Kat Cantrell

El escándalo del millonario


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no eran blancas o negras, como suponía. Por eso, los sentimientos no debían intervenir en una relación.

      El amor era confuso y complicado.

      Era mucho mejor pasar desapercibida y centrarse en las cifras del balance general de Fyra.

      –¿Quieres quedarte? –le preguntó Cass a bocajarro. No cabía error posible sobre lo que verdaderamente le estaba preguntando.

      Quedarse significaba dar luz verde a Phillip. La llevaba contemplando toda la noche como un caballero, sin presionarla, pero no había que ser un genio para percatarse de que el senador quería algo más que bailar.

      De no haber sido Cass, Alex habría mentido.

      –Sí, pero…

      –Pero nada –Cass la agarró de los hombros. Con tacones, ambas medían casi lo mismo–. Lo estás poniendo muy difícil. Nadie te pide que te cases con él. Se trata de este momento, de ese hombre y de lo que deseas. Ve a por él.

      Alex se sintió algo más tranquila.

      Parecía muy sencillo. No debía preocuparse por lo que no podía controlar, sino limitarse a disfrutar de la atención que le proporcionaba un hombre por el que llevaba semanas babeando. No debía suponer que él buscaba algo más que sexo; mejor incluso, debía conseguir que este fuera tan bueno que él perdiera todo interés en lo que no fuera lo bien que se hacían sentir mutuamente.

      ¿Qué mal había en tener una breve aventura con un hombre del que se había encaprichado? La magia no tenía por qué acabar a medianoche.

      Se estremeció. Llevaba mucho tiempo sin tener sexo que no fuera con un aparato a pilas, y Phillip era muy adecuado para reintroducirla en los placeres de la carne. Al fin y al cabo, era un excelente ejemplar de la especie.

      –Despídeme de Gage –dijo con firmeza–. Tengo que seducir a un senador.

      Alex se había marchado hacía cinco minutos, pero ya se había formado una cola de gente para hablar con Phillip de cosas importantes y urgentes. Una de esas personas era su padre, al que llevaba más de una semana sin ver fuera de Washington. De todos modos, sus caminos no solían cruzarse, ya que su padre era miembro del Congreso.

      Habían hablado de un proyecto secreto sobre energía, pero Phillip no podía concentrarse en lo que el congresista Robert Edgewood le decía, ya que buscaba con la mirada a Alex, de cuya compañía quería seguir disfrutando.

      Por fin divisó su brillante vestido. Ya era hora. Lo invadió una sensación de anticipación, la misma que había tenido toda la velada con ella. Lo que había comenzado siendo una forma de conocerla mejor, se había convertido en algo más.

      Se separó de su padre con educación.

      –Discúlpame.

      Se acercó a Alex y el resto de los invitados se esfumó. Se inclinó hacia su oído y aspiró su aroma a pera madura. ¿Tan terrible sería que la probara?

      Consiguió contenerse a duras penas. Alex había estado en sus brazos toda la noche, que era justo lo que necesitaba para dejar de pensar en Gina, y ahora quería volver a tenerla contra su cuerpo, aunque solo fuera para bailar.

      Le gustaba estar con ella, cómo se sentía a su lado. Estaría de acuerdo con lo que Alex decidiera sobre cómo acabar la noche, pero sabía que ella podría aliviarle el ansia que sentía en el abdomen.

      –Tienes razón –le murmuró al oído–. El alcalde es un pesado.

      –He intentado decírtelo –ella se rio quedamente.

      –Ven conmigo. Quiero enseñarte una cosa.

      Ansioso de estar a solas con ella, la condujo al piso superior, a una galería que daba al salón. Su abuelo le había regalado la antigua mansión, con buena parte del mobiliario intacto, al comprometerse con Gina.

      Un antiguo canapé se apoyaba en la pared a la suficiente distancia de la barandilla para ocultarlos a la vista de los de abajo.

      Se sentaron y él le puso la mano en la espalda.

      –Desde aquí se ve el piso de abajo, pero ellos no pueden vernos.

      –Muy conveniente –Alex carraspeó–. Gage y Cass se marchan ya. Son ellos los que me han traído.

      Phillip se sintió decepcionado. Aquello parecía definitivo.

      ¿Acaso había malinterpretado las largas y apasionadas miradas que ella le dirigía? Ahora la tenía donde quería que estuviera; bueno, más cerca del sitio al que quería llevarla.

      –¿Me vas a dejar plantado? –preguntó tratando de mantener un tono alegre.

      Probablemente fuera lo mejor. ¿Qué podía haber entre ellos? ¿Una breve aunque satisfactoria aventura en la que él, al final, se despediría? Una mujer como Alex se merecía promesas que él no podía hacerle. La trataría bien, desde luego, pero si una mujer intimaba con un hombre acababa queriendo enamorarse, casarse y ser dueña de su corazón. Phillip no podía ni quería hacerlo.

      Gina había sido suficiente para él. A veces le abrumaba la tristeza por haberla perdido. Como le había sucedido ese día. Alex lo había distraído, y le estaba agradecido.

      No obstante, cuando acabara la fiesta, la enorme mansión le parecería aún más vacía. No lo esperaba con agrado.

      Alex lo miró con los labios levemente entreabiertos.

      –En realidad, te iba a pedir que me llevaras a casa después, si no te importa.

      «Después» era una palabra que le gustaba mucho, ya que contenía toda clase de interesantes posibilidades. Sonrió.

      –Mi coche está a tu entera disposición, a cualquier hora.

      –Parece que la fiesta se acaba –comentó ella. Él tardó unos segundos en dejar de mirar su hermoso rostro para ver a lo que se refería.

      Miró hacia abajo. El salón estaba casi vacío. ¿Qué hora era? Había perdido la noción de todo: de la hora, los invitados y la gente con la que hubiera debido relacionarse. Y en menos de un minuto iba a tener que echar a los remolones como un mal anfitrión. Y lo peor de todo era que iba a encargar al mayordomo que fuera él quien los echara.

      Hizo una seña a George, que estaba acompañando a los invitados a la puerta de forma coordinada con el aparcacoches.

      George llevaba más de cuarenta años trabajando para los Edgewood, debido, sobre todo, a su especial capacidad para adivinar el pensamiento. Asintió y se acercó a los grupos de invitados que seguían en el salón para conducirlos a la puerta.

      –En el momento justo, diría yo –afirmó Phillip.

      –Estoy de acuerdo. Estaba deseando tenerte solo para mí.

      Una corriente eléctrica se deslizó entre ambos y a él le recorrió la entrepierna y le despertó los sentidos.

      –A no ser que prefieras que me vaya –añadió ella.

      –¿Cómo puedes pensar eso?

      Alex se mordió el labio inferior, una costumbre que él había observado en ella cuando trataba de decidir lo que iba a decir. No era que él se dedicara a mirarle la boca. Bueno, lo hacía más tiempo del debido, pero las reuniones que tenían sobre el proceso de aprobación por parte de la FDA eran interminables y ella se sentaba enfrente.

      –Solo quería comprobarlo. No se me da muy bien darme cuenta de lo que quiere la gente.

      Él se percató inmediatamente de lo que ella buscaba.

      Le tomó el rostro entre las manos. Sus ojos verdes brillaban cálidos y esperanzados. Incluso la mancha marrón parecía vibrar bajo su escrutinio. Eso le produjo una punzada de puro deseo.

      –Esta noche se trata de ser espontáneos –dijo él–. A ninguno de los dos se nos da bien, lo cual significa que no debe haber expectativas. Haz lo que desees.