéis?
-Perfectamente.
-Venderéis ese diamante, haréis cinco partes y las repartiréis entre esos buenos amigos, los únicos que me han amado en la tierra.
-¿Cómo cinco partes? -dijo Caderousse-. ¡No habéis nombrado más que cuatro personas!
-Porque, según me han dicho, la quinta ha muerto… La quinta era el padre de Dantés.
-¡Ay! Sí -dijo Caderousse, conmovido por las pasiones que combatían en él-. ¡Ay! Sí, ¡el pobre hombre ha muerto!
-Me enteré de ello en Marsella -respondió el abate haciendo un esfuerzo por parecer indiferente-. Pero ha tanto tiempo que murió que no he podido adquirir más detalles… ¿Sabríais vos algo del fin que tuvo ese anciano?
-¡Ah! -dijo Caderousse-, ¿quién puede saberlo mejor que yo… ? Vivía al lado de él… ¡Ah, Dios mío! Sí, un año casi después de la desaparición de su hijo murió el pobre anciano.
-Pero ¿de qué murió?
-Los médicos dijeron que de una gastroenteritis… Otros aseguran que murió de dolor, y yo, que casi le he visto morir, digo que ha muerto…
Caderousse se detuvo.
-¿Muerto de qué? -preguntó el sacerdote con ansiedad.
-De hambre…
-¡De hambre! -exclamó el abate saltando sobre su banquillo-, ¡de hambre! ¡Los animales más viles no mueren de hambre, los perros que vagan por las calles encuentran una mano compasiva que les arroja un pedazo de pan! ¡Y un hombre, un cristiano, ha muerto de hambre en medio de otros hombres que como él se creían cristianos! ¡Imposible! ¡Oh, eso es imposible!
-Vuelvo a repetir lo que he dicho -dijo Caderousse.
-Y haces muy mal -dijo una voz en la escalera-. ¿Para qué lo mezclas en cosas que nada le importan?
Los dos hombres se volvieron y vieron a través de las barras de la escalera, la cabeza de la Carconte, que había conseguido arrastrarse hasta allí, y escuchaba la conversación sentada en el último escalón, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas.
-¿Y tú por qué lo metes en esto, mujer? -dijo Caderousse-. El señor me pide informes, la cortesía exige que yo se los dé.
-Sí, pero la prudencia exige que se los rehúses. ¿Quién le ha dicho con qué intención le quieren hacer hablar, imbécil?
-Muy excelente, señora, os respondo a ello -dijo el abate-. Vuestro marido nada tiene que temer con tal que hable francamente.
-Nada que temer… , sí, siempre se empieza por muy buenas promesas, después se añade que nada hay que temer, luego se deja por cumplir lo prometido, y de la noche a la mañana le cae a uno encima una desgracia, sin saber por dónde ni cómo vino.
-Descuidad, buena mujer -respondió el abate-, no os sucederá ninguna desgracia por parte mía, os lo aseguro.
La Carconte murmuró algunas palabras que no se pudieron oír, dejó caer la cabeza sobre sus rodillas, y continuó tiritando, dejando a su marido libre de continuar su conversación. Pero colocada de manera que no perdía una sola palabra. Durante este tiempo, el abate había bebido algunos sorbos de agua, y se había repuesto algún tanto.
-Pero -replicó-, ¿ese infeliz anciano estaba tan abandonado de todo el mundo, que haya muerto de semejante muerte?
-¡Oh!, caballero -replicó Caderousse-, no fue porque Mercedes, la catalana, ni M. Morrel le hubiesen abandonado, pero el pobre anciano había cobrado una gran antipatía hacia Fernando, ese mismo -continuó Caderousse con una sonrisa irónica-, que Dantés os ha dicho ser uno de sus amigos.
-¿Es que no lo era? -dijo el abate.
-¡Gaspar, Gaspar! -murmuró la mujer desde lo alto de la escalera-. ¡Mira lo que dices!
Caderousse hizo un movimiento de impaciencia, y sin conceder otra respuesta a la pregunta que le hacían más que:
-¿Se puede ser amigo de aquel cuya mujer se desea? -respondió al abate-. Pero Dantés, que tenía un corazón de oro, llamaba a todos amigos suyos… ¡Pobre Edmundo… ! En fin, mejor es que no haya sabido nada, porque le hubiese costado algún trabajo perdonarlos al morir… Y digan lo que quieran -continuó Caderousse, en su lenguaje, que no carecía de cierta ruda poesía-, más miedo tengo aún a la maldición de los muertos que al odio de los vivos.
-¡Imbécil! -murmuró la Carconte.
-¿Sabéis lo que hizo Fernando contra Dantés?
-¿Que si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé!
-Hablad, pues.
-Gaspar, haz lo que quieras, eres dueño -dijo su mujer-, pero deberías creerme y no decir una palabra.
-Me parece que tienes razón, mujer -dijo Caderousse.
-¿Conque no queréis decir nada? -replicó el abate.
-¿Para qué? -dijo Caderousse-. Si el chico estuviese vivo y viniese a preguntarme, no digo que no, pero ya está debajo de tierra, según decís, y de consiguiente no puede odiar, no puede vengarse, dejemos la conversación.
-¿Entonces queréis -dijo el abate- que yo dé a esas personas, que vos consideráis enemigos, una recompensa destinada a la fidelidad?
-Es cierto, tenéis razón -dijo Caderousse-. Por otra parte, ¿de qué les serviría lo que les deja Edmundo… ? Lo mismo que una gota de agua que cae en el mar.
-Sin contar que esa gente puede aniquilarte con un solo ademán -dijo la mujer.
-Pues ¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos?
-¿Entonces no sabéis su historia?
-No; contádmela.
Caderousse pareció reflexionar un instante.
-No, porque sería muy largo.
-Haced lo que más os convenga, amigo mío -dijo el abate con el acento de la más profunda indiferencia-, yo respeto vuestros escrúpulos; por otra parte, lo que hacéis es propio de un hombre verdaderamente bueno, no hablemos más de ello. ¿De qué estaba yo encargado? De una simple formalidad. Venderé este diamante -y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo brillar por segunda vez a los deslumbrados ojos de Caderousse.
-Ven a verlo, mujer —dijo éste con voz ronca.
-¡Un diamante! -dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso bastante firme la escalera-. ¿Qué diamante es ése?
-¿No lo has oído, mujer? -dijo Caderousse-. Es un diamante que nos ha legado el pobre chico a su padre, a sus tres amigos Fernando, Danglars y yo, y a Mercedes, su prometida. Este diamante vale cincuenta mil francos.
-¡Oh, qué joya tan preciosa! -dijo ella.
-¿Conque nos pertenece la quinta parte